—¿Es que no me escuchas cuando hablo? ¡Estabas en medio de un grupo de violadores! —gritó, por fin perdiendo los nervios—. Si lo que buscabas era que te manosearan por turnos, yo mismo te meteré de nuevo ahí dentro, pero me decepcionaría mucho que eligieras esa opción. Pensaba que querías ser como tu hermana, no que planeabas convertirte en una imprudente moviéndole el culo en la cara a todo el mundo para llamar la atención.
Zas. O casi zas. Caleb debió haber visto venir la bofetada mucho antes de hacer su comentario, porque se retiró justo a tiempo. Estaba segura de que era un golpe merecido, pero él no lo dejó correr. La agarró por los hombros y tiró de ella hasta meterla en el asiento del copiloto. Mio se resistió a su empuje durante casi un minuto de reloj, lo que significaba que Caleb no se estaba esforzando demasiado; si él quisiera podría partirle el cuello con dos dedos, ni hablar de su facilidad para encerrarla en el Audi. De todos modos, lo consiguió, y bloqueó la puerta con las llaves del coche para que no escapara.
Mio contuvo el aliento durante los segundos que siguieron. No se atrevió a mirarlo. Si lo hacía, le apuñalaría con el aro del sujetador por insinuar que era una zorra. O le pediría perdón por haberse atrevido a pegarle. Ella, golpeando a Caleb Leighton... Bueno, en realidad lo hizo muchas veces cuando eran niños. Y no tan niños. Se había comido hostias como panes, el pobre. Tanto que Aiko tenía que ir a separarla. Pero esa vez era distinto.
Observó por el rabillo del ojo cómo arrancaba el motor y se remangaba la americana para empujar la palanca. Caleb la miró de soslayo, aún tenso, y pisó el acelerador. Utilizó un instante fugaz para echar un vistazo a Mio, que se sintió atrapada entre aquel abanico de pestañas negras. Intuyó un brillo especial en sus ojos.
—Se acabó —concluyó él. Mio notó el peso de una tela sobre las piernas; su tanga—. No pienso cuidar más de ti. Ni por orden de Aiko, ni por orden de nadie. ¿Quieres comportarte como una suicida? Adelante. Ya no es mi deber aparecer en el último momento para ayudarte.
Mio se giró para encararlo con renovada energía negativa.
—Deja de actuar como si fueras un héroe y no pudiera vivir sin ti —resolvió, mucho más dolida que molesta—. No te necesito.
—Claro que no —gruñó—. Necesitas un jodido psiquiatra.
Pisó el acelerador de golpe, haciendo que Mio rebotara contra el respaldo.
—¿Por qué me tienes que tratar así?
—¿Es que no te das cuenta de que lo tuyo no es normal? —bramó él, sin despegar la vista de la carretera. Cambió a segunda como si la palanca le hubiera hecho algo—. No quiero hablar más. Esto se ha terminado. Me desentiendo de ti.
Mio se quedó helada. Se desentendía. Se desentendía de sus apariciones estelares en momentos de máxima tensión: únicas circunstancias en las que lo veía, aparte de reuniones familiares que se celebraban en fechas clave, como cumpleaños, aniversarios y fiestas nacionales. No me malinterpretéis: no es que Mio armara escándalos y arriesgara su integridad para que Caleb fuera a buscarla. Nunca lo molestaba adrede, ni lo haría sabiendo que ya lo ponía a rabiar sin querer. Imaginaba que, como pusiera todo su empeño en sacarlo de sus casillas, directamente le provocaría un infarto. Y no quería que Caleb Leighton se terminara.
Pero se acababa. Él lo había dicho.
Se acababa la escasa y triste relación que les unía, que, por escasa y triste que fuera, al menos le proporcionaba unas cuantas horas con él de vez en cuando. Y se acababa en cuando aparcase delante del edificio.
Nunca deseó con tantas fuerzas que un trayecto se hiciera eterno.
Estuvo repitiendo para sus adentros miles de rezos, suplicando no llegar nunca, hasta que el coche se paró. Se quedó quieta por costumbre. A él le gustaba rodear el vehículo para hacer el honor de ayudarla a salir, tan caballeroso como era cuando le apetecía. Pero es que, si hubiese querido contradecir su deseo, tampoco habría podido. Se había quedado atascada en el asiento. Y se quedaría en ese asiento para siempre, o por lo menos hasta que dijera que era una broma y todo estaba bien. El problema principal era que nunca hubo nada bien entre ellos, y que Caleb era más fuerte que ella. No le costó sacarla y guiarla al portal.
—No le digas a Aiko lo que ha pasado —acotó con voz queda, sin mirarla—. Yo no lo haré.
—¿Eso es en lo único que piensas, después de todo? ¿En no preocuparla?
A lo mejor no era el mejor momento para seguir buscándole las cosquillas.
—Buenas noches, Mio.
¿Buenas noches, Mio? Eso estaba por verse.
Ella se adelantó y lo inmovilizó con un abrazo torpe, que le envolvió desde la espalda. No le importó si parecía suplicar una disculpa o quedaba como una trastornada bipolar. Lo único que quería era que supiera que lo adoraba, a pesar de todo. Y él se estaba dejando, inmóvil como una estatua.
—No te enfades conmigo.
Lo sintió suspirando bajo sus manos temblorosas, entrelazadas sobre su pecho.
—No estoy enfadado.
—Pues decepcionado.
—Tampoco.
—Pues irritado. O molesto. O… Lo que sea. No te decepcionesirritesmolestes conmigo. Yo... y-yo... Tú sabes que lo siento.
—Sé que estás borracha, sensible y triste. Créeme, lo sé. Pero los demás también nos sentimos mal y no solo no nos dejas compadecerte, sino que nos atacas. Y… —Se quedó callado—. Da igual, Mio. Yo también lo siento, no te he tratado bien. Pero ya va. Se acabó.
La cogió de las manos para que lo soltara. Le costó un poco, pero al final lo consiguió.
—No puedo seguir así, ¿entiendes? —murmuraba—. Esto puede con mis nervios.
—Si es por lo que he dicho sobre perros falderos...
—No es por eso. Es porque te estás buscando la ruina constantemente y no puedo quedarme para verlo. Ni debo. No soy la persona paciente y comprensiva que necesitas, ni lo seré nunca. Tú me sacas de quicio y yo te hablo mal: llegará un momento en el que nos destruiremos del todo. De todos modos, no, no ayuda que me insultes.
Mio tragó saliva, intentando deshacer el nudo de la garganta.
—Cal, por favor… Y-yo solo lo he dicho p-porque estaba celosa —imploró, lagrimeando—. No te vayas así. Te he tratado regular por eso, porque yo solo... Quiero ser como ella, y... C-Cal, yo te quiero. Te quiero a ti.
Caleb se dio la vuelta y la miró de una forma que nunca le había visto. No como si se hubiera vuelto loca; esa era su expresión por antonomasia cuando ella estaba en su campo de visión. El cansancio existencial suavizaba su expresión, moldeándola hacia la peor de las resignaciones. Y no era una resignación indolora, porque se notaba que la situación le producía una tristeza infinita.
Lo vio negar con la cabeza sin dejar de mirarla con atención.
—No, Mio, no me quieres.
Lo aclaró con tal seguridad que Mio estuvo a punto de dudar de sus propios sentimientos. Ni se planteó rechazar su tesis, pese a su falta de argumentos. Así lo tuvo que ver dar la vuelta y volver al coche, como un resumen sin simbolismos de cómo perdía todo lo que quería y nunca tuvo. Todo lo que siempre escaparía de sus manos por no ser un poco más guapa, un poco más inteligente, un poco más responsable. Un poco más Aiko, a la que él nunca habría dado la espalda.
1
Los beneficios de escuchar detrás de las puertas
No es que Mio tuviera ningún trastorno obsesivo compulsivo, pero si no encontraba los calcetines del lunes y tenía que ponerse los del martes, entraba en pánico. Su forma de lidiar con ello era o no saliendo de casa, o haciéndolo con los zapatos a pelo. Por eso había sufrido una crisis épica en los últimos cuarenta y cinco minutos, llegando a levantar los adoquines del patio de casa de su hermana para encontrar las medias del día presente: el puñetero, soleado y escurridizo sábado. Eran las blancas que combinaban con su vestido preferido, uno lila muy similar al que Aiko llevó en su graduación.
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