—Pero bueno, ¿qué es toda esta multitud? —interrumpió Marc. Se echó el paño con el que se secaba las manos sobre el hombro y miró a Caleb—. Ha debido costarte un gran esfuerzo venir.
Mio reconoció a través del autocontrol de Caleb que no se tensaba de milagro.
—¿Y eso por qué? —preguntó el moreno.
—Oh, por nada. Sé que eres un hombre ocupado —concretó Marc.
No le sacaba los ojos de encima a su rival.
Mio sabía muy bien de dónde salían esas miradas despectivas el uno al otro. Caleb, celos. Marc, recochineo por haberse quedado a la chica. Sabía poco al respecto, puesto que durante la época en que Aiko y Marc empezaron, se preocupó más por la salud de su hermana que de cómo se sintiera Cal respecto a la relación, pero era evidente que este no podía soportar al hombre que le había levantado al amor de su vida. Mio entendía sus sentimientos, aunque tampoco estaba de su parte. Era la vida de su hermana, podía hacer lo que quisiera. Caleb debía rehacer la suya. A poder ser, con ella.
«Mio, por favor».
—¿A qué esperáis para venir a comer? —exclamó Aiko II desde la terraza—. ¡La mesa lleva preparada media hora!
Marc sonrió a Caleb.
—Los últimos serán los primeros —dijo, haciendo una reverencia para que cruzara a la sala.
Las pullas eran tan sutiles que nadie se daría cuenta si no estuvieran al tanto de la historia. Ese era el talento de Marc, socio del bufete de abogados más brillante de Miami, quizá incluso de toda Florida. Ser implacable sin perder el estilo.
Mio se giró hacia su madre buscando ese abrazo parental que tanto necesitaba para cubrir sus inseguridades. Ella se lo ofreció, pero duró apenas unos instantes. Enseguida buscó la voz de la primogénita al grito de «¿dónde está mi niña?».
«Pues aquí, justo detrás de ti, que tienes dos. Podrías hacer el favor de acordarte de vez en cuando».
Suspiró y siguió a su madre a la terraza. Las vistas eran alucipantes desde allí. Kiko y papá, Raúl, conversaban mientras la primera colocaba los platos con un delantal sobre el vestido veraniego. Era la clase de mujer a la que le quedaba de maravilla un pantalón de cuero, un traje de chaqueta, un pijama y el uniforme de ama de casa. En cuanto a ella, pues... Mio podía decir que (aún) no se había cargado las medias, y que no le sentaban del todo mal. Porque eran constrictoras, como las boas, y la hacían parecer más delgada.
—No me digas que has cocinado tú —exclamó la madre, emocionada.
Aiko esbozó una sonrisa de circunstancia que Mio conocía muy bien. La desarrolló a raíz de la última discusión seria que tuvieron, hacía año y medio, en la que confesó que se sentía la segundona de la familia. A partir de entonces, su hermana mayor se esforzó por difuminar esa línea separadora. Lamentablemente no había tenido grandes resultados.
—Sí… Quería celebrar esto a lo grande, haciendo la comida preferida de Miau. Estamos aquí por ella, ¿recuerdas? Ya es una abogada con todas las de la ley. —Y sonrió con cariño, esta vez de verdad. Mio tuvo que contenerse para no tirarse encima, agarrarse a su pierna y comérsela a besos—. Por favor, sentaos.
Aiko no sabía cocinar. Era lo único que le salía mal, y lo único con lo que se dio por vencida. Pero el acontecimiento debía ser importante si se había tomado la molestia de entrar en la cocina para hacer algo que no fuese coger el matamoscas. Incluso había tenido la amabilidad de ponerse un vestido cualquiera, no maquillarse e ir por ahí descalza, en un intento por pasar desapercibida. Pero daba igual lo que hiciera, porque en cuanto se sentaron, su madre no tardó en dirigir la conversación a ella.
—Me encanta la casa. No imaginaba que os iríais a vivir juntos definitivamente —decía Aiko I—. Vais en serio de verdad.
—Por supuesto —dijo Marc, acomodándose en la silla—. No puedo perder a una mujer que cocina tan bien.
Su sonrisa se hizo socarrona al mirar a Aiko, que solo entornó los ojos.
Traducción: se había encargado él hasta del espolvoreado del postre.
—Machista de mierda —masculló Caleb, tan bajo que solo Mio pudo escucharlo.
—Oh, entonces... —continuó la madre—. ¿Has aprendido a cocinar?
Aiko lanzó una mirada incómoda a Mio, que acariciaba el rabillo de los cubiertos con aparente indiferencia. Bueno, no era nada nuevo que dieran prioridad a las pequeñeces de su vida diaria. Sería deprimente que después de años, décadas, no se hubiera acostumbrado.
—Hago lo que puedo —concluyó la mayor, con los hombros tensos—. Pero creo que no deberíamos desviarnos de...
—Claro, claro, la graduación... ¿Has visto las fotos? Estaba guapísima. Se puso un vestido muy parecido al que llevaste tú debajo de la chaqueta durante tu primer juicio, del mismo color. Ese día sí que fue memorable... Kiko solo tenía veinticuatro años cuando ganó a Gibbins. ¿Sabéis cuánto tiempo llevaba el hombre dedicándose a la ley? Más de una década. Creo que lo tengo grabado. Fue un juicio a puertas abiertas.
Aiko apretó los labios y cerró los ojos un segundo. Mio sonrió para sus adentros al ver que le afectaba más a ella que a sí misma la indiferencia de su madre. Dio un golpecito con el borde de la uña sobre el plato para llamar su atención. Aiko la miró con una mueca de consternación, a lo que Mio negó con dulzura. Le hizo una señal para que respirase hondo.
—Mamá, déjalo. Seguro que Mio iba más guapa que yo. A ella siempre le han quedado mejor los vestidos ceñidos.
—Sí, claro, eso es cierto. Lo malo fue cuando dio el discurso de cierre. No te haces una idea de cómo se trabó al dar su discurso en el estrado... Qué vergüenza pasó.
—Qué curioso, yo también estaba allí y no recuerdo nada de eso —comentó Marc, que comía tranquilamente. Envidió con todas sus fuerzas su actitud y la deseó para sí.
—Y no es como si te quitaran el título por balbucear un poco —resolvió Aiko, cada vez más crispada.
Mio le dio las gracias con una mirada, aunque en el fondo quería levantarse y darle un buen guantazo. ¿Cómo se le ocurría intentar hacerla protagonista? ¿Y cómo se le ocurría a ella aceptar a ser el conejillo de indias de un experimento que evidentemente, iba a fracasar? Ojalá estuviera en casa, sobando a Noodles mientras se regodeaba en su soledad.
—Lo importante es que se ha graduado, todos coincidimos en eso —intervino el padre—. A este paso pensamos que no lo haría. Primero idiomas, luego dejándolo para meterse a enfermería, en la que no duró ni tres años, después el módulo de informática… Al final, Derecho. Tuvo que suspender dos veces antes de conseguirlo. En fin, te ha costado lo tuyo. No eres una gran nota, pero por lo menos puedes ejercer.
Mio agachó la cabeza, avergonzada. Notaba la mirada de Caleb sobre ella. Le daba miedo levantar la barbilla y descubrir la compasión en sus ojos, así que pretendió preocuparse por los dibujos de la servilleta.
«Menuda palurda estás hecha».
«Gracias, Miss Subconcious, tan comprensiva como siempre».
«Tú no quieres compasión, quieres salir de aquí».
—Es difícil acertar a la primera —volvió a intervenir Marc. Le guiñó un ojo a Mio, que se ruborizó—. Mi hermano estuvo un año en Bellas Artes y estudió Psicología antes de probar con Leyes... Y miradlo, en Leighton Abogados haciéndome competencia.
—Es bastante mejor que tú en algunos aspectos, de hecho —se metió Aiko. Se recogió la melena en una coleta alta y la dejó reposar sobre el hombro—. Lo importante no son las notas, sino la aplicación. Y sobre eso he estado pensando que...
—Sobre eso... —intervino Raúl—. ¿Qué vas a hacer ahora que estás de baja?
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