David Ponce - Silvia Infantas

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No es aventurado afirmar que la mayoría de los chilenos ha escuchado al menos una vez, y es posible que muchas veces, la voz de Silvia Infantas. Como tampoco es arriesgado aseverar que esa misma mayoría la ha oído cantar sin saber a quién pertenece esa voz. Es casi una garantía: Silvia Infantas será escuchada con certeza, y a gran escala, al menos una vez al año en nuestro país. Su canto, cuando lleguen las fiestas dieciocheras, se oirá en fondas y ramadas, en programas de radio y matinales de televisión, pero además en el sonido ambiente de restaurantes y malls, en ascensores y pasillos de supermercado, en salas de espera y música de centrales telefónicas, en ceremonias municipales y actos escolares, en fiestas criollas y semanas de la chilenidad. En septiembre, la «música de fondo» dicta un repertorio de tonadas, cuecas y canciones tradicionales. Y pocos como Silvia Infantas aportaron tanto a ese cancionero nacional. Esta es la mujer que, con su primer conjunto, Los Baqueanos, cantó «Tonadas de Manuel Rodríguez» y cuecas como «La rosa y el clavel», «Los lagos de Chile», «La chiquilla que baila» y «El marinero». Y con su segundo grupo, Los Cóndores, canciones inmortales, como «La consentida», «Adiós, Santiago querido», «Si vas para Chile», «Mi banderita chilena», «Cantarito de greda», «Camino de luna», «Bajando pa' Puerto Aysén» o «La parva de paja». Silvia Infantas no solo cantó todo eso con gran éxito en su día. Lo sigue cantando hoy. Retirada como está desde que hace casi medio siglo abandonó todo escenario, es sin embargo su voz la que está fijada en la memoria discográfica chilena: prensada en esos discos originales de acetato o vinilo, multiplicada en el nuevo siglo por efecto de dispositivos y plataformas digitales. La suya es la historia de una diva de la canción chilena de su tiempo. Es la última estrella de la constelación de cantantes en la que antes de ella brillaron nombres como Ester Soré, Carmencita Ruiz, Margarita Alarcón, Las Morenitas y tantas otras. Y en último término ese doble rasgo –celebridad y anonimato– es también la mejor definición para su trayectoria: entre el misterio de su temprano retiro y el esplendor con que se inscribió para siempre en la historia de la música popular chilena.

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El relato de esa historia sigue un hilo cronológico en el libro. Desde los primeros capítulos ella da una mirada retrospectiva a sus inicios como cantante melódica (a contar de 1942), a su participación como actriz en el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica (entre 1946 y 1953) y a su consagración con los dos conjuntos de su vida: Silvia Infantas y Los Baqueanos (1953-1959) y Silvia Infantas y Los Cóndores (1960-1970). Solo el último capítulo (“Figura fundamental”) escapa en parte a la cronología, para proponer una interpretación de la obra de la artista desde diversos ángulos: el repertorio, el estilo, los arreglos y el horizonte de autores y compositores chilenos cuyas obras grabó.

Son memorias complementadas por el testimonio de coprotagonistas de ese recorrido, como los músicos Pedro Leal, Hugo Morales y Alejandro González. O por herederos directos, como Germán Aqueveque, hijo del arpista de Los Baqueanos; Germán del Campo, quien integró también el Dúo Leal Del Campo. “Mi papá cumplió cuatro roles importantes dentro de Los Baqueanos, como arpista, guitarrista, cantante y autor de algunas canciones”, destaca Aqueveque, porque la historia de Silvia Infantas es también la de los músicos de su tiempo.

Lo confirman los hombres de radio que la vieron en escena. “La conocí como espectador en los auditorios de radios, donde, junto con Los Baqueanos primero y Los Cóndores después, cantaba maravillosamente y era la primera figura del folclor chileno. Ella escribió una página de oro en la música de nuestro país”, destaca Enrique Maluenda, iniciado hacia 1955 en la radiotelefonía. “La de Silvia y la de Ester Soré son las voces más bonitas que hemos tenido en el folclor, y podrían haber sido perfectamente voces de nivel internacional para canción melódica”, agrega Pablo Aguilera, actual director de Radio Pudahuel e iniciado en radios en 1960.

No es aventurado afirmar que la mayoría absoluta de los chilenos ha escuchado al menos una vez, y es posible que muchas veces, la voz de Silvia Infantas. Como tampoco es arriesgado aseverar que esa misma mayoría la ha oído cantar sin saber a quién pertenece esa voz. Si lo que suena es “Tonadas de Manuel Rodríguez”, o “La consentida”, o “Si vas para Chile”, o “Los lagos de Chile”, entre decenas de otros títulos de esa chilenidad hecha canción, será en gran parte de los casos Silvia Infantas la que se escuche. Esta voz está fijada en la memoria discográfica chilena, prensada en esos discos originales de acetato o vinilo, multiplicada en el nuevo siglo por efecto de dispositivos y plataformas digitales.

“Siempre me fascinó esa voz: tan culta, tan prístina. Además, la escuchábamos en radioteatros. Cierto que en los comienzos cantaba boleros también, música popular, pero luego se dedicó al folclor, y fue un referente en la raíz folclórica para mí. Silvia Infantas forma parte del patrimonio musical folclórico de nuestro país”, reconoce la cantante Ginette Acevedo. Y coinciden otros herederos de esa tradición, como Juan Hernández Arriagada, del conjunto Diapasón Porteño, cultor actual de la cueca y la tonada.

“En el caso mío, que ha sido rescatar la guitarra como elemento aglutinador, siento que el aporte de Silvia Infantas con Los Baqueanos y Los Cóndores ayuda a desarrollar diferentes estilos y la creación actual”, comenta Hernández. Eugenio Rengifo, de Los Huasos de Algarrobal, destaca finalmente la estatura de la artista como legado. “No he visto un impacto similar al de Silvia Infantas en esa composición de grupo, con una solista y tres voces masculinas. Antes sí: Los Cuatro Hermanos Silva, Margarita Alarcón, Ester Soré, que en un momento cantó con Los Cuatro Huasos. En el registro de una mujer solista con voces masculinas Silvia Infantas fue un ícono”.

Si faltaba leyenda por agregar, está la mencionada decisión de Silvia de despedirse del canto y de la escena en plena actividad y vigencia. Son algunos de sus familiares quienes arrojan luces al respecto. “Dejó de cantar. El motivo: solamente para descansar. Ella misma dice que se fue en el peak de su carrera”, comenta Miguel Infantas, uno de sus sobrinos. Y lo complementa Sergio Infantas, también sobrino y cantante. “Mi tía siempre dijo: ‘Yo voy a cantar hasta cierta edad, porque no quiero que vean que la voz no es la misma, que no tenga el mismo registro ni la misma fuerza’. Decía que una artista siempre debe retirarse en la cúspide de su carrera. Y lo hizo”.

Silvia Infantas es la última estrella de la constelación de cantantes del siglo XX en la que brillaron nombres como Ester Soré, Carmencita Ruiz, Margarita Alarcón, Las Morenitas y tantas otras. Y en último término ese doble rasgo –la celebridad y el anonimato– es también la mejor definición para su trayectoria, entre el misterio de su temprano retiro y el esplendor con que se inscribió para siempre en la historia de la música popular chilena.

David Ponce

Santiago, octubre de 2018

CAPÍTULO I CRIADA EN EL ALMENDRAL Ella tocaba el piano se sentaba y empezaba a - фото 6

CAPÍTULO I

CRIADA EN EL ALMENDRAL

Ella tocaba el piano, se sentaba y empezaba a tocar valses y todas esas cosas, canciones de esos tiempos. Y entonces yo me sacaba los zapatos y detrás iba, y en la alfombra a pie pelado empezaba a bailar. Todas las tardes tocaba y yo me hacía la viva.

Silvia Infantas sobre uno de sus recuerdos musicales más tempranos: su abuela paterna y el piano de la casa familiar en el barrio

El Almendral, de Valparaíso.

Su padre es el barítono y compositor Jorge Infantas, de destacada actuación en la lírica nacional, quien hace de profesor en forma exclusiva de su regalona Silvia.

En el artículo de prensa

“Un artista vive cerca de su casa” (1947).

Juana Ross, Plaza O’Higgins y El Almendral

Un día.

Ese es el lapso que recuerda haber vivido Silvia Infantas en su natal Santiago, antes de emprender su primer viaje, con apenas horas de vida y con destino al puerto principal.

−Un día solamente. Nací y me fui −sonríe−. Entonces ahí no supe más. Con el tiempo, con los años, vine a saber que yo había nacido en Santiago, por un día.

“Aunque nació en Santiago, Silvia pasó su infancia en el pintoresco El Almendral, de Valparaíso, que enamoró a Joaquín Edwards Bello”, queda corroborado en un artículo de prensa años más tarde, en 1947, cuando la cantante era una veinteañera y había dado sus primeros pasos en las radios y escenarios chilenos. Dos décadas antes, el 14 de junio de 1923, llegaba al mundo Sylvia Elvira Infantas Soto. Sylvia en la inscripción de nacimiento. Silvia por bautismo artístico en el futuro.

Nacida en la capital, criada en El Almendral. Dos octosílabos bien sirven como título para los primeros años de Silvia Infantas, quien vivió la niñez y parte de la adolescencia, hasta los 15 años, en ese histórico y tradicional sector de Valparaíso retratado en la novela En el viejo Almendral (1931), con el subtítulo Valparaíso, ciudad del viento, del citado cronista y escritor porteño Joaquín Edwards Bello. Mismo barrio escrito y cantado, además, en la cueca “Plaza O’Higgins y Almendral” por el vibrante cantor Jorge Montiel, también porteño.

Sector histórico del plan o área plana de Valparaíso y colindante con los cerros de la ciudad, El Almendral era barrio popular, de cités, bares, restaurantes y negocios de antigüedades, en los que la música tenía un domicilio ganado, múltiple y permanente, con diversos cantores y conjuntos que circulaban por el lugar. Y en esa casa de calle Juana Ross donde Silvia pasó sus primeros años, entre las avenidas Argentina e Independencia, hoy próxima al edificio del Congreso Nacional, en las cercanías de la aludida Plaza O’Higgins, donde cada domingo decenas de anticuarios llegan a ofrecer retazos de ese tiempo remoto entre discos y muebles, la música tampoco estaba ausente.

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