Subo al avión, consolada por la idea de que todo el mundo dará por hecho que me he hecho una rinoplastia, cosa que me pega más, ya que resulta menos amenazador para mi ego. Un mazo de carne volador no queda igual de molón. Tengo que coger un vuelo de conexión en Georgia. Cuando estamos a punto de aterrizar, veo que estamos volando muy cerca de una central nuclear. Reacciono inmediatamente ante la icónica forma de bobina de las torres de refrigeración. Cualquiera que tenga edad suficiente para acordarse del accidente nuclear de Three Mile Island recordará esa silueta con espanto. La tengo estampada en la conciencia como símbolo de una muerte invisible, implacable y lenta. ¿No sería una putada, pienso, que una estuviera haciendo un vuelo de conexión justo en el momento en que estuviera fusionándose un reactor nuclear? ¿Tener la desgracia de encontrarse en las inmediaciones y verse irradiada de manera fatal, por la triste razón de que la compañía aérea tenía que hacer un alto en el camino?
Justamente cuando se me ocurre esto, el avión remonta el vuelo a escasísima distancia de la pista, apenas a unos quince metros del suelo. El piloto acelera los motores y el aparato asciende bruscamente. Nos inclinamos abruptamente hacia la derecha, lejos de las torres, y todo el mundo se queda sin aliento. Ya está, pienso para mí. Tengo poderes paranormales, y vamos a morir todos por envenenamiento por radiación.
Mi compañera de asiento se vuelve hacia mí.
—¿Qué está pasando? —pregunta con el rostro contraído por el miedo.
—Quizá haya algún problema en la central —respondo, echándome hacia atrás para que pueda ver por la ventana.
A ella se le ponen los ojos como platos al contemplar las torres de refrigeración tipo Three Mile Island.
—Ay, Dios mío —dice mirándome con gesto sobresaltado e incrédulo—. ¿Tú crees?
Me encojo de hombros. No voy a comprometerme en un sentido o en otro; solo quiero atribuirme el mérito en caso de que esté en lo cierto. Necesito una testigo. Ella será mi altavoz cuando mi foto salga en el periódico. Les dirá, sin aliento, a los periodistas que ella estaba sentada al lado de la chica que predijo el incidente. Dirá que no sabe cómo lo hice, pero que «sencillamente lo sabía». Puedo ver en su mirada que está haciendo inventario de todas las maneras horribles de matarte que tiene la radiación, la misma letanía de horrores que acaba de pasarme a mí por la cabeza. Todos sabemos que, sea cual sea la dosis de radiación a la que accidentalmente nos veamos expuestos, el gobierno mentirá al respecto para intentar minimizar las demandas judiciales. Viviremos, a lo mejor durante décadas, sabiendo que llevamos una bomba de relojería en nuestro ADN.
El piloto habla por megafonía y hace una declaración:
—Damas y caballeros, disculpen por el rodeo, pero el aeropuerto nos ha informado de que había una bandada de pájaros en las inmediaciones, así que vamos a efectuar un segundo vuelo de aproximación en cuanto despejen la zona y aterrizar con ustedes sanos y salvos en diez minutos. A veces ocurren imprevistos, y es mejor prevenir que curar. Gracias por su paciencia y por volar con American Airlines.
Mi compañera de asiento pone los ojos en blanco y exhala:
—¡Uf!, menudo alivio.
Yo sonrío cortésmente, pero estoy irritada. Creo que podríamos haber sobrevivido a un impacto indirecto de radiación procedente de esas torres, y mis poderes paranormales estaban a punto de quedar confirmados. Un ligero brillo antinatural bajo determinadas condiciones lumínicas me parece un pequeño precio a pagar por la evidencia de la existencia de lo divino.
Años más tarde, después de que acabara de salir mi segundo álbum, estuve haciendo de DJ una temporada en Delilah’s, un popular bar punk de Chicago. Durante mi sesión, se presentó el hermano de Peter con el infame mazo de carne y me pidió que se lo firmase como regalo de cumpleaños sorpresa para Peter. No recuerdo si se lo firmé. Casi sería mejor historia si me hubiera negado. En cualquier caso, me sentí ofendida. Su hermano no entendía que aquel maldito objeto no solo había estado a punto de costarme un ojo y que me había desfigurado permanentemente, sino que nos había costado a Peter y a mí una amistad de siete años. Estaba segura de que a Peter tampoco le gustaría que se lo recordaran.
Hay cosas que cicatrizan y otras que no. No siento rencor alguno hacia Peter. Nunca lo sentí, aparte de que me fastidiara algún que otro ángulo malo en las fotografías. Pero si no fuera por mi nariz, estoy segura de que encontraría algún otro rasgo de mi aspecto con el que obsesionarme. Solo éramos dos bolas de billar que al chocar acabaron en lados opuestos de la mesa; así lo veo yo. Hace unos años recibí una carta de uno de nuestros amigos mutuos quejándose de que, ahora que era una estrella del rock, había abandonado a mis amigos de toda la vida. Se esforzó mucho por hacerme sentir culpable, pero no tuve que deliberar en absoluto antes de echar esa carta a un cajón y olvidarme de ella. Sigo fiel a mis amistades de toda la vida. Lo que pasa es que la mayoría son mujeres. Lo que él tendría que haber dicho es que quería ser un actor famoso, y que resultaba difícil presenciar mi éxito y no poder compartirlo.
Dudo que Peter hubiera estado de acuerdo con el tono de esa carta. Peter y yo nos ayudamos el uno al otro durante un período incierto entre la licenciatura universitaria y el comienzo de nuestras trayectorias profesionales. Duró menos de un año, pero mientras la vivimos, aquella época pareció interminable: toda una vida de autoescrutinio y alienación, comprimida en ocho o nueve meses ociosos bajo el techo de nuestros padres. Él influyó en mi sensibilidad y mi sentido del humor, y espero que yo le ayudase a él de alguna manera.
Ojalá que las cosas hubieran salida de otra forma y hubiéramos seguido siendo amigos, pero no sucedió así. Y ese desenlace también está bien. Es mucho más memorable que algunas de mis otras relaciones pasadas. Él ocupa un lugar de honor en mi historia personal. Ha sido consagrado en el folclore de mi vida. Nada de esto resulta difícil de comprender desde el punto de vista pagano. Fuimos víctimas de tres malos augurios, que fueron lo suficientemente reales como para asustarme. Aguardo el próximo giro cósmico de los acontecimientos, y no me sorprendería que algún día, por azar, acabásemos en el mismo hogar de jubilados. Peter y yo volveríamos a empezar donde lo habíamos dejado, riéndonos de todos los demás ancianos que llevaran puestas sus estúpidas etiquetas con el nombre, y empezaríamos a conocernos junto a la mesa de jugar a las cartas.
Hagas lo que hagas, ¡no te lo mires!
Mis amigas se ríen, pero también lo dicen en serio. Las dos han tenido bebés, así que saben lo que está pasando con mi vagina. Esta mañana me he hecho una ingle brasileña. Espero ponerme de parto cualquier día de estos, y pensé que a la plantilla del hospital le vendría bien tener un lienzo limpio y preparado con el que trabajar. Soy vergonzosamente ingenua en lo tocante a la cantidad de subproductos que expulsará mi cuerpo durante el proceso de dar a luz, pero tengo buen corazón.
—¿Por qué? ¿Le pasa algo?
Me revuelvo incómodamente en mi asiento, preocupada por la irritación de la piel, que todavía me pica por el tratamiento con cera caliente. No he intentado mirar ahí abajo desde que la barriga se me puso tan grande que ya no puedo verme los dedos de los pies.
—No lo hagas, y punto.
Caroline y Viv están muertas de la risa recordando sus propios encuentros involuntarios con sus regiones inferiores en el tercer trimestre.
Читать дальше