Sacó una tarjeta de visita de su bolsillo.
—Este es mi teléfono particular. Solo se lo doy a personas en las que confío plenamente. Como espero que tú confíes en mí.
Y le entregó la tarjeta. Clara se la guardó en el bolsillo interior del abrigo mientras volvía a plantearse sus sospechas. ¿Tan convencida estaba de la culpabilidad de su tío? ¿De verdad creía que era el asesino? Le molestaba mucho que se la llevara de Madrid, eso es cierto, pero…
—Clara. —Adolfo la sacó de sus pensamientos—. No te estará maltratando.
—No. —Fue categórica—. Nada de eso, ni hablar. No. Es solo que yo… no quiero irme.
—¿Quieres que hable con él? —se ofreció—. Puedo intentar convencerle. Si el problema es la seguridad, vamos a contratar un servicio de vigilancia para proteger el instituto. No habrá más crímenes.
—¿Lo… lo haría? ¿Hablaría con mi tío?
—Pues claro. Dame su teléfono y lo llamo ahora mismo.
Clara le dio el número y Adolfo lo marcó.
—¿Gabriel Carrasco? —dijo, en cuanto oyó una voz al otro lado—. Soy Adolfo Recarte, profesor de Lengua de su sobrina. (…) Sí, está conmigo. (…) No, no le pasa nada. Soy yo quien quería tener una conversación con usted. Me gustaría hablar de lo que ha pasado con los profesores…
Adolfo se fue alejando de ella conforme hablaba. Clara empezó a ver un rayo de esperanza. Si Adolfo consiguiera que su tío entrara en razón, si pudiera quedarse en Madrid con todos sus amigos, en su casa, entre su gente…
Vio a Lucas que la miraba y le hacía señas.
Adolfo seguía hablando con su tío. Clara quiso hacerle entender por señas que iba a hablar con Lucas, pero el profesor estaba demasiado enfrascado en la conversación para reparar en ella.
—Que no te hace falta hacerle la pelota, que no te va a poner más exámenes. —Fue lo primero que le soltó Lucas cuando llegó a su lado.
—Si te vas a poner idiota, me largo ahora mismo.
Lucas cambió de inmediato.
—No, Clara, no te lo tomes así. Ya sabes como soy. Solo quería decirte que te echaremos de menos.
—Tú y quién más.
—Venga, Clara, no me lo pongas difícil. Sabes que me cuesta, y seguramente si no te fueras no estaría hablando contigo, así soy de cagado, pero yo…
—¿Qué? ¿Qué pasa, Lucas?
—Pensaba que creías que era un idiota, por eso siempre hacía el tonto para que pareciera que no me importabas. Pero…
—Pero…
—Me importas. Y te voy a echar mucho de menos. Y ojalá hubiera tenido valor para hablarte antes, porque ahora te vas y yo no sé… Patricia me ha dicho que… te… caigo bien y si lo hubiese sabido antes no hubiera hecho tantas tonterías ni me hubiera metido tanto contigo, porque me gustas mucho, Clara. Desde el primer día que te vi.
—Eso fue en primaria.
—Venga, Clara, que ya sabes por dónde voy.
—Sí, Lucas. Es que yo tampoco me esperaba que tú…
Y acercaron sus labios y se dieron un pequeño beso, tímido al principio, que poco a poco se fue convirtiendo en un beso largo y dulce. Se miraron con ternura y Clara dijo:
—Voy a matar a Patricia.
—¿Por qué? Venga, no le digas que te lo he dicho, que me ha hecho jurar que no te lo diría.
—No, si la voy a matar por no habértelo dicho antes… —rio, y se unieron en un segundo beso, más apasionado que el primero.
—Clara —a su espalda sonó la voz familiar de Óscar—. Tienes que venir conmigo. Ahora. Es urgente.
—¿Qué? —¿En ese preciso momento? ¿Estaba de broma o qué?—. ¿Qué pasa?
—Te lo explico por el camino.
—Deja que me despida.
—No hay tiempo. Vamos.
—No. Tengo que decir adiós.
—Déjela que se despida —dijo Lucas, intentando parecer duro.
—Clara, de verdad. —Óscar insistió, sin hacer caso a Lucas—. Es importante y no hay tiempo que perder.
Algo en la mirada de Óscar le hizo ver que era en serio, en serio de verdad. Lo que pasaba era grave y no le quedaba otra que obedecer.
—Adiós a todos, muchas gracias por venir. Tenéis mi móvil y mi correo y los que no lo tengáis, pedídselo a Patricia y os lo dará. Os echaré mucho de menos.
Clara soltó esas cuatro frases a voz en grito, y Óscar y ella salieron corriendo hacia la calle Velarde.
Adolfo la oyó, salió tras ellos e intentó alcanzarles, pero Óscar la llevaba en volandas a una velocidad pasmosa.
En unos segundos estaban dentro de un coche aparcado en la calle Fuencarral, Clara asustada y Óscar mudo. En el interior les esperaba Gabriel, que colgó el teléfono por el que estaba hablando, lo abrió y le quitó la tarjeta y la batería. En cuanto se pusieron en marcha, partió la tarjeta y volvió a meter la batería. Llegaron a la calle Génova, siguieron hasta Colón, y cuando tomaron Jorge Juan, junto a los Jardines del Descubrimiento, tiró el aparato por la ventana. El teléfono voló por encima de las jardineras y se estrelló contra el suelo.
Gabriel se volvió hacia su sobrina.
—Clara —le dijo—: hay algo que debes saber.
Óscar llevó el coche a toda velocidad por las calles de Madrid, buscando las menos transitadas, hacia la A-1. En unos veinte minutos, estaban pasando junto a San Sebastián de los Reyes.
Entonces Óscar los vio. Dos coches grises, a unos 500 metros por detrás de ellos.
—¿Nos siguen? —preguntó Gabriel—. ¿Cómo demonios…? Si he tirado el móvil…
Miró a Clara.
—Clara, dame el tuyo.
Ella se negó.
—Clara, no estamos para tonterías. Dame el móvil.
A regañadientes, la muchacha lo hizo. En cuanto lo tuvo en sus manos, Gabriel lo tiró por la ventana. Clara ahogó una maldición.
—Para el coche —ordenó, histérica—. Tengo que recuperarlo. Tengo que bajar y… tengo allí todos los teléfonos de todos mis amigos, tengo mi cuenta de Facebook, tengo… Eres un mierda y te juro que en cuanto pueda te mataré.
Y empezó a pensar: «Ojalá te muer… » pero no pudo seguir. Por mucho que odiara a su tío en ese momento, por mucho que quisiera hacerle desaparecer, no podía cargar con otra muerte. Si con solo desearlo podía matar, sus padres ya erán más que suficiente. El dolor y la rabia se mezclaron y sintió que el aire le faltaba. Intentó inútilmente contener las lágrimas pero, al no conseguirlo, fijó su vista en la carretera, evitando la mirada de Gabriel. Él la observó en silencio. Hizo un amago de acercamiento, pero Clara se removió, violenta. Una cosa era no querer matarlo, y otra muy distinta dejar que fuera el culpable de su situación quien la intentara consolar.
Entretanto, Óscar intentaba despistar a sus perseguidores. Al llegar a la salida A-19, dribló aprovechando un cambio de rasante y apagó las luces. Era imposible que, a esa distancia, sus perseguidores se percataran de la maniobra, y cuando finalmente se dieran cuenta sería demasiado tarde.
Por unos segundos creyó que los habían perdido de vista, pero apenas habían recorrido unos cientos de metros cuando por el retrovisor pudo ver que los coches les seguían por la avenida de los Pirineos.
—Llevamos un localizador —afirmó, convencido, Óscar.
Gabriel se encaró con su sobrina:
—¿Qué es lo que te han dado, Clara?
Clara dejó de llorar, atónita. ¿Todo esto era por el beso con Lucas?
—¿Qué te ha dado Antonio, o Alfredo, o… como se llame el profesor que ha hablado conmigo?
—Nada. No me ha dado nada, solo su tarjeta.
—Dámela.
—No.
—Dámela, maldita sea. Puedes morir, Clara, ¿no te das cuenta?
—Pero morir ¿por qué? —Ella sintió que el pánico le congelaba la espina dorsal—. Por favor, tío, no me mates, ya te la doy, pero no me mates.
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