María Lacalle Noriega - Mayo del 68 - Volumen I

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El 68 fue sin duda un año agitado, lleno de acontecimientos de distinto signo, de grandes esperanzas y sueños y también de violencia y disturbios. El año en que una generación de jóvenes se rebeló contra el mundo de sus padres, que consideraban injusto y despreciable. En el recién concluido cincuenta aniversario de estos sucesos se ha hablado mucho de ello. Algunos lo idealizan y otros lo consideran la fuente de todos los males actuales.Hay quien quiere revivirlo y quien pide que pasemos página y lo olvidemos. Es cierto que las barricadas duraron apenas unas semanas, y que la imaginación no llegó al poder, ni lo imposible se hizo realidad. Pero el mundo no fue igual después de aquello pues estalló una contracultura en reacción a una sociedad acomodada y puritana, que cambió el curso de la historia occidental. Por eso dicen algunos que fue —es— la revolución más larga de la historia.

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El derecho a la libertad, en teoría ilimitado pero hasta entonces circunscrito a lo económico, a lo político, al saber, se instala en las costumbres y en lo cotidiano. Vivir libremente sin represiones, escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo, la aspiración y el derecho más legítimos a los ojos de nuestros contemporáneos. 118

El individuo total de la modernidad llegada a plenitud se libera tanto de las tradiciones y vínculos que lo ataban al pasado como de los compromisos u obligaciones que miran al futuro:

Hoy vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones o nuestra posteridad: el sentido histórico ha sido olvidado». 119 «Se disuelven la confianza y la fe en el futuro, ya nadie cree en el porvenir radiante de la revolución y el progreso, la gente quiere vivir enseguida, aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar el hombre nuevo. 120

Los ideales y valores públicos solo pueden declinar, únicamente queda la búsqueda del ego y del propio interés, el éxtasis de la liberación “personal”, la obsesión por el cuerpo y el sexo. 121

El fin de la Historia, según parece, era esto: «Cuidar la salud, preservar la situación material, desprenderse de los “complejos”, esperar las vacaciones: vivir sin ideal, sin objetivo trascendente resulta posible». 122 Lipovetsky enfatiza el carácter cool y desdramatizado del hedonismo presentista-individualista que preside nuestra sociedad; el vacío en el que finalmente nos hemos sumido no es la náusea o la angustia de los existencialistas, o el vértigo del Zaratustra nietzscheano tras la muerte de Dios, o la nostalgia del marxista que se ha quedado sin su gran proyecto histórico y su gran tarea revolucionaria:

Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo: esta es la alegre novedad […]. El vacío del sentido, el hundimiento de los ideales, no han llevado, como cabía esperar, a más angustia, más absurdo, más pesimismo. Esa visión todavía religiosa y trágica se contradice con el aumento de la apatía de las masas. 123

La propia necesidad de sentido ha sido barrida y la existencia indiferente al sentido puede desplegarse sin patetismo ni abismo. 124

Esta visión desdramatizada del vacío postmoderno no parece compadecerse muy bien con el creciente consumo de ansiolíticos o los altos índices de suicidio de los países desarrollados. En todo caso, la forma de vida que nos ha legado Mayo del 68 probablemente no resultará sostenible más allá de unas décadas. Decíamos antes que la vertiente consumista-hedonista del capitalismo había triunfado sobre la inver-sora-productiva; ahora bien, dicho desfase no puede prolongarse indefinidamente. La gran crisis de 2008 fue, en buena parte, una crisis de sobreendeudamiento, individuos y familias se sobrendeudan porque, como decía Lipovetsky, «la gente quiere vivir enseguida, aquí y ahora»; los gobernantes sobrendeudan al Estado porque quieren «ganar enseguida, aquí y ahora» las próximas elecciones, y para conseguirlo no les importa prometer más y más prestaciones estatales, engrosando el déficit público y una losa de deuda soberana que se hace cada vez más asfixiante. Por otra parte, el occidental hedonista que vive pensando en las vacaciones tiene ahora que competir con chinos, hindúes y coreanos que todavía se encuentran en la fase de capitalismo heroico de esfuerzo, disciplina, ahorro y aplazamiento de la gratificación. Es fácil entender quién lleva las de ganar en esa competición.

El hedonista pos-68, por otra parte, también dejó de perpetuar la especie: las tasas de natalidad occidentales caen de forma notable precisamente a partir de finales de los sesenta, y a finales de los setenta quedan ya por debajo del índice de remplazo generacional. 125 Este medio siglo de infranatalidad le está pasando ya factura a Occidente en forma de peso asfixiante de las pensiones de jubilación. Y ese envejecimiento de la sociedad —con desequilibrio creciente entre la población activa y la pasiva— se va a agravar cuando se jubile la enorme masa de baby boomers nacida en lás décadas de 1950 y 1960. La tasa de natalidad sigue sin repuntar ni los Gobiernos —también instalados en el presentismo— se preocupan mayormente por reanimarla. Vamos hacia un probable colapso social por escasez de jóvenes y exceso de ancianos. Es paradójico que la revolución juvenilista del 68 nos haya traído una sociedad senil.

Más allá de los problemas de insostenibilidad económica y demográfica, la revelación que nos ha traído el post-68 es que al final del camino de la afirmación absoluta de la autonomía individual lo que esperaba era… el vacío y la desintegración del sujeto. Lipovetsky habla de un vacío cool y relajado, pero reconoce que se trata de una disolución del Yo («todo lo que supone sujeción o disciplina austera se ha desvalorizado en beneficio del culto al deseo») y habla de «la pérdida de un centro de gravedad que lo jerarquiza todo». 126 Liberado de toda norma, exento de compromisos, exonerado de cualesquiera deberes sociales o familiares, el sujeto no es más que un manojo de pulsiones y deseos en permanente y absurda ebullición. Su voluntad es cada vez más incapaz de marcarse objetivos a largo plazo que requieran la renuncia a placeres inmediatos. Su atención, solicitada por una sobreabundancia de estímulos a través de las televisiones e Internet, se dispersa cada vez más en centros de interés inconexos y efímeros. El hombre pos-68 es cada vez menos capaz de concentrarse mucho tiempo en nada. 127 Los artículos de los medios digitales tienen que comprimirse cada vez más porque nadie aguanta un texto de más de quinientas palabras sin saltar a alguna otra noticia.

Parece, pues, que la libertad, para tener sentido, necesitaba ser invertida en la persecución de fines arduos y objetivamente valiosos. La pos-modernidad nos ha dejado sin criterios de valor y sin metas valiosas. Y la libertad por la libertad, convertida en un fin en sí misma, se autodestruye y se reduce al absurdo. Los mejores exégetas del 68 terminan en conclusiones de ese tipo. Jean-Pierre le Goff, por ejemplo, dijo que, a fuerza de suprimir cualesquiera resistencias heterónomas, hemos dejado que la libertad se disuelva por carencia de límites: «La autonomía no puede formarse más que por oposición e identificación. Le hace falta un contrapolo [ Il lui faut un vis-à-vis ]. Sin oposición, la autonomía se vuelve desestructurante». 128 También Ferry y Renaut sugieren que no puede considerarse verdadero sujeto a un yo que es juguete de sus deseos y pulsiones:

El Yo pulverizado en tendencias que ya no buscan integrarse en un proyecto construido por una voluntad que se impone fines [a largo plazo, distintos de los caprichos instantáneos], ese Yo al que se invita significativamente a “gozar a tope” [en francés s’éclater , que también significa “estallar”], ¿constituye verdaderamente una persona?». 129

Por lo demás, vimos antes cómo el pensamiento del 68, al tiempo que reclamaba la libertad personal absoluta, negaba la sustancialidad del sujeto al que se intenta liberar: de Althusser a Foucault, de Lacan a Derrida, hay consenso en que el hombre no vive, sino que es vivido por estructuras socioeconómicas, neurológicas o lingüísticas no personales. «Yo es otro», dijo el poeta Rimbaud, en una frase muy celebrada por los estructuralistas. En ello convergen con toda una corriente de pensamiento materialista-cientificista (Dawkins, Dennett, Monod, etc.) que asegura que la mente humana no es más que una asamblea de algoritmos bioquímicos (ya Hume en el siglo XVIII había afirmado que nuestro yo no es más que un puñado de percepciones o un río de conciencia). La libertad que reclamaba el pensamiento del 68 en el plano moral y social es negada, sin embargo, en el plano ontológico-metafísico. 130 Pero ¿tiene sentido reclamar libertad para un autómata neuronal? 131

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