—Siento que hace más de una hora que recorremos tus dominios. Tu necia presunción ¿no te ha permitido sospechar mi impaciencia? —dije—. Esto es como caminar en el desierto.
—Cuando te vi supe que nada te contentaría, salvo lo extremadamente exquisito —se disculpó Kwai Tao—. ¿Quieres descansar? Son cerca de las cinco de la tarde... ¿Gustarías de una taza de té?
—No. Sigamos.
Unos minutos después el corredor desembocó en una gran sala dividida por mamparas de papel laqueado al viejo estilo japonés. Eran cuartos de fumar tan pequeños que no admitían más de dos o tres personas; instalaciones precarias que hubieran podido desarmarse en un par de minutos. No obstante, Kwai Tao las denominó “Pabellones” y dijo que allí preferían pasar las noches algunos viejos adinerados y decrépitos.
—Inclusive, algunos de ellos tocaron mi corazón hasta el punto de obtener que les permitiese arrastrar su ataúd al Pabellón que han escogido como su favorito —agregó—. Ni falta hace que mencione que la escandalosa vulgaridad de esta costumbre anularía cualquier tipo de contemplaciones en un hombre menos sensible que yo. ¡Imagínate qué ocurriría si alguien viera salir un ataúd del Nuevo Fu Tching! Inmediatamente haría correr el rumor, y mi establecimiento se convertiría en un sitio de mala fama. Por eso, cuando uno de estos ancianos muere, envuelvo su cuerpo en una manta y en secreto lo entrego a sus parientes. A cambio del favor me quedo con el ataúd.
—Eres de una honestidad a toda prueba —me burlé.
—¿Qué hay de malo en que uno obtenga una pequeña ganancia a cambio de esas molestias? Ataúd o no, los muertos no perciben la diferencia.
—¿Por qué me informas de estos asuntos? —estallé—. Qué irrespetuoso. Qué desagradable. ¿Crees que mis oídos se complacen en oír las cuitas de un comerciante?
La ira arrancaba chispas a mis pupilas; Kwai Tao palideció. En su estupidez, nunca había imaginado que un cliente pudiese acoger mal sus confidencias. Para instilar en su ánimo el temor de perderme golpeé el piso con la planta del pie.
—Eres inmundo —dije.
Un rato después, Kwai Tao había logrado calmar en algo mi irritación; ciertamente, sus gimoteos no me habían conmovido en lo más mínimo, pero seguí su evolución con interés. Si Kwai Tao se mostraba dispuesto a humillarse y a formular toda clase de promesas ante el menor de mis arrebatos, entonces yo me aseguraría el que, con una adecuada dosificación de estos, el propietario del Nuevo Fu Tching terminara allanándose a cualquier manifestación de mi voluntad. Y en el futuro eso podría resultarme útil. Mientras tanto, cuidé de no tensar demasiado la cuerda, y hasta llevé mi benevolencia a aceptar que me preparase una pipa especial. Habíamos llegado, finalmente, al prometido Pabellón Solitario, y una vez cumplidas esas funciones Kwai Tao me concedió el placer de contemplar sus groseras espaldas cuando se alejaba en puntas de pie.
El Pabellón Solitario resultó una sorpresa encantadora. ¡Que un sujeto como aquel hubiera podido concebir este lugar...! Las mamparas eran una proeza de cálculo; su rosada tenuidad me protegía de las miradas, pero, a la vez, su textura permitía el paso de levísimas ráfagas de fresco, y eso convergía en el íntimo misterio de la sensación de sentirme a la vez abrigada y expuesta. ¡Hacía mucho que no experimentaba la noción de la fragilidad de una manera tan deliciosamente intensa! En ese Pabellón cada objeto cuidaba su sentido, era parte de una colección de escogidas presencias. La pipa, por ejemplo, reposaba sobre un almohadón ricamente bordado; nada de casual había en ese descanso que dividía la seda en dos densas pulpas de brillo rojizo. Era una necesidad del diseño, se suspendía de la materia para alcanzar su dimensión de belleza. El roce de los dedos había dejado en sus tallas la evidencia del sueño amoroso, inmensamente distante... El Pabellón era el sueño ascético de un fumador. Alfombrillas blancas, de pelo, bordadas con hilo gris. Una mesa de proporciones minúsculas, y sobre ella un cuenco de agua en el que flotaba, temblando, un palillo de ébano. En un plato había un trozo de junco de unos cinco dedos de longitud, y en derredor había cinco granos de arroz, y arena esparcida sobre junco y granos. El junco parecía haber sido cortado al azar; las fibras aún soltaban savia. Un incienso ardía en el rincón; su perfume no disipaba la pureza del aire. Allí, demorándome en la disposición del conjunto, yo era dueña de medir el buen gusto que se ejercitaba en ese criterio, y compararlo, si quería, con mi tienda. En el cotejo, mi tienda aparecía dotada de una curiosa irrealidad; su abarrotamiento era un frenesí. En la compra y venta de objetos prima lo casual. Sin embargo, en mi tienda era posible estar a gusto, y retraerse, ante el avance de esa proliferación. En el Pabellón Solitario, en cambio, la quietud se volvía una amenaza. La perfección era intolerable; se la podía admirar, pero no se podía vivir en ella. El Pabellón era la tensa emanación de lo masculino, que me expulsaba. Me contemplé en el cuenco de agua, por unos instantes, y retiré el palillo de ébano y paseé su frescura por mi cara. Tal vez mi maquillaje había engañado a Kwai Tao, y a sus ojos yo había resultado ser un hombre refinado; pero Kwai Tao se había arrodillado (sin saberlo) ante la mujer. Y al hacerlo, al humillarse, había mostrado no estar a la altura de su propiedad.
Dejé el palillo a un costado del cuenco y froté mis mejillas hasta que las gotas de agua se absorbieron en el ardor de la piel. Me invadió un deseo de sollozar: los hombres eran dignos de lástima, pues eran inferiores a las cosas; inferiores incluso a las que ellos mismos creaban. Solo la esencial esterilidad de los objetos podía permanecer indiferente, y aun, rechazarme; en ellos era imposible habitar. A lo sumo se vivía a su lado, en una existencia que descartaba cualquier fusión. En cambio los hombres sucumbían ritualmente. En todo caso, los más astutos de la especie llegaban a sustraerse. Quizá por eso, me dije, Li Chi supo desaparecer después de haber formulado su propuesta. Él entendió que de todo lo existente lo único digno de mí era La Perla del Emperador. “La Perla del Emperador...”, murmuré. Solo ella contenía un destino idéntico al mío. Eterna, sin voluntad, era aquello a lo que aspirábamos. No un deseo, sino una condición: la soberbia condición de la asepsia.
Tomé la boquilla en mis manos. Allí las talladuras habían desaparecido bajo la caricia de las generaciones. Quedaba la sombra de un trabajo, un barco, teñido en un licor leve: apenas unas manchas rojas, que bien podían representar una masacre o el destajo de un cetáceo. El servicio estaba completo, y el yesquero se exhibía en una caja de cartón blanco. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Fumar? No era opio lo que buscaba, sino alguna noticia sobre Li Chi. Pero mi errática estrategia me había llevado a un pabellón de viciosos. De pronto me pesó lo irrisorio de mi estado: encerrada allí, vistiendo atuendo de hombre, lanzada en procura de alguien dudosamente vivo y sufriendo la amenaza de una violencia que sobre mí se ejercería si el ausente —o el muerto— no aparecía en un lapso prudencial. ¡Era desesperante! ¿Me convenía renunciar a la protección de mi disfraz y llamar a Kwai Tao y conminarlo a que me revelase lo que pudiera saber acerca de Li Chi? Pero ¿y si el gordo me engañaba...?
Un ruido, una especie de frote, me sobresaltó. Alguien rascaba la mampara. Se detenía unos segundos y luego, dudando, reiniciaba el rascar. Unos lamparones de luz atravesaban la opacidad del papel. Me levanté de un salto y extraje un puñal (que llevaba por afán de verosimilitud).
—¡¿Quién es?! —grité.
Una mano apareció en el espacio entre dos paneles móviles. Era una mano blanca, de una blancura conmovedora. Pequeñita y femenina, hurgaba en el espacio abierto como un diminuto hurón ciego. Luego apareció un piececito cubierto de una media de algodón. Me tranquilicé. Regresé el puñal a su sitio y observé el ingreso de la criatura. Era ínfima, aún más baja que una enana. Pero a diferencia de estas, la armonía de sus rasgos rozaba lo sobrenatural. Entró sonriendo, en silencio. Llevaba un ramo de flores de cerezo, y algunas hojas de nenunaua, que depositó a mis pies. Las flores estaban cerradas y sus botones formaban un reguero encendido sobre la palidez de las largas hojas. Sentí que en esa ofrenda había algo vagamente seductor, que me atemorizó. “No sería nada raro que el idiota de Kwai Tao me enviase a una mujer”, pensé. Ya había oído que algunos fumadores aprobaban la combinación de humo y carne, pues, decían, el efecto del humo se intensifica por la contigüidad de sensaciones. Para entregarse al opio en plenitud, antes había que despojarse del exceso ardiente. La mujercita de seguro cumplía en atender ambas costumbres. Pero, aun de ser un hombre, ¿cómo me las habría arreglado con su pequeñez?
Читать дальше