Liz Phair - Historias de terror

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***En la lista de los Mejores Libros del Año 2019 según NPR*** Cuando Liz Phair irrumpió en la escena musical independiente a principios de los noventa con su controvertido doble álbum «Exile in Guyville» —su particular respuesta, tema a tema, al célebre «Exile on Main St.» de los Rolling Stones—, su sinceridad descarnada, sexualidad sin tapujos y talento como escritora de canciones lo convirtieron en un disco fundamental del rock alternativo y en manifiesto generacional. Siguiendo la estela de otros iconos del rock como Patti Smith o Kim Gordon, Phair compone una original autobiografía a partir de diecisiete momentos clave de su vida a modo de cuentos morales que transpiran miedo, dolor, rabia, humor, sentimiento de culpa o patetismo a partes iguales. Sin hacer concesiones y dejando de lado la habitual autocomplacencia de las estrellas del rock, Phair hurga en las cicatrices que ha dejado una vida consagrada a la creación para concluir que son las traiciones —padecidas o infligidas— las que nos conforman como seres humanos.

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Oímos cerrarse de golpe la puerta mosquitera de la casa, y los perros acuden corriendo cuesta abajo hacia el establo, con las chapas de sus collares tintineando. Los caballos piafan con impaciencia en los pesebres, sacudiendo las orejas y espantándose las moscas con la cola. La yegua marrón expulsa una lluvia humeante de boñigas, y el olor nos hace retroceder hasta el jardín. Phillip me sigue por ahí y me atosiga insinuando que como mínimo habrá huevos de colores en todos los nidos de ave desperdigados entre las ramas.

Recojo las cáscaras de huevos de petirrojo que caen sobre la mullida alfombra de agujas de pino que cubre el suelo del bosque. Las utilizo para mis conjuros. Su maravilloso color azul verdoso no tiene nada que ver con el plumaje de las aves progenitoras. Con todo, Phillip me vende la lógica de que los cardenales ponen huevos rojos, los jilgueros huevos amarillos y los arrendajos azules, huevos azul celestes. Sería capaz de venderle nieve a un esquimal. Me engatusa con el argumento de que este árbol es el más grande por alguna razón, a saber, que es la vía de acceso a un reino místico y, al igual que en el cuento de las habichuelas mágicas, en la copa encontraremos un tesoro.

Recorro fatigosamente la entrada para los coches en zapatillas Keds y pantalones de campana mientras escucho a Phillip parlotear emocionadamente acerca de lo lejos que podremos ver cuando lleguemos a la cima. Dice que podré asomarme a la casa de mi amiga Tiffany y saludarla con la mano. Ella tiene más modelos de caballos Breyer que yo. Lo que yo quiero son elfos vivientes o huevos de cuervo de color negro iridiscente. Realmente necesito que la magia sea de verdad, y vivo en un estado poco menos que de negación de la realidad en el que las flores tienen rostros y los objetos inanimados son capaces de comunicarse. Todo lo que sé lo destilo de los signos y los símbolos. Creo que las tempestades son capaces de verme.

A nivel material, sin embargo, soy muy práctica. Tengo conocimientos de supervivencia, o al menos, instinto de supervivencia. En ocasiones, Phillip ha hecho todo lo posible por matarme, pero todavía no lo ha logrado. Por mi parte, yo he sopesado sus posibilidades de sobrevivir si, pongamos por caso, nuestra furgoneta se detuviera abruptamente y él saliera volando a través del parabrisas. A los críos de nuestra edad pueden ocurrirles y les ocurren esa clase de accidentes. Nuestro amigo Scott Carroll atravesó a la carrera una puerta de lámina de cristal mientras jugaba al tú-la-llevas durante su fiesta de cumpleaños, y fui incapaz de quitarle los ojos de encima al fragmento largo y dentado que le asomaba del brazo. La infancia es una época de curiosidad y de riesgo, y nadie sale de ella sin cicatrices.

Phillip me lleva al cobertizo dando un rodeo. Supongo que será su manera de gastarme una novatada, ya que sabe que me da miedo entrar. El abuelo guarda allí sus rastrillos, azadas y tijeras de podar, colgadas de la pared. Parecen herramientas de tortura, y yo me siento mucho más segura en la cocina de Winnie, entre batidoras, sartenes y cuchillos de cocina. Phillip se echa al bolsillo una ristra de petardos de las reservas de nuestro padre para el 4 de julio y registra los cajones de la mesa de trabajo del abuelo en busca de una caja de cerillas. Por suerte, no encuentra ninguna. Justo antes de marcharnos, me fijo en que la veleta del tejado ha girado y apunta hacia el sudoeste.

Caminamos por detrás de la casa y subimos un poco por la segunda cresta hasta llegar al lindero del bosque. A unos cien metros más allá está el claro donde Winnie y yo recolectamos flores silvestres. Una vez nos topamos con un ciervo macho dotado de una imponente cornamenta completamente inmóvil que nos observaba silenciosamente. A veces crecen hongos entre las raíces de los árboles, y he encontrado amanitas idénticas a las que salen en los cuentos de hadas: de color rojo brillante con puntos blancos. También crece allí el chaparral, que, según me ha advertido Winnie, es venenoso.

Phillip siempre anda retándome a comer bayas desconocidas. Le he visto echarse a la boca cosas que yo jamás tocaría, no digamos ya probar, y acto seguido le he visto dejarlas caer al suelo a sus espaldas con un diabólico juego de manos. Las únicas bayas silvestres de las que me fío son las que crecen en el matorral de las zarzamoras. He estado entre las zarzas mientras las abejas iban y venían comiéndomelas a puñados hasta que el jugo me teñía las uñas de negro.

En Red Bird Hollow hay muchísimas cosas que hacer. Ojalá Phillip renunciase a su cruzada por impresionar a nuestros primos. A lo único a lo que puede llevar es a más burlas y más insultos. No es que me den miedo las alturas. Por jóvenes que seamos, tanto Phillip como yo somos escaladores experimentados. Yo ya gateaba sobre nuestra trepadora antes de ser capaz de caminar en firme. A mi padre casi le dio un infarto el día en que llegó a casa del trabajo y se encontró a mi madre observándome desde detrás de las mosquiteras del porche. Ella se llevó el dedo índice a los labios para que él no dijeranada. «Elizabeth puede hacerlo», cuchicheó.

Pasamos mucho tiempo encaramados en árboles. Sobre todo yo; es mi forma favorita de desaparecer. Si quieres ganar al escondite, no tienes más que trepar a un árbol. Te asombraría comprobar a qué pocas personas se les ocurre levantar la vista hacia arriba. Es relajante repantigarse entre las ramas y darse baños de luz solar moteada mientras escucho el rumor de las hojas. Allá arriba me siento segura.

Pero yo estoy acostumbrada a subirme a los tejos podados y los arces que crecen en nuestro barrio. Los pinos blancos de la finca de Winnie y el abuelo tienen varias generaciones más y son el doble de silvestres. Aquí no hay ningún silvicultor urbano que retire las ramas muertas o que señale los troncos huecos destinados a ser talados con una gran X de color naranja. Si el árbol de Phillip está enfermo, no lo sabremos hasta que sea demasiado tarde. Podría ceder una de las ramas. O la tierra en torno a las raíces podría estar erosionada, y el árbol entero podría desplomarse bajo nuestro peso.

Phillip se cubre los ojos con la mano y dirige la mirada entre los dos pinos mientras intenta calibrar cuál de los dos troncos pertenece al árbol que queremos escalar. No puede determinarlo a menos que pueda ver las copas. Me indica que espere aquí mientras él vuelve a la casa para comprobar nuestra posición. Le doy una palmada a la corteza del árbol debajo del cual estoy. Suena bastante saludable.

Lo cierto es que, ahora que estamos aquí, me siento intimidada. No solo por su tamaño y su aspereza, sino porque me preocupa que deberíamos pedirles permiso antes, como si ellos pudieran percibir que los estamos ojeando y no hubieran decidido si somos de fiar o no. Es un hecho desafortunado que todas las Navidades el abuelo saca la motosierra, tala a uno de sus descendientes y lo pone en el salón para que sirva de decoración.

Quiero a mi abuelo. Es muy paciente y muy alentador en lo que a nosotros, los niños, se refiere. Sin embargo, su actitud rural en lo tocante a la administración del mundo natural es anatema para mi delicada sensibilidad. Mi madre y mi tío narran una truculenta historia en torno al paso de la niñez a la edad adulta enmarcada en Red Bird Hollow, sobre cómo una vaca llamada Mooey acabó en los platos de la cena al año siguiente.

Toco el tronco del árbol con la frente, transmitiendo en silencio mis buenas intenciones en caso de que realmente haya un duendecillo arborícola o un guardián del bosque escuchando. A esta edad, mi vida está llena de ritos espirituales. Phillip cree que soy una bruja, pero en realidad solo soy pagana. En la iglesia, garabateo «socorro» en los dorsos de las tarjetas de sugerencias que hay en los bancos al lado de los himnarios. Años más tarde me confirmaré como episcopaliana, pero ahora mismo pertenezco a la confusa fe de mi imaginación.

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