Guido Pagliarino - El Metro Del Amor Tóxico

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En las obras anteriores basadas en los personajes Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli, «La furia de los insultados», «El monstruo de tres brazos» y «Los satanistas de Turín», ambos eran funcionarios de policía (o de la Seguridad Pública, como se denominaba antiguamente a esta), comisario el primero y su ayudante directo el segundo. En esta obra posterior, mientras que Vittorio sigue estando de servicio y ha ascendido al grado de subinspector, Ranieri ha dejado valerosamente el uniforme con su salario fijo para dedicarse exclusivamente a su pasión, la escritura, y vive duramente de su pluma, como periodista precario en un periódico y editor mal pagado en una editorial y esta vez, tanto en la novela «El metro del amor tóxico» (metro en sentido poético) como el cuento breve que lo sigue es el personaje principal, no Vittorio, aunque su amigo no queda en modo alguno arrinconado.
En las obras anteriores basadas en los personajes Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli, «La furia de los insultados», «El monstruo de tres brazos» y «Los satanistas de Turín», ambos eran funcionarios de policía (o de la Seguridad Pública, como se denominaba antiguamente a esta), comisario el primero y su ayudante directo el segundo. En esta obra posterior, mientras que Vittorio sigue estando de servicio y ha ascendido al grado de subinspector, Ranieri ha dejado valerosamente el uniforme con su salario fijo para dedicarse exclusivamente a su pasión, la escritura, y vive duramente de su pluma, como periodista precario en un periódico y editor mal pagado en una editorial y esta vez, tanto en la novela «El metro del amor tóxico» (metro en sentido poético) como el cuento breve que lo sigue es el personaje principal, no Vittorio, aunque su amigo no queda en modo alguno arrinconado: Ranieri, al volver a su casa un día de julio de 1969, encuentra en su buzón una carta, mandada desde Nueva York, que le comunica la concesión de un premio literario bien dotado por su obra poética traducida en Estados Unidos. Poco después se perpetran atentados contra su vida, envueltos en incidentes, sin éxito gracias a la capacidad atlética y la habilidad marcial del objetivo. ¿Tal vez se trata de intentos de venganza por parte de alguno de los muchos delincuentes que Ranieri ha entregado a la justicia antes de dimitir? ¿O, como acaba sospechando el motivo, es precisamente el premio literario?  ¿O, todavía más sorprendente, el motivo puede ser una antología de sus poesías imprimida hace poco completamente a sus espaldas? Tras volar a Nueva York para recoger el premio, Velli es recibido en el aeropuerto Kennedy por una joven italo-americana, Norma Costante, una auténtica belleza a la que la Fundación Valente, organizadora del premio, ha encargado asistirlo como intérprete y acompañante. Esta, a punto de divorciarse de su marido, pintor bisexual que la ha traicionado abandonándose a orgias con modelos de ambos sexos, parece enamorarse apasionadamente de Ranieri, mientras que este sin duda queda prendado de ella, pero surgirá un hecho amargo del pasado de la sensual mujer. Entretanto, también en Estados Unidos alguien intenta matar al poeta varias veces, siempre disfrazando sus tentativas criminales como incidentes fortuitos y aunque Ranieri consigue de nuevo huir de la muerte, se ven sin embargo afectadas otras personas, para empezar John Crispy, un importante bróker estadounidense que administra el patrimonio de Donald Montgomery, joven de carácter frío, director del FBI de Nueva York y candidato al Senado de Estados Unidos: tal vez odia al administrador porque está a punto de casarse con su madre, la mujer más rica de Estados Unidos. Algo parece seguro: el poeta se ha convertido, a su pesar, en una pieza de un juego de ajedrez criminal internacional que afecta en particular a Italia, país que, en ese año 1969, era presa de violencias sociales y desórdenes civiles. Hay multitudes de sorpresas, entre otras que personas que se creen muertas reaparecen vivas en escena, mientras que personajes que parecen honrados se revelan como falsos y nihilistas. La solución del caso llegará solo hacia el final, cuando el poeta, salvado solo en el último momento por su fraternal amigo el subinspector D’Aiazzo, será atacado y brutalmente torturado por el imprevisible artífice del colosal plan criminal. En el apéndice se puede leer el cuento El difunto D’Aiazzo, cuyos acontecimientos son un poco posteriores a los de la novela: los medios de comunicación comunican que el subinspector Vittorio D’Aiazzo ha sido asesinado. La víctima, según todos los indicios, parece ser, contra toda expectativa, un individuo con una doble personalidad, honradísimo funcionario en la comisaría de Turín y desleal delincuente en la de Nápoles, su ciudad natal. Su amigo Ranieri no puede tolerarlo y empieza a investigar.

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Esa tarde en la cena en su casa, un apartamento en via Cernaia, delante de la comisaría homónima de los carabineros y no muy lejos de la comisaría de corso Vinzaglio nos sirvió y, como era normal, tras traer los platos, se sentó entre nosotros una mujer morena de veintinueve años, Carmen, exuberante, simpática y fornida, aunque también analfabeta y con pocas luces, sabía realizar para mi amigo, además de las funciones de asistenta, otras más íntimas. En el ya lejano 1959, con ocasión de la primera invitación a cenar de Vittorio tras nuestro traslado de Génova a Turín, me la había presentado solo bajo la primera función y ella, esa vez, no se sentó con nosotros, pero por el trato confiado que también mostraba me lo sospeché.

—La guagliona 14es de mi Nápoles —, me confió ya esa vez mi amigo, aunque con cierta vergüenza, mientras Carmen estaba en la cocina preparando el café.

—Es una huérfana sin ’na 15lira, que me han mandado papá y mammà 16como fámula: tal vez ya te lo dije cuando llegó —Asentí—. Francamente, estaba cansado de pizzerías y también de estar… solo. Es muy joven… sí, casi de la edad de mi mujer. Ya tengo cuarenta años. Y además ya sabes como son las cosas, que después de un poco… ya estamos… bueno, ya me entiendes. El problema es… que todavía es menor de edad, 17pero para ti tiene su edad —No había podido contener una sonrisa avergonzada y luego dijo—: Vale, ya sé que hago mal, que como católico debería ser casto e incluso que tal vez me esté aprovechando un poco demasiado de esta guagliona, aunque me parece que está bastante contenta con mi afecto y también mi… buen, ya entiendes a qué me refiero. No lo sé, espero que en todo caso el Cielo tenga compasión y perdón.

—Eso espero —respondí mecánicamente sin percatarme de que estaba alimentando sus dudas, que le asaltarían durante años. Me las manifestaría al fin con ocasión de un penoso acontecimiento del que hablaré más adelante. Añadí—: Es verdad que, para vosotros, los católicos, es una vida llena de problemas, para mí ya hay tantas en la vida que, al menos las religiosas, siempre las he dejado a un lado.

—¿No crees en nada? —me interrogó, poniéndose más serio.

—Bueno, hubo un momento en que era completamente ateo. Ahora… no lo sé —respondí vacilante—. A veces… pero al final creo en lo que veo, y en la poesía.

—… ¿Y qué te ordena la poesía? —me apremió—, la musa… ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Calíope.

—No, Erato, dado que escribo poesía lírica: Calíope era la musa de la poesía épica.

—... E va bbuo’, 18la musa en general, no importan los detalles, guaglio’. 19No, era solo para decirte que la poesía es como la amistad, me refiero a la verdadera: viene de Dios. De hecho, es una de las señales de la amistad divina.

No se habló más de esa relación Dios-poesía durante años, hasta la última invitación en que, a mitad de la cena, Vittorio me dijo:

—¿Sabes? El premio literario te llega del Cielo, como tu poesía. ¿Recuerdas lo que te dije hace muchos años? Dios es la verdadera y única Musa.

—¿También para los que son como yo?

—¡Se entiende que sí! Pero solo si son puros de corazón y dime, ¿sabes por qué lo verbos no hacen ganar dinero?

—Sé lo que dirían los soldados de monsieur de La Palice 20: «Porque tienen pocos lectores».

—Uh, ¿y chista 'ccà 21ha de esse 'na 22respuesta? No, no lo ganan porque son cosa del Espíritu Santo. Y también te digo que la poesía bella viene a los poetas que tienen el Espíritu: puede que seas también un republicano histórico, no un creyente, pero eres un idealista.

Bueno, me quedé por un momento estupefacto: por la venta de los veinte sonetos a aquel potentado seis meses antes, no había escrito de hecho ni siquiera un verso.

«… Pero no», concluí para mí esa vez, «¡pura casualidad!»

Capítulo V

Tuve la suerte de que, a diferencia de mi amigo, me mantenía delgado y ágil como solía y sentía en el cuerpo la misma fuerza que cuando era más joven, porque en otro caso esa tarde no lo cuento.

Solo faltaban dos días para irme a Nueva York. Hacia las tres de la tarde salí hacia la Gazzetta del Popolo para escribir un artículo para la tercera página. En esos tiempos en que no había Internet, aunque para las revistas se podía usar el correo, para los periódicos, debido a los tiempos más rápidos de publicación, hacía falta acercarse físicamente a la sede; solo los corresponsales en el extranjero tenían el privilegio de dictar telefónicamente el artículo y, algunas veces, también el reportero si la noticia era urgente. Yo, como los demás articulistas, debía entregar físicamente la pieza escrita en casa o redactarla en la sede y yo habitualmente lo escribía en la redacción. Había colaborado antes, siempre como externo pagado por unidad, con uno de los periódicos italianos más importantes, ligur, pero con una edición turinesa, propiedad del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, jefe de un enorme grupo económico, pero después de que, aprovechando mi situación de articulista independiente, sin avisar a nadie, empecé a colaborar con el otro periódico, que estaba en contra de los conglomerados económicos y a favor de economía social cristiana, la publicación de Tartaglia Fioretti había dejado de publicar mis escritos. Al preguntarles el porqué, la respuesta fue «exceso de costes». Ni siquiera me dijeron: «Tienes que elegir». Sencillamente me rechazaron, como si fuera un caballo caprichoso de su propiedad al que, sin necesidad de excusas, se deja de montar. Me molestó, tanto más porque había sido el proprio Tartaglia Fioretti el que me había comprado, un par de meses antes, esas veinte poesías para hacerla pasar por suyas ante su amante. Finalmente entendí que, también en esa ocasión, me trató como una cosa que se puede adquirir y tirar cuando se quiera.

El trayecto no era largo desde mi casa en via Giulio: una parte de esa misma calle, luego de pasar por via della Consolata, via del Carmine y unos pocos metros de corso Valdocco, donde el periódico tenía su sede, pero ese día, en la esquina entre el corso y la via del Carmine, ya muy cerca de la mitad del cruce que estaba pasando con el semáforo en verde, un furgón estacionado arrancó de repente dirigiéndose directamente hacía mí. Lanzándome en plancha lo evité, justo a tiempo, limitando los daños a unas manos raspadas y mientras el vehículo huía, conseguí verle la matrícula. Después de escribir mi artículo en el periódico, todavía un poco en shock y pensando que podría tener algún enemigo, me fui a la cercana comisaría a ver a Vittorio. Tal y como pensaba, el furgón había sido robado. En mi denuncia, mi amigo hizo anotar también la agresión anterior, que ya con seguridad no se podía considerar un intento de robo. ¿Podía haber sido el mismo agresor de la otra vez el que intentó matarme? ¿Después de haberse recuperado de los golpes que le había propinado? Por desgracia, no pude ver al que estaba al volante.

—¿No tienes ningún sospechoso? Yo que sé, ¿algún desplante? —me preguntó D'Aiazzo.

—No, me llevo bien con todo el mundo.

—Ya, ya: podría ser la venganza de alguien que hayamos mandado a la cárcel, pero ¿quién? Con todas las investigaciones que hemos llevado a cabo juntos y toda la gente a la que hemos encerrado en la trena… ¡Bueno! En todo caso… tal vez sea mejor que yo también esté en guardia.

Desde ese momento, fui bastante cauto y, hasta mi llegada a Estados Unidos, no me sucedió nada más.

Capítulo VI

Eran las nueve de la mañana, hora de Nueva York.

En el aeropuerto había pasado un control aduanero tan minucioso que tal vez solo lo superaban ciertas inspecciones carcelarias. Habían mirado incluso en el tubo de la pasta de dientes y en el frasco del after shave, Tomando muestras que, pensé, habrían analizado. En realidad, me esperaba un examen atento, aunque no tanto. De hecho, como incluso nuestros medios de comunicación habían referido, dos meses antes en algunos barrios de Nueva York el agua potable salió de los grifos junto a una extraña sustancia inapreciable al gusto, incolora e inodora, puesta por desconocidos en unos de los conductos en una cantidad proporcionalmente minúscula, pero lo suficientemente potente como para hacer que todas las personas que la bebieran quedarse al menos una decena de días en la condición irreversible de toxicodependientes ansiosos de heroína. En las semanas siguientes había pasado lo mismo en San Francisco y Filadelfia. Al mismo tiempo, los medios supieron y contaron que la Policía Federal había sabido, por medio de agentes de la CIA, acerca de un producto químico que los científicos soviéticos parecían haber sintetizado. Alguien en el FBI había tenido la intuición de hacer analizar esas aguas y se había descubierto el compuesto. Se buscó inútilmente el laboratorio que lo fabricaba. Por ello se sospechó que se importaba en secreto. Entretanto, los medios de comunicación, preocupando todavía más a los ciudadanos, se preguntaban: ¿Se trata de una operación de sabotaje por parte de la Unión Soviética? ¿O de los norvietnamitas, con su ayuda? En nombre del hombre fuerte de la URSS, Leonid Ilich Brézhnev, el embajador soviético había enviado una nota de firme protesta a la Casa Blanca, acusando a Estados Unidos de absurdas calumnias.

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