Eleanor Rigby - Desvestir al ángel

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Dicen que no hay mayor ciego que el que no quiere ver…Pero si ser la segundona de dos hijas tiene algún aspecto positivo, Mio aún no se lo ha visto, y ganas para descubrirlo no le faltan. Sin embargo, ni vivir bajo la sombra de Aiko Sandoval, ni sufrir los favoritismos de sus padres, es comparable a llevar toda la vida enamorada del hombre que suspira por su hermana. Debería haberse dado por vencida sabiendo que no tiene posibilidades, pero un nuevo puesto en el bufete de abogados en el que trabaja se presenta como la perfecta oportunidad de llamar su atención; aunque no lo haga de la manera más… ¿cómo diría?, políticamente correcta. Se dice que Caleb Leighton se refugia en el trabajo para proteger su corazón roto: el amor de su vida ha anunciado su inminente matrimonio, y con nada más ni nada mejor que con su peor enemigo. Lo último que necesita en esas condiciones, es contratar a una mujer alocada que podría poner patas arriba su negocio, lo único que ahora le importa. Pero él también tiene sus debilidades… y razones secretas por las que quiere tenerla cerca. Lamentablemente, no tarda en arrepentirse cuando una serie de rumores propiciados por ella le ponen en una situación comprometida. ¿Aprovecharán la retahíla de mentiras que circulan por el bufete para decir sus verdades, o dejarán pasar la oportunidad?

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Pero claramente estaba enfadado, como casi siempre que la cazaba haciendo algo que dejaba mucho que desear. Aunque, ¿quién decía que su comportamiento estuviera mal? Ella sí que estaba mal. Al carajo sus sueños, al carajo su esperanza de parecerse un poco más a su hermana Aiko, al carajo su deseo de trabajar en el bufete de abogados de Caleb… Al carajo todo. ¡Mejor! Así tendría más tiempo libre para seguir torturándose con el hombre inalcanzable.

Pensar en él la debilitó. Caleb no tenía por qué estar allí. Era la última persona a la que quería ver allí. Hubiera preferido enfrentar el dulce abrazo de la muerte. Sí, quería morirse. Que se la comieran las hienas. No servía como abogada: su suspenso lo aseguraba. Y eso significaba que no servía para nada, porque no quería ser ninguna otra maldita cosa.

Miró a Caleb con seriedad y apoyó las manos en la barra, quedando a cuatro patas. Ni se dio cuenta de la sugerente postura, ni de lo inconveniente que era dada la compañía. Él la anulaba como mente pensante. Le derretía el cerebro, la condenaba a nadar en un charco de hormonas, hacía que le ardiera la piel sobre la que posaba sus ojos… Lo que se dijera en esos casos. Las gafas negras de pasta deberían restar fuerza a su mirada de jade, pero tenía el mismo doloroso impacto que una puñalada en el pecho. No lo veía bien a través de la neblina del colocón, pero sabía muy bien que escondía un tentador lunar justo en la comisura del ojo izquierdo, y un ejército escaso de pecas en los laterales de la nariz.

Su voz restalló como un látigo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? Baja de ahí ahora mismo y ponte el vestido en condiciones.

Mio frunció el ceño. ¿Había oído bien? ¿Le estaba dando órdenes? ¿Casi un año sin verlo, y lo primero que le decía era lo que debía o no debía hacer...?

«Bueno, Mio, lo primero que tú has hecho ha sido imaginarlo en bañador».

«¿Y qué pasa, subconsciente, se te ocurre algo mejor?».

«No, en realidad no».

—Mi vestido está en perfectas condiciones, le gusta cubrir lo justo y necesario.

Caleb levantó las cejas con esa ironía punzante que a veces le dolía.

De acuerdo, ese «a veces» era sustituto relativo de «siempre».

—¿De veras crees que está cubriendo algo? Te he dicho que bajes. ¿No te das cuenta de que te estás ridiculizando?

—¿Ridiculizando? —repitió, sintiendo cada una de las letras escupidas. Solo él podía hacer eso: partirla en dos con cualquir desprecio, por sutil que fuera—. Bájate tú de tu pedestal de superioridad, y ya de paso vete a la mierda. Yo estoy muy cómoda con mis nuevos amigos.

—Ya has oído a la señorita. Está de nuestro lado...

Caleb apoyó la mano en el hombro del que habló. Mio no apreció la fuerza con la que lo apretó, pero fue suficiente para que el tipo se doblara al lado.

—Cierra la jodida boca, ¿vale? —le animó con voz engañosamente dulce. Después levantó la barbilla para mirar a Mio, que acababa de ponerse de pie entre tambaleos. No estuvo preparada para su mirada directa, tan verde como la absenta que llevaba horas ingiriendo. Y mucho más letal—. No me hagas repetírtelo, Mio.

—Peleas de novios... Siempre igual —masculló uno—. Nunca falta el que viene a rescatar a la que no quiere ser rescatada. Mejor vamos por donde íbamos... ¿Vas a quitarte el tanga o no?

—Ni se te ocurra —amenazó Caleb, dando un paso hacia delante.

Mio lo retó con la mirada, mosqueada. Debió tener alguna significancia, porque su tensión muscular aflojó bajo la seria americana y probó de nuevo, esta vez con paciencia.

—Te estoy hablando en serio. Por favor, no me lo pongas difícil. Tengo mucho trabajo esta noche, no quiero pasarla peleando contigo.

—¿Y para qué has venido? —espetó ella a la defensiva—. ¿Cómo sabías dónde estaba?

—No lo sabía. He tenido que patearme todos los bares en diez kilómetros a la redonda. Llevo una hora buscándote.

Sonó tan cansado que ella se sintió una auténtica hidra. Con sus tres cabezas y todo. Luego recordó que nadie le había llamado, y que le acababa de soltar que era ridícula.

Se cruzó de brazos.

—Yo no te dije que vinieras a buscarme.

—Me lo dijo Aiko. Está preocupada por ti.

Ni medio litro de alcohol en el estómago pudo amortiguar el dolor. Por supuesto que se lo había dicho su hermana. Si Aiko no descolgaba el teléfono y entonaba sus porfavores, Mio podría aparecer al día siguiente en una cuneta; si no desmembrada, al menos desnuda. Por Caleb, como si la despedazaban los perros salvajes del sur de África. Le importaba una mierda cómo estuviera. Lo que sí le preocupaba era cómo se sintiera su amor platónico.

—Pues claro que te lo dijo ella. ¿Por qué iría Caleb Leighton a perder el tiempo conmigo, la ridícula y pesada hermana pequeña de su adorada Aiko?

Vio que entornaba los ojos, pero no le prestó ninguna atención y se dirigió a su público, que parecía muy entretenido con la escena. Recordó lo que su prima Otto le decía regularmente: «Regla número uno del millenial: haz de tus desgracias todo un circo para que al menos alguien saque provecho de ellas». Ambas eran las reinas haciendo locuras que enmascarasen sus desengaños.

—Si pensáis que esto es una pelea de novios, estáis muy equivocados. Este señor de aquí solo se preocupa por mí cuando su querida Aiko lo manda a rescatarme. Es su perro faldero. Le lamería las botitas si ella lo pidiese. Seguro que está cabreado porque le estoy quitando tiempo al lado de su adorada, perfecta y preciosa Kiko, que lo recibirá con una palmadita en la cabeza. —Alargó el brazo y le revolvió el pelo a Caleb como si fuese un perro—. ¡Misión cumplida! ¡Qué bien lo has hecho, lassie...!

Él la miraba con la mandíbula desencajada.

—¿Con qué te paga cuando vuelves? ¿Te da galletitas sin azúcar?

Por sus ojos verdes cruzó una sombra de decepción que ella no supo apreciar.

—¿Te deja dormir en su camita?

—Basta ya, Mio —cortó, furioso—. Tienes una edad para volcar tus frustraciones sobre los demás. Sea lo que sea que te haya salido mal, yo no soy tu saco de boxeo.

—¡Y yo no soy ningún saco de mierda para que me hagas sentir así con tu condescendencia!

—Deja de ponerte a la defensiva. Nadie está intentando hacerte sentir de ninguna manera, pero te estás buscando una buena haciendo gilipolleces de este estilo.

—¿Beber en un bar es hacer una gilipollez? Ah, claro, supongo que por eso todo el mundo es gilipollas menos tú. Tú eres el más responsable, centrado, inteligente y maduro del universo.

—Más maduro de lo que tú estás demostrando, desde luego. Respétate un poco y baja de ahí. No voy a decírtelo más.

—¿Me estás llamando inmadura?

—No le hagas ningún caso, cerecita —exclamó un tipo—. Aquí todos los encantos de tu personalidad van a ser muy bien valorados, empezando por lo que hay debajo de tu falda…

Caleb lo calló de una sola mirada fulminante.

—Si no cierras la boca…

Pero el que la cerró fue él mismo, cuando observó que Mio iba a concluir el desafío entregando una prenda. «Respétate un poco», le había dicho. ¿Qué clase de héroe denostaba y rompía el corazón a la princesa cuando iba a su rescate? Solo de pensar en la penosa idea que tenía de ella, se vino abajo. Y la única forma que se le ocurrió de elevarse, fue complaciendo a los que la estaban apoyando.

Se agachó para que los espectadores no vieran cómo metía los pulgares entre las tiras del tanga. Lejos de la constricción de sus caderas, permitió que descendiera lentamente por sus largas piernas. Aterrizó en los tobillos, aunque no permaneció ahí mucho tiempo. Mio tomó la pieza de tela y la levantó entre los dedos índice y pulgar, sacudiéndolo en las narices infladas de Caleb.

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