Max Hastings - Guerreros

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El eminente historiador militar
sirMax Hastings escoge en este
estimulante e inspirador relato las vidas de dieciséis «guerreros» de diferente extracción social y nacionalidad de los últimos tres siglos, de
sde las Guerras Napoleónicas a los Altos del Golán, pasando por las guerras mundiales o Vietnam, seleccionados por su coraje o su extraordinaria experiencia bélica. En el curso de cuatro décadas escribiendo sobre la guerra, Max Hastings ha desarrollado una fascinación por las hazañas en los campos de batalla (en tierra, mar o aire) y, por supuesto, por los militares que las protagonizaron. Para ello aborda las biografías de soldados icónicos como el general y escritor napoleónico barón Marcellin de Marbot (inspiración del brigadier Gerard de Conan Doyle); de sir Harry Smith, cuya esposa española, Juana, se convirtió en su compañera militar en más de una campaña; del teniente John Chard, un modesto ingeniero convertido en el héroe insospechado de
Rorke's Drift durante la guerra anglo-zulú, e inmortalizado en el cine por Stanley Baker; el jefe de escuadrón Guy Gibson, piloto cuyo heroísmo en los cielos de la Segunda Guerra Mundial le granjeó la admiración de su nación, pero pocos amigos; o el enérgico teniente coronel virginiano John Paul Vann, uno de los asesores militares estadounidenses más influyentes en la guerra de
Vietnam, verso suelto del ejército con una turbulenta vida personal. Para imponerse en el campo de batalla,
cualquier ejército necesita individuos capaces de mostrar un coraje por encima de lo común, pero… ¿qué es lo común en la guerra? En Guerreros, Max Hastings trata de dar respuesta a esa pregunta, y cómo esa percepción ha cambiado a lo largo del tiempo. Al tiempo que honra hechos extraordinario valor, posa su mirada inquisitiva sobre la entrega de condecoraciones al valor… y en el por qué estos prominentes guerreros rara vez dan la talla como líderes.

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Smith estaba agradablemente sorprendido de que los norteamericanos no hubieran saqueado los cadáveres como acostumbraban a hacer los franceses, de hecho, solo habían robado las botas de los soldados británicos, de las cuales tenían mucha necesidad. Él y Butler no simpatizaron, sin embargo. El americano era un individuo serio, poco acostumbrado a la displicente hidalguía con la que se despachaban hombres del tipo de Smith. Es posible que a Butler le resultara desconcertante la actitud de soldado profesional del inglés, quien parecía perfectamente encantado de combatir contra cualquier enemigo si se le ordenaba hacerlo, sin pararse a pensar si su causa era justa o no. Más aún, mientras que las bajas sufridas delante de Nueva Orleans le parecían espantosas al americano, Smith, que había estado en la carnicería de Badajoz, no se mostraba especialmente impresionado; para él, la muerte era el precio que tenían que pagar los soldados en el ejercicio de su profesión. Wellington no solía lamentarse por el coste en vidas de sus batallas, pero es que tampoco podía permitirse hacerlo. Smith le dijo al enviado de Jackson que esperaba que la próxima vez que se encontraran fuera Butler quien le estuviera pidiendo permiso para enterrar a los muertos americanos. La realidad es que, tras unas pocas semanas de decepcionantes escaramuzas, los atacantes tuvieron que reconocer su fracaso y reembarcar. Smith, nombrado secretario militar del sucesor de Pakenham, sir John Lambert, fue uno de los pocos hombres del ejército que se envió a América que regresó a Inglaterra con su reputación intacta. Su valentía en el campo de batalla no era más que lo que se esperaba de cualquier oficial en aquella época, pero su entusiasta compañerismo, celo y eficiencia le señalaban para futuros ascensos, y encima manteniendo su popularidad entre sus camaradas, lo que es menos frecuente de lo que parece. Muchos de los guerreros que describiremos en estas páginas eran odiados o despreciados por sus compañeros, mientras que hubo pocos hombres que no llegaran a simpatizar con el campechano, entusiasta y honesto Harry Smith.

Al entrar en el canal de Bristol, el buque en el que viajaba se abarloó a un mercante que acababa de zarpar, para satisfacer el ansia de noticias de los pasajeros. Desde la cubierta del otro mercante gritó una voz: «¡Bonaparte está de regreso en el trono de Francia!». Smith, siempre el soldado de carrera, lanzó su sombrero al aire y gritó exultante: «¡Todavía lograré ser teniente coronel, antes de que acabe el año!». Alquiló un carruaje para viajar a Whittlesey, donde encontró a Juana, siempre tan emotiva, angustiada por el temor a que el carruaje trajera un mensajero portador de malas noticias, aunque no tardó en recuperar el ánimo cuando vio a su marido. Smith contó más tarde que esa fue la última vez en su matrimonio que tuvieron que enfrentarse a una larga separación. Su hermano Charles iba a unirse como voluntario a la Brigada de Rifles, mientras que Tom ya se había reincorporado al regimiento. Por su parte, Harry se dedicó a comprar caballos para la nueva campaña, con el entusiasmo de un escolar que se preparara para jugar un partido decisivo. Antes de que los Smith partieran de Whittlesey rumbo al continente, un accidente estuvo a punto de costarle su participación en Waterloo. La última tarde antes de su marcha, la familia salió a pasear a caballo y, mientras volvían a casa, Harry vio en las afueras de la población una valla y no pudo evitar dejarse llevar por la euforia. «¡Aún tengo un salto más en mi caballo de guerra!», gritó, y espoleó a su yegua para saltarla. Todos los presentes se quedaron sin aliento cuando el animal tropezó y cayó a plomo encima suyo, atrapando su pierna entre la asustada yegua y la valla. Por unos terribles instantes, pensó que se había roto la pierna: «¡Ya podía decirle adiós a la comandancia de mi brigada!». Por fortuna, y para alivio de todos los presentes, tanto el jinete como la montura estaban ilesos.

El comandante Smith partió al día siguiente hacia Harwich con Charles, Juana, varios sirvientes y West, el palafrenero, y se reunieron en Gante el 5 de junio con su brigada y sir John Lambert, que le asignó su antiguo puesto de oficial ejecutivo. El 15 de junio, la brigada recibió órdenes de ponerse en marcha hacia Bruselas y, al atardecer del día siguiente, de dirigirse lo más rápidamente posible a Quatre Bras, pues el ejército de Napoleón estaba avanzando hacia la capital belga desde el oeste, lo que significaba que se avecinaba una gran batalla. Después de atravesar Bruselas se dieron de bruces con un confuso caos de civiles que llenaban los caminos presa del miedo. Un grupo de soldados hannoverianos que huía hacia la costa a todo galope le dijo que los franceses avanzaban sin oposición y que estaban atacando la retaguardia. Smith fue a informar a Lambert, a quien encontró sentándose para cenar con Juana y su edecán, pero el sereno brigadier no se alteró y desestimó desdeñosamente el rumor difundido por los hannoverianos, instando a su oficial ejecutivo a sentarse con ellos y disfrutar del magnífico rodaballo que su mayordomo había conseguido en Bruselas.

Aquella misma noche cayó un fuerte aguacero que caló a las tropas hasta los huesos y convirtió el terreno en un cenagal. La brigada de Lambert recibió órdenes de avanzar hacia la línea de frente, una maniobra especialmente ardua para los hombres, que tenían que lidiar con el barro, los carros de bagaje y el ocasional grupo de atemorizados civiles que huían de la zona de guerra. Sin embargo, y para indignación de las tropas, poco después volvieron a recibir nuevas instrucciones, que les ordenaban despejar y mantener abierta la carretera para permitir el paso de otras unidades, en vez de reunirse con el ejército principal, que estaba esperando recibir el ataque de Napoleón de un momento a otro. A primera hora de la mañana del 18 de junio –el día de Waterloo– Lambert envió a Smith al cuartel general de Wellington para que les cambiaran las órdenes. Harry encontró al duque en las inmediaciones del castillo de Hougoumont, recorriendo la loma del Mont-Saint-Jean junto con su estado mayor para preparar el despliegue definitivo de sus divisiones. Tras presentarse al general, este le dio a Smith un mensaje para Lambert, que debía mover su brigada al flanco izquierdo de la línea británica.

Por lo general, los protagonistas de un acontecimiento histórico no son conscientes de su trascendencia hasta más tarde, pero en la mañana de Waterloo prácticamente todos los hombres presentes en el campo de batalla sabían que eran parte de un evento de excepcional relevancia histórica. Smith sabía que estaba viendo a su ídolo, el duque de Wellington, en la plenitud de sus habilidades profesionales, conciso y seguro de su visión acerca del futuro desarrollo de la jornada. Wellington le mostró el sitio exacto donde la brigada de Lambert debía desplegarse. Finalmente le dijo: «¿Lo entiende?». Harry respondió: «Perfectamente, señor» y, sin más dilación, dio la vuelta a su caballo y regresó a toda prisa adonde se encontraba Lambert para comunicarle las órdenes.

Lambert formó a su brigada en columna de compañías para avanzar lo más rápidamente posible hacia el campo de batalla de Waterloo. Harry encontró un momento para reunirse con Juana y decirle que llevara a Tiny de regreso a Bruselas y que esperase allí el resultado de la batalla. La señora Smith llegó a la gran plaza principal de la ciudad, donde encontró a West, su mozo de cuadra, vigilando las posesiones de la familia. Acababan de llegar órdenes para mover el tren de bagaje a otra población unos kilómetros a retaguardia. Allí, en la plaza, al igual que la Becky Sharp y el Jos Sedley de La feria de las vanidades , de Thackeray, Juana y West pasaron una tarde interminable, en espera de recibir noticias en medio de un continuo ir y venir de rumores. Vitty el doguillo, contagiado por toda la excitación a su alrededor, saltaba de un lado a otro, incapaz de tranquilizarse, mientras que Tiny, el caballo andaluz, apenas si podía mantenerse quieto. Alguien gritó de repente que los franceses estaban casi a las puertas de la ciudad y se desató el pánico. Juana montó en Tiny y acababa de tomar a Vitty en sus brazos cuando el pequeño caballo se desbocó, galopando incontrolado durante más de diez kilómetros antes de que, cuando se disponía a saltar por encima de un carro, se detuvo en seco, haciendo que Juana saliese despedida por encima de su cabeza. Juana acababa de montar de nuevo y estaba recuperándose del golpe cuando apareció un grupo de jinetes formado por oficiales y soldados británicos además de uno de sus propios sirvientes, que huían presas del pánico. «Por favor, señor, ¿hay algún peligro?», le preguntó a un húsar. «¿Peligro, se’ora ? ¡Cuando salí de Bruselas, los franceses estaban persiguiéndonos colina abajo!». Juana les siguió a regañadientes, cada vez más convencida de que en realidad se trataba de un grupo de cobardes, sobre todo después de que uno de ellos le sugiriese que abandonara a Vitty para huir más rápido. Llegó a Amberes física y emocionalmente exhausta, con el rostro manchado de barro y lágrimas secas. Fue acogida por el comandante británico de la ciudadela y su esposa, con quienes pasó las largas horas de espera que siguieron antes de que recibieran novedades acerca del resultado del tremendo choque entre los ejércitos desplegados al sur de Bruselas.

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