La monotonía de ese éxito era bastante cansadora, pero aprendí a reponerme de él en su misma causa. Me atuve a la dieta, desdeñando cualquier otra combinación, y pronto me sentí capaz de avanzar en ese sendero ascético de la gastronomía; prescindí incluso de aderezar el pescado: mi estómago rechazaba de inmediato los relentes de ácido... el limón había terminado siendo demasiado salvaje. Aunque creciera a cierta distancia del suelo, su sistema de nutrientes era inequívocamente terrestre; en cambio, a mi espíritu lo atraía el imán de la levedad y necesitaba alimentos simples: alimentos elementales. Por el mismo motivo, una vez ahuyentada la tentación de las salsas, desconfié de los cuerpos sobre los que se depositaban. Cuando abría un pescado y extraía la trama de sus vísceras, a duras penas podía contener mi asco. Evidentemente, el doctor Cambridge me había orientado en la dirección apropiada, solo que me había dejado a mitad de camino. Era parte de la mentalidad del archipiélago, ser inconsecuente. Pero mientras contemplaba ese circuito de gelatinas tibias, bolsas de secreción y bulbos palpitantes, no podía menos que pensar que, por mínima que fuese la complejidad de esos sistemas vitales, excedían no obstante el nivel de sencillez que yo requería para alimentarme. Cambridge se traicionaba al recomendarme el pescado de río. ¿De qué forma era posible controlar lo que cualquier bestia acuática pudiese haber comido? Barro, líquenes, peces más pequeños, corpúsculos de materia descompuesta... Una enorme lista de materias repugnantes. Decidí librarme de la carne blanca, y me dispuse a subsistir a base de la bebida malaya.
En aquella época la calidad de las hierbas con las que se preparaba esa bebida variaba de acuerdo con múltiples factores: zona de plantación, tipos de semilla, métodos de riego, condiciones meteorológicas y tueste de la hierba. La mayoría de las gentes consumían aquellas que se cosechan en el sur del archipiélago; hierbas que por lo común vienen mixturadas con abrojos y flores, y que en ocasiones incluso traen pequeños tallos triturados y restos de tierra. Para los nativos, la tosquedad e impureza de esa hierba resultaba un mérito. Yo misma, llevada por la curiosidad, me había procurado uno de esos productos; extrañamente, sus virtudes se desvanecían apenas recibido un golpe de agua demasiado caliente; esas hierbas carecían por completo de cuerpo y su sabor era a la vez indefinido y brutal.
Las hierbas de calidad superior admitían en cambio alguna variación en la temperatura del agua. No había entre ellas organismos parásitos ni materia resecada por el sol. Si se las saboreaba en silencio, concentrándose en su cualidad, al segundo o tercer servicio se podía adivinar su matiz: era un dejo umbrío, intensamente fresco, que palpitaba en la punta de la lengua.
Una vez iniciada en la disciplina de la purificación de mi organismo, me dispuse a consumir solo aquellas hierbas que probaran surtir en mi ánimo el efecto buscado. Sobre todo, quería ser ocupada por el sentimiento de ecuanimidad, de modo que, ante las confusas alternativas que se me ofrecieran en lo futuro, pudiese siempre escoger y discriminar sin llamarme a engaño. Para que ni siquiera un resto de mi vida anterior perdurara en mis hábitos alimenticios cambié los implementos de bebida; abandoné la vasija de madera y el conducto de paja, y adquirí un equipo de plata.
Después de ocupar las horas cenitales en los asuntos del comercio, cuando la reverberación del polvo en los techos perdía su ardor más claro, yo bajaba las cortinillas y encendía el hornillo de alcohol. Ante ese fuego azul caía en sopor; quieta, mirando al trasluz la llama, me preguntaba qué habría sido de Li Chi. ¿Estaría viajando en esa caravana que atraviesa la desértica mansión de los dioses? ¿Se habría ocultado para escapar de la venganza de Chaw Mien? A través de la llama podía ver el movimiento de las masas humanas, abajo, en la distancia, apenas distintas de la tierra. Cualquiera de ellos podía ser Li Chi, o Chaw Mien, o Kwai Tao; casi nada, desde donde los miraba. Sin embargo, yo me acordaba de ellos. ¿Qué significaba eso? Tal vez (me decía) sería mejor olvidar lo sucedido en los últimos tiempos y empeñarme en expandir mi red de tráfico de antigüedades; el mismo doctor Cambridge se había admirado de las piezas únicas que se acumulaban en el cobertizo; según él, algunas de ellas habrían valido una fortuna en un país civilizado. En todo caso, yo confiaba en mi dieta. Si debía cambiar de actitud, el mismo proceso de purificación de mi organismo me lo señalaría. Por ahora, aún me sentía confusa. Mi única seguridad era la que encontraba en los ojos de los compradores: desde el inicio de la dieta, mi carnalidad había adoptado un carácter soberbio, y los visitantes, al verme, eran derribados por el rayo de una pensativa melancolía. ¡Son tan niños los malayos! Incluso habían venido mujeres; querían comprobar en persona la dimensión de mis atractivos. Yo las recibía, pero cuando preguntaban por mi secreto fingía incomprensión. “Si tuviera un secreto y me fuera posible confiarlo, ¿creen ustedes que no lo cedería?”, les contestaba convidándolas con una ronda de bebida malaya. Todas la rechazaban. La grotesca deformidad del pico convertía la succión en un acto innoble, remilgadamente se abstenían pretextando que era costumbre vulgar. “¡No comprendemos, oh Perla de Labuán, tu devoción por esa bebida propia de las clases bajas! —decían—. Sin duda solo la soportas debido a tu curiosidad de extranjera.” Yo sonreía y callaba.
KUALA LUMPUR RESULTÓ SER UNA CAJA DE RESONANCIAS. El malayo ama fabular, y en su relato la vida de los personajes adquiere siempre proporciones enormes. El rumor de mi afición a la hierba se desparramó por la costa del archipiélago y siguió su camino hacia el interior de las islas. Pronto recibí la visita de emisarios de cultivadores que me ofrecían su producto; algunos de ellos no me conocían, pero la abstracción de mi apodo se les figuraba la máscara por medio de la cual una riquísima y enigmática sociedad comercial quería encargarse de la distribución de hierbas en la ciudad. Si para disipar el equívoco me negaba a discutir el punto, los emisarios parecían entender que había establecido acuerdos con algún competidor, y entonces sacaban de bajo la manga una oferta más ventajosa. Así gané enemigos, pero a cambio tuve oportunidad de probar toda variedad de hierbas. A la larga pude trazar un mapa de la geografía económica de la isla: supe el número de cultivadores, evalué sus fortunas, estudié las respectivas posiciones financieras. Me enteré también de los gustos personales, edades, vicios privados... Sin advertirlo claramente, había dado los pasos necesarios para convertirme en aquello que los cultivadores imaginaron que era. Poseía la información y los contactos, estaba al tanto de las disputas que los dividían. ¡Era hora de constituir una sociedad de comercialización de hierbas que asegurase mi futuro monetario y me instalase, de manera privilegiada, en la intrincada política del archipiélago! Naturalmente, necesitaba de un socio que me proveyese del capital: alguien astuto y sin demasiados escrúpulos. Pensé en recurrir a un extranjero como yo; pensé en Chaw Mien, pero me disuadió la memoria de su aura siniestra. Li Chi, en cambio... ¡hubiese sido el socio ideal!
Un atardecer vino a visitarme otro oriental. Dijo llamarse Ming Wu, y ser emisario de un cultivador del sureste del archipiélago. En un exceso de vanidad, el amo de Ming Wu prefería no exponer su nombre antes de que yo tuviese la benevolencia de considerar una muestra de su producto. Ming Wu era alto, obeso, de mediana edad, y se esforzaba por ser afable. Pero yo estaba cansada y sabía que mi brusquedad cautivaba:
—Solo soy una degustadora solitaria que está perdiendo la afición a esta bebida debido a la cantidad de gentes que han creído imprescindible el obligarme a estimarla —dije, y susurré—: En verdad he probado hierbas deleznables.
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