Eleanor Rigby - Desvestir al ángel

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Dicen que no hay mayor ciego que el que no quiere ver…Pero si ser la segundona de dos hijas tiene algún aspecto positivo, Mio aún no se lo ha visto, y ganas para descubrirlo no le faltan. Sin embargo, ni vivir bajo la sombra de Aiko Sandoval, ni sufrir los favoritismos de sus padres, es comparable a llevar toda la vida enamorada del hombre que suspira por su hermana. Debería haberse dado por vencida sabiendo que no tiene posibilidades, pero un nuevo puesto en el bufete de abogados en el que trabaja se presenta como la perfecta oportunidad de llamar su atención; aunque no lo haga de la manera más… ¿cómo diría?, políticamente correcta. Se dice que Caleb Leighton se refugia en el trabajo para proteger su corazón roto: el amor de su vida ha anunciado su inminente matrimonio, y con nada más ni nada mejor que con su peor enemigo. Lo último que necesita en esas condiciones, es contratar a una mujer alocada que podría poner patas arriba su negocio, lo único que ahora le importa. Pero él también tiene sus debilidades… y razones secretas por las que quiere tenerla cerca. Lamentablemente, no tarda en arrepentirse cuando una serie de rumores propiciados por ella le ponen en una situación comprometida. ¿Aprovecharán la retahíla de mentiras que circulan por el bufete para decir sus verdades, o dejarán pasar la oportunidad?

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Uno de los tipos silbó.

—Chaval, ¿no ves que no es ninguna niñita para que la tengas que recoger antes de medianoche? Fíjate en las bragas que se pone... Eso solo lo lleva una mujer. ¿Por qué no las lanzas para ver quién las coge, nenita? Como los ramos de flores en las bodas.

Mio agradeció la idea con un guiño, mientras que el rincón de Caleb se iba oscureciendo cada vez más y más, como en los dibujos de anime. Le lanzó un último aviso, en formato mirada ojerosa: «no te atrevas a hacerlo, Mio». Pero ella se atrevió..., y tanto que se atrevió. Sacudió el tanga como un pañuelo rojo delante de un toro, como la mediadora en las carreras de motos ilegales, como las chicas del round en el boxeo, que se lucían con sus tops deportivos y sus paseítos en tacones.

Antes de que pudiera soplar para que cayera sobre alguno de sus fans, unos brazos la agarraron por las piernas. Mio se golpeó el estómago con un hombro muy duro. Sintió unos dedos en el trasero que intentaban cubrir su desnudez sin mucho éxito.

—¡Yo me follaba ese culo! —rio uno de ellos.

—Repite eso y te juro que te arranco la cabeza —retó su captor, temblando de furia. Mio sintió el pecho de Caleb vibrar contra los muslos, y enseguida, su propia rabia cortándole la respiración.

—¡¡Caleb!!

Le golpeó la espalda para afianzar sus órdenes, sin ningún éxito. Caleb la sacó del bar siguiendo la ley del mínimo esfuerzo. Ya imaginaba que a un tío de metro noventa y cinco no le supondría un gran sacrificio cargar con un saquito de huesos veinte centímetros más bajo, pero fue igualmente denigrante que no pudiera hacer nada para zafarse de él.

—¡¡Bájame ahora mismo!! ¡Capullo de mierda! ¡¡Socorro!! ¡¡¡Soco...!!!

Abrió los ojos como platos al recibir un fuerte azote en el cachete. El golpe resonó entre las paredes de la calle como la correa de una fusta.

Mio descolgó la mandíbula, sin poder creérselo, y se quedó muy quieta mientras masticaba toda la rabia. El pequeño hijo de puta —que de pequeño no tenía nada, y en realidad, su madre tampoco tenía la culpa— la soltó como a un animal en medio de la acera, justo delante de su coche.

En cuanto se miraron a los ojos, Mio asimiló lo que había ocurrido.

—¡¿Me acabas de pegar?!

—Y te estrangularía si pudiera —juró en tono beligerante. Señaló la puerta del Audi—. Ahora cállate de una puta vez y métete en el coche.

Mio hizo un mohín que se columpiaba entre el puchero y la mueca de desdén.

—No pienso ir contigo a ninguna parte... No eres nadie para sacarme de una fiesta por orden de mi hermana y tratarme como si fuera tu plumero. Arranca tu carcasa de mierda y vete a tomar por culo. Yo me quedo. ¡Y no tienes derecho a enfadarte! —añadió, apuntándolo con el dedo.

Un músculo palpitó en la mejilla oscura de Caleb.

—¿Que no tengo derecho a enfadarme? ¡Tengo la obligación de enfadarme! ¿Es que no eres consciente de lo que ha salido por tu boca ahí dentro, o de lo que estabas a punto de hacer?

—¿Qué he dicho? ¿Acaso te jode la verdad? Claro que no —se respondió—. A ti te da igual lo que yo diga. Solo soy la hermana pequeña, la pesada, la que os perseguía y os copiaba, la que os molestaba cuando queríais daros besitos detrás de un árbol...

—¿Qué diablos tiene que ver nuestra infancia con tu afán suicida? Mira, no tengo tiempo para este circo. Sube al coche y no me calientes más la cabeza.

Mio abría la boca para decir que podía meterse su glorioso e irrecuperable tiempo por el culo, cuando se fijó en que llevaba uniforme de trabajo. Traje sin corbata, gafas y ojeras de llevar horas dando vueltas al mismo caso. Estaba cansado y lo último que necesitaba era que ella se pusiera a gritar y rompiese a llorar en sus narices, pero había suspendido. Estaba suspensa y, para colmo, se había reencontrado con Caleb Leighton en términos lamentables después de casi un año.

No es que fuese simpático con ella. El noventa y nueve por ciento de las veces era cordial y distante. El uno restante se cabreaba tanto como esa noche. Hacía tiempo que Mio debería haber abandonado la esperanza de que le sonriera. O la abrazara. O tuvieran una conversación tranquila, sin exabruptos o tensiones. Pero era de esas chicas que vivían de sus sueños, y no podía dejar de fantasear con que un día la tratara como a Aiko.

Entre que en ese momento se sentía una fracasada, y que el mayor fracaso de su vida antes del Derecho se había presentado ante sus narices para humillarla, sentía que fuera a explotar. Era demasiado en una noche.

—Llevaba meses estudiando para el examen —confesó entre sollozos—. Aiko me dio todos sus trucos, me... me lo explicó todo cien veces, e incluso fui a la capital para asistir a una escuela de leyes que te preparaba el BAR... Y he suspendido. Me he quedado a un punto de la C, a un solo... Un solo punto.

Se abrazó a sí misma y escondió la nariz.

—¿No puedes dejar que me sienta mal a solas? ¿Que me regodee en mi miseria sin espectadores?

Los ojos de Caleb centellearon.

—No, no puedo dejarte. Nunca —espetó, con especial vehemencia. Mio no captó la ligera inclinación a la vulnerabilidad en su tono—. Y a mí me ha parecido ver a varios espectadores ahí dentro.

—Pero ellos no son tú.

—¿Te refieres a que yo no soy un predador sexual al acecho? ¿A que yo no te estaba pagando chupitos para violarte una vez cayeras desmayada? Porque en eso estamos de acuerdo.

Mio estaba demasiado sumida en su propia desesperación para entender lo que decía.

—Me refiero a que tú eres… eres perfecto.

Él se estremeció.

—¿Es ironía? ¿Lo dices por lo que he soltado antes sobre la madurez? Claro que no soy perfecto, joder. Estoy muy lejos de eso. Y si necesitabas consuelo, podrías haber ido a verme. —Vaciló y tragó saliva—. O a tu hermana.

—¡Claro que no! ¡Eres la última persona a la que acudiría!

Caleb desvió la mirada.

La odiaba tanto que no la podía ni ver.

—Ya sé que no soy el mejor consolando a nadie, pero esos capullos tampoco iban a hacerte sentir mejor, ¿sabes?

—No hablo de eso, sino… —Jadeó, llorosa—. Tú ya eres abogado, Cal. Siempre has tenido las mejores calificaciones, has sido el becario y junior estrella, y ahora diriges un bufete de renombre. Eres un triunfador, tanto tú como Aiko. No quería que ninguno de los dos me vierais así, ni que supierais que he fracasado. No he aprobado, no tengo nada. No es justo que hayas venido tú, porque no puedes entenderme.

—Repito que la maldita solución a tus problemas no es quitarte las bragas delante de un grupo de desconocidos. Se estaban frotando la polla mientras bailabas, Mio, por Dios. —Dio un paso errático y la cogió del brazo, por si el contacto resultara más efectivo a la hora de despertarla—. ¿Tienes idea de lo que podría haber pasado?

Mio levantó la barbilla y lo miró con los ojos tan abiertos como se lo permitía el sueño, la tristeza, la decepción... Y la esperanza. Nunca perdía la esperanza, jamás.

¿Era preocupación lo que había en su semblante, o seguía paranoica?

—Que no habrías venido a por mí y me habría pasado otro año sin verte —probó, perdida en sí misma—. Te echo de menos, ¿sabes?

Lo sintió tensarse. Por un momento pareció que iba a responder, pero volvió a sellar los labios.

—Métete en el coche. No me gusta que estés medio desnuda en una acera.

Su rechazo radical al deseo de expresar cómo se sentía le hizo daño, y como hacía casi siempre, se disfrazó de energúmeno para protegerse.

—No estaría desnuda en medio de ninguna acera si no me hubieras sacado a rastras del bar.

Caleb se plantó delante de ella con solo un paso.

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