—¿Cómo te llamas, chico misterioso? —Su gesto, impaciente, parecía totalmente humano, pero también su forma de moverse, así como sus muecas. Todo en ella era igual a una chica humana. Solo que más hermosa. Increíblemente hermosa.
—Marco. Soy Marco —respondió con frialdad y manteniendo las distancias. Sentía que se estaba ruborizando como un tomate y que cada vez le costaba más pronunciar palabras.
—Pues ya sé algo más del chico que me vigila cuando salgo de clase...
—¡Eso es mentira! ¡Yo no te vigilo!
Ella sonrió, comprendiendo que era la actitud propia de un adolescente de catorce años, porque su cerebro positrónico calibraba el entorno con una eficacia impresionante, muy lejos del alcance de los humanos; y había constatado, día tras día, que Marco le buscaba al salir de clase.
—Marco, quería darte las gracias por intentar ayudarme el otro día.
—Los adultos están muy nerviosos y no me gustan nada.
—Luego sangraste y perdiste el conocimiento, ¿es que estás enfermo?
—¡No! ¡Yo estoy sano, como todos los chicos! —Y en un acto del que se arrepentiría toda su vida, se volvió para, simulando indiferencia, distanciarse unos metros de aquella chica que tanto le gustaba. Su corazón se había desbocado y era incapaz de mantener su mirada, los párpados le temblaban y el vello de su piel se había erizado. Intuía que por los cálculos matemáticos de aquella máquina, sabría al instante que se le dilataban las pupilas como respuesta a la atracción física. Aquello era lo último, que sospechara de su enfermedad y que supiera la inclinación que sentía hacia ella. Se alejó como alma que llevara el diablo para enmascarar la menor sospecha de interés—. ¡Tengo que irme, se me hace tarde! —se escuchó a sí mismo gritar, al tiempo que caminaba hacia su pabellón y franqueaba la puerta de entrada.
—¡Me llamo Nora, por si te interesa, chico misterioso!
A su inseparable amigo Luis no le pasó desapercibido el rostro radiante que trajo a la vuelta del recreo. Ellos habían soportado el suplicio de repetir un examen, y sin tiempo para estirar las piernas, las sirenas de inicio de las clases sonaron con una estridencia inusual. Marco entró justo cuando la profesora de francés cerraba la puerta para empezar la clase.
Sonreía con un brillo especial en los ojos, el brillo de la felicidad.
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