Eleanor Rigby - Desvestir al ángel

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Dicen que no hay mayor ciego que el que no quiere ver…Pero si ser la segundona de dos hijas tiene algún aspecto positivo, Mio aún no se lo ha visto, y ganas para descubrirlo no le faltan. Sin embargo, ni vivir bajo la sombra de Aiko Sandoval, ni sufrir los favoritismos de sus padres, es comparable a llevar toda la vida enamorada del hombre que suspira por su hermana. Debería haberse dado por vencida sabiendo que no tiene posibilidades, pero un nuevo puesto en el bufete de abogados en el que trabaja se presenta como la perfecta oportunidad de llamar su atención; aunque no lo haga de la manera más… ¿cómo diría?, políticamente correcta. Se dice que Caleb Leighton se refugia en el trabajo para proteger su corazón roto: el amor de su vida ha anunciado su inminente matrimonio, y con nada más ni nada mejor que con su peor enemigo. Lo último que necesita en esas condiciones, es contratar a una mujer alocada que podría poner patas arriba su negocio, lo único que ahora le importa. Pero él también tiene sus debilidades… y razones secretas por las que quiere tenerla cerca. Lamentablemente, no tarda en arrepentirse cuando una serie de rumores propiciados por ella le ponen en una situación comprometida. ¿Aprovecharán la retahíla de mentiras que circulan por el bufete para decir sus verdades, o dejarán pasar la oportunidad?

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Graduación. Eso era lo único que la salvaba del ataque de ansiedad por su enfermiza manía de conjuntar. Lo había conseguido. Un año después de su fracaso y su apoteósica borrachera, se había graduado en Leyes por la Universidad de San Diego, y aprobado con una nota bastante decente el examen que le permitiría ejercer el Derecho. Fue tercera en la lista de notables gracias a los calcetines de su correspondiente día. Así que, si pretendía tener el mismo éxito celebrándolo por todo lo alto en casa de su hermana, más le valía encontrar aquellos grabados con la ese de «sábado», «Superwoman» o «santo Dios, qué nerviosa estoy».

Sobre todo eso último.

No recordaba la última vez que sus padres habían organizado una fiesta para celebrar sus éxitos. Quizá porque jamás lo hicieron. Solo se esforzaron con los globos de colores y la tarta de arándanos cuando Aiko se estrenó como socia mayoritaria en su bufete de abogados, Aiko consiguió graduarse cum laude en la facultad, Aiko anunció que estaba saliendo —y en serio— con su actual pareja y, en general, Aiko había hecho algo, como, por ejemplo, limpiarse el culo con la mano izquierda. Estaba innovando; era toda una pionera en el arte de los zurdos. Los Sandoval debían estar ahí para prorrumpir en aplausos.

Era importante no tomarse muy en serio a Mio —ni a sus pensamientos— cuando tocaba reunión familiar, porque Miss Subconcious, esa choni rencorosa que toda mujer tenía en su interior, salía a relucir. Desde que Mio se marchó a San Diego para probar suerte en otra facultad y volvió para acomodarse en el apartamento de su hermana y su novio, las visitas de mami eran pruebas de fuego que descontrolaban su vena impaciente. «Estás más delgada» —¿Perdona? ¿Es que antes estaba gorda?—, «estás más gorda» —oh, bueno, gracias, pensaba que solo estaba llena de encantos—, «a ver si te arreglas un poco el pelo» —¿Olvidaste que tengo un agaporni? Esto solo es un nido para intimar con él—, y un sinfín de comentarios sin maldad que solamente Otto, su prima menor, sabía responder con la mordacidad que merecía. Pero Otto no podía ayudarla a sobrevivir. Aparte de que vivía en Barcelona, estaba en periodo de exámenes finales, dándose golpes en la cabeza con su manual de Derecho Romano y llorando por las esquinas. No tenía tiempo de hacer un viaje de cambio de escala para darle una palmadita en la espalda.

Sin embargo, Mio estaba contenta. Por fin lo había logrado. Tampoco es que la satisfacción la inundase, porque podría haber salido mejor. Podría haberle salido como Aiko, y así, el ático a orillas de Sunny Isles Beach, la matrícula de honor de su nombre que había en el despacho en Leighton Abogados, y el rubiazo espectacular que se paseaba por la casa como si fuera dueño del universo, serían suyos... pero bueno, por lo menos tenía una carrera universitaria.

Siendo la verdad dicha, a Mio le daban vértigo las alturas, odiaba la playa por haber proliferado las pecas en sus mejillas, y Marc Miranda, novio oficial de Aiko desde hacía año y medio, le imponía demasiado para atreverse a respirar cerca de él. Pero aun así, le habría gustado tener las tres cosas. Debía ser muy satisfactorio poder decir que Marc la miraba como si fuera una mujer, no un tarro de pepinillos envasado al vacío.

Que nadie se confunda aquí. Marc le interesaba lo mismo que la Fórmula 1 —nanai de la China—: la delirante obsesión de Mio por conquistar a los hombres que rondaban a Aiko empezó y seguía continuando con Caleb Leighton. Pero nunca estaba de más suplicar que un buenorro te concibiera como algo mejor que latas en conserva. No podía evitar victimizarse observando cómo Marc ponía la mesa, haciendo de yerno perfecto. Era el perfecto chico de calendario incluso con unos vaqueros y una camiseta desgastada.

—¿Necesitas ayuda? —le preguntó ella, estudiándolo con atención.

Marc le dirigió una sonrisa secreta. Guiñó un ojo.

—Jamás. ¿Y tú?

La pregunta no era mera cortesía. Marc se había acoplado a suficientes almuerzos familiares para saber en qué consistía la relación con sus padres. Nunca lo dijo en voz alta, quizá porque esa era su regla número uno: ser un encantador misterio con muchas más virtudes de las que dejaba entrever… Pero Mio sabía que estaba de su parte.

—Estoy segura de que sí.

—No te preocupes —dijo él, terminando de alinear los cubiertos—. Soy el mejor defendiendo a la gente.

Mio le dedicó una sonrisa de agradecimiento y obedeció la señal que le hizo hacia el salón. Le estaba dando la oportunidad de huir del grupo mientras pudiera, hasta que no quedara otro remedio que enfrentarlos. Se levantó, suspirando de alivio, y corrió a ocultarse en la sala contigua.

En realidad, él único motivo por el que había aceptado a protagonizar aquel almuerzo en casa de su hermana, era Perro. Y Perro no era un perro, de ahí su inicial en mayúscula: era un perico de plumaje azul. Aiko lo bautizó así para criticar el hecho de que sus padres no le permitieran tener un shiba peludo. Este rencor hacia los Sandoval, haters del canis lupus, originó el famoso chiste que de vez en cuando se repetían: «¿Para qué quiero un pájaro si Mio ya tiene suficientes en la cabeza?».

Lo peor era que a ella misma le hizo gracia.

Mio quería a Perro, y como para no. Era un perico agradable y cantarín… al menos con ella. No como su agaporni propio, Noodles, que vivía fuera de la jaula y no podía dormir si no se hacía bolita en su hombro, pero seguía siendo precioso, suave... Y el único en la familia que no la juzgaba por tener una media inferior a nueve sobre diez.

Mio sacó a Perro de su encierro y dejó que jugara con sus pendientes largos. ¿Se habría propasado eligiendo vestuario? «Nunca se va demasiado zorra», decía Otto. Pero ella no quería ir zorra, sino elegante, un gran problema porque a Mio le gustaban las faldas cortas. Pensaba que le quedaban bien. De todos modos, la ropa no era lo importante, sino los: «¿por qué no has sacado un diez, Mio?», «podría haber estado mejor, teniendo en cuenta que pagaste el BAR dos veces», «estás más cerca de los treinta que de los veinticinco, ¿y todavía no te sabes poner colorete?». Ese era un buen resumen de sus defectos, a los que debía dar la razón. Por culpa del exceso de maquillaje, tenía la cara del mismo color que el año pasado por esas fechas, y entonces, por lo poco que sabía, andaba bailando borracha en garitos.

—Noodles te echa de menos. Debí haberlo traído para que pasarais el rato juntos —le dijo al pájaro, que le respondió trinando—. Pero qué carismático eres, contigo sí que se puede tener una conversación. Si es que eres como tu dueña. Tu amigo Nood no puede ser más tonto. Todavía se choca con los cristales. Un día se va a quedar como Voldemort, con el pico metido para dentro... ¡Eh! —exclamó, al ver que Perro pasaba de largo y volaba lejos de su dedo índice—. ¡Te estoy hablando! ¡Ven aquí ahora mismo!

Mio se giró empuñando el fli-fli, ese botecito con aplicador para echar agua cuando los pájaros se portaban mal. ¿O era fli-flis? ¿Flu-flú? ¿Fuchi-fuchi? Eso sonaba japonés. ¿Fiu fiu? No, eso era lo que decían los viejunos a las jovencitas cuando paseaban en bañador. Las derivaciones para referirse al arma eran lo de menos. No podía castigar a Perro por haber elegido otro árbol, porque el hombre que acababa de entrar en la habitación estaba macizo como un roble.

«Esa comparación ha sido buena».

«Gracias, Miss Subconcious. Saca lo mejor de mí».

Bueno, eso no era del todo cierto. Caleb le sacaba las mejores comparaciones, y también hacía que le chorreasen las manos de los nervios como si fuera eso las cataratas del Niágara, y eso no era ninguna virtud. Con toda el agua que transpiraba cada vez que se reencontraba con él, le sobraba para crear un manantial y patentar su propia marca de botellas.

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