Me sentía demasiado humillada para explicarles a los médicos presentes lo que había pasado. Estoy segura de que mi madre daba por supuesto que había mantenido relaciones sexuales, pero cuando fui a la universidad seguía siendo virgen. Mi novio del instituto y yo descubrimos todas las maneras de divertirnos sin penetración plena, y nunca le dije el motivo por el que no «llegamos hasta el final». En aquella época en Estados Unidos seguía habiendo mucha vergüenza y muchas percepciones negativas en torno a las vaginas. No eran algo cuya posesión se celebrase ni se dedicaba mucho tiempo a cavilar al respecto. Las chicas se referían a sus genitales como algo «asqueroso», un orificio que más valía dejar sin investigar. Me pasé años ojeando páginas porno antes de llegar a apreciar mi propia y hermosa concha. Si acaso, ahora desearía que tuviera un aspecto menos ordinario y que fuese más anatómicamente llamativa o extravagante. Supongo que podría ponerle algo de pedrería.
No obstante, incluso a los nueve meses de embarazo me sentía muy cohibida al colocar los talones en los estribos de la mesa de examen para que mi ginecóloga pudiera inspeccionarme la cerviz. Hay algo en eso de ver su gesto reconcentrado por encima de la bata de papel extendida sobre mi regazo, fijando la atención directa y exclusivamente en mi vagina, que me pone los pelos de punta. Apenas puedo evitar cerrar las rodillas, incorporarme y empujarla hacia atrás sobre su taburete con ruedas. Adoro a mi ginecóloga, pero en este contexto me siento como un animal de granja cuyos órganos fuesen propiedad funcional del Estado. Lo que soy incapaz de articular es el modo en que mi alma reside en mi coño; en mi clítoris, para ser exacta. Para mí no es solo tejido biológico. Es un modo de conocimiento completamente diferente.
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