1 ...6 7 8 10 11 12 ...30 Mio se mordió el labio. ¿Estaban discutiendo por ella? Eso era nuevo.
—No está cualificada para meterse en el despacho de una socia con amplia experiencia laboral —atajó Caleb enseguida—. Debería empezar como una júnior más, igual que el resto de aspirantes de Miami.
«Pues es verdad».
—Tú y yo tampoco estábamos muy cualificados cuando empezamos. Teníamos un par de años de experiencia y nada más. Y, por Dios, somos una firma privada. Nos caracteriza haber empezado tan jóvenes. Podemos meter a quien nos dé la gana mientras pueda ejercer. Vas a tener que buscarte otra excusa.
Un silencio. Un murmullo.
—Sabes muy bien por qué no la quiero revoloteando por allí, pero si no te vale con ese motivo… Te diré que es incoherente, porque ella no puede coger tus clientes sin más y ponerse en tu lugar sin ninguna experiencia. Además de ser necesario —añadió—. Vas a resolver tus casos desde casa, los pocos que te quedan, nadie tiene que hacerte el trabajo sucio… y yo no necesito ayuda.
—Caleb, no digo que ella vaya a hacer lo mismo que yo.
—Entonces, ¿cómo la vas a meter en tu estudio? Por Dios, Aiko, ¿es que no piensas? ¿Cómo vas a explicar que le den un despacho a la hermana de la socia, si no es por favoritismos? No me he partido la cabeza durante toda mi vida para ahora entregarme a las indulgencias y convertir mi bufete en una secta a la que se accede por invitación. Lo último que quiero es dar imagen de que es más importante ser amigo del gerente que esforzarse por una recompensa.
»Y no es por nada, pero Julie merece un ascenso. Si alguien debe quedarse tu silla, será ella. No voy a darle a la nueva un puesto que no se ha ganado ni por antigüedad, ni por experiencia, ni por méritos propios. Entiendo lo que quieres hacer, pero por favor, mantengamos las cuitas familiares lejos del trabajo, ¿de acuerdo?
Aiko no pudo decir nada. Mio tampoco podría haber replicado. Si es que tenía más razón que un santo.
—Sigue siendo mi despacho, y siguen siendo mis clientes —refunfuñó—. Puedo transferir a los nuevos a quien me dé la gana.
—¿Vas a transferir clientes que vienen buscando a la gran Aiko Sandoval, a una chica que aún no ha puesto un pie en el estrado? Kiko, no quiero ser cruel. Entiendo que quieras darle una oportunidad a Mio. Se la merece después de todo. Pero el bufete es lo más grande para mí —resolvió con honestidad—. Es todo lo que tengo ahora mismo. Necesito gente que pueda defender mis principios y mi profesionalidad, no que eche todos mis lemas por tierra accediendo por recomendación.
—Entonces contrátala como adjunta. Contigo aprenderá muchísimo.
Caleb masculló algo.
—¿Sigues sin enterarte de cuál es el problema? Aiko, no la quiero allí por muchas razones, y no puedes resolver ninguna de ellas. ¿Adjunta? Es solo lo que me faltaba para desquiciarme. ¿Se te ha olvidado lo que ocurrió el año pasado, y el anterior, y cada día de mi vida que hemos compartido habitación? No quiero numeritos infantiles. Y no me digas que ha cambiado, porque no me fío. Ella siempre ha sido así.
Joder, lo que acababa de decir dolía como el infierno, especialmente porque no estaba mintiendo. Mio reconocía sus errores, y lo que ocurrió durante la noche de su primer suspenso —entre todas esas veces que lo sacó de quicio, mencionadas de corrido—, no tenía perdón. Se burló de sus sentimientos por Aiko, intentó golpearlo cuando vino en son de paz... ¿En qué estaba pensando? Cal era un hombre muy introvertido al que no le gustaba hablar de sus sentimientos, y ella iba, con todo su genio alcoholizado, y lo llamaba lassie. Normal que no le quisiera dar una oportunidad.
—Haz lo que quieras —declaró Aiko, en tono mordaz—. Pero esperaba más de ti, Caleb. Pensaba que eras más profesional que tus recelos hacia una persona a la que has visto crecer, y que se supone que te importa.
—No empieces a chantajearme.
—Si el zapato te encaja, Cenicienta, no es ni chantaje ni manipulación: es la verdad que no quieres asumir. Al final no eres tan justo y racional. Te dejas llevar por tus emociones tanto como los demás.
Caleb soltó una risa profunda, ronca y oscura, que desnudó a Mio de piel.
—Créeme, Aiko. Si me dejara llevar por mis emociones, para empezar, habría destrozado la cara de tu novio en cuanto ha empezado a provocarme. Y siguiendo por ahí, tu hermana no estaría sentada a esa mesa en la que no han hecho otra cosa que despreciarla.
Mio tragó saliva.
—Si tanto te molesta que la desprecien, ¿por qué me has dejado sola defendiéndola? —Fue como si viera a su hermana cruzándose de brazos—. ¿Por qué la desprecias tú mismo?
—Porque se tiene que defender ella —espetó, enfadado—. Igual que ella tiene que demostrar que quiere trabajar con nosotros, no aceptar un puesto que le has tirado a la cara por vacilar a tu madre. Igual que ella debe merecer que no me tenga ni que pensar incluirla en plantilla. Por lo pronto, no ha hecho nada que demuestre que es responsable y seria, y eso no tiene nada que ver conmigo despreciándola. Como empiece a señalar hechos objetivos por los que lo pienso, me quedo solo.
Mio retrocedió con el corazón en la boca al oír el chasquido del cerrojo. Sin embargo, no acabó allí la conversación. La continuaron en voz baja, y le fue imposible escuchar.
«¿Debería ir buscando una silla? ¿Palomitas? ¿Grabo audios y se los mando a Otto, a ver qué dice...?». No, debería marcharse a casa.
—Tú siempre estás diciendo que hay que comprenderla —decía Aiko—. Dale una oportunidad, Cal. Ella no te decepcionará. Una cosa es cómo se maneje en su vida personal, y otra cómo trabaje. Tú eres el primero que diferencia entre ambas y admite que ser un desastre con las mujeres no significa tratar mal a los clientes… entre otros ejemplos.
Mio se quedó en vilo, esperando el veredicto final de Caleb.
—Muy bien —se plantó él, tenso—. Tendrá su oportunidad, pero no tu despacho porque no quiero dar pie a cotilleos. Y me lavo las manos. Si Julie se queja...
—Te la llevarás a casa y te asegurarás de que se pasa la noche riendo, señor hay-que-ser-profesional —se burló.
—Fuiste tú la que me dijo que me hacía falta un polvo después de echar a Delfino. Ahora no me jodas con bromitas, ¿quieres?
—Tranquilo, vaquero… Es solo que me sigue sorprendiendo, ¿vale? No pensé que buscarías el amor en la plantilla de abogadas mercantiles.
Mio tragó saliva, reconociendo el viejo y amargo regusto de los celos. Llevaba toda su vida celosa, envidiando a cada mujer que se acercaba a Caleb, pero se enteraba de sus historias en diferido, y las conocía solo por omisión. Aquella mención directa a la cama hizo que se estremeciera.
«Venga, ni que tú fueras virgen».
Se escurrió por el pasillo, con la espalda pegada a la pared. Pero... ¿A qué coño había venido eso? ¿Qué se creía esa gente, que podía negociar su futuro como si no tuviera opinión? Habían dado por hecho que aceptaría... Y sí, habría aceptado si no hubiese escuchado aquello. Caleb no la quería allí. Entonces, no pintaba nada. Aunque, por otro lado, se debía a que la consideraba una irresponsable, y quizá fuera su oportunidad de demostrar justamente lo contrario.
«No tienes que demostrar nada. Que le jodan. Por puto».
Vamos, ella también tenía derecho a cabrearse, ¿verdad? ¿No?
Suspiró y se dirigió al salón, justo al cuadrante donde se olvidaban de la jaula de Perro. El perico estaba dentro, dando vueltas y piando como loco, deseando salir. Mio abrió la puertecilla, aún con la nariz arrugada, y se recluyó en una esquina del sofá con el pájaro entre las manos. Se lo acercó a la cara y examinó su plumaje con cuidado, como si quisiera encontrar respuesta a sus miserias en los huecos de sus alas. Ni se dio cuenta de que sus padres andaban cerca. No quería afrontar una regañina por haber molestado a su hermana.
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