Roberto Merino - Por las ramas

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Este es un libro sobre naturaleza, paisaje y animalidad. En
Por las ramas Merino nos muestra un tipo de locación levemente distinto al que fijó en libros anteriores, como en
Todo Santiago y
Pista resbaladiza. Aquí nos enfrentamos a un paisaje primordial o primitivo, incluso a veces inserto inesperadamente en la ciudad. El título es significativo porque da cuenta de una particular escritura. Lo que el autor hace de manera constante –en su obra y en la conversación informal– es precisamente irse por las ramas, desviarse para llegar a una particularidad. De este modo el texto pareciera oscilar como lo hacen los elementos de la naturaleza: el mar y su oleaje, los ríos y sus recorridos, los árboles y sus ramificaciones a veces modificadas por el viento. Estamos frente a un texto sobre la naturaleza y, ante todo, sobre las digresiones escriturales y temáticas de Roberto Merino.

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Uno de los pocos enemigos que he vencido en mi vida ha sido el insomnio, después de meses de batallas perdidas. Ahora ni siquiera alcanzo a retener las palabras de Matías del Río en el noticiario de la medianoche: a los dos minutos la realidad televisiva se me transforma en una majamama de sentidos cruzados, sobre cuya superficie empiezan a aflorar como borbotones las imágenes de la memoria remota, y eso es ya, de por sí, el benéfico, anhelado y profundo sueño.

Se sabe igualmente que los japoneses ponen en los árboles de los parques grabaciones de cantos de pájaros, los pájaros que la vida multitudinaria y ruidosa ha correteado. Sin duda es también una solución a un problema específico: una movida que une el pragmatismo a la melancolía.

Quizás estoy atrasado de noticias y las nuevas generaciones de japoneses no tengan idea de lo que estoy hablando. Las conductas de los pájaros son difíciles de adelantar, y además se trata de seres que se adaptan fácilmente a nuevas circunstancias, como esos arrendajos australianos que ahora incluyen en sus cantos imitaciones de alarmas de autos. Hace poco, un taxista me mostró con alegría –mientras estábamos parados en un semáforo– un pájaro movedizo en una vereda de Eliodoro Yáñez. “Es un ñildo”, me dijo, “hace tanto tiempo que no veía uno”.

Basta a veces un estanque artificial para que retornen bandadas de individuos volátiles que se creía extinguidos. Los pájaros pertenecen al más allá y al sueño, tanto como a las alturas del viento y a las polvorientas frondosidades de los parques.

[8 de diciembre de 2015]

PAJAREOS DE VERANO

En las películas policiales, cuando hay que ubicar a una persona súbitamente desaparecida, los detectives buscan primero que nada en los lugares en que esa persona proyectó declaradamente sus afectos o sus deseos. Generalmente se trata de lugares donde el afectado vislumbró que la felicidad era posible: la larga terraza con balaustradas de un balneario popular, una cascada oculta en un bosque, una cumbre sobre un valle vaporoso y gris.

En este momento pienso que, en el caso de desaparecer, deberían buscarme en la pajarera del zoológico de Santiago. Sin duda éste es de uno de los lugares favorables del mundo, una módica sustracción al ruido real en beneficio de una irrealidad abovedada, ornitológica y arbórea.

La pajarera en cuestión nos brinda una experiencia muy total: la de caminar entre las copas de los árboles. La caminata a esa altura es un ejercicio extraño, ajeno a la verosimilitud de nuestra vida diaria. El niño trepador de árboles está obligado, cuando alcanza la cima, a permanecer inmóvil. A diferencia suya, el visitante del zoológico puede desplazarse casi a voluntad como si fuera uno más de los habitantes del follaje, ya se trate de la ardilla voladora o del guacamayo. Solo los sueños nos proporcionan fugazmente una libertad parecida.

Yo tiendo a simpatizar con la gente que se fija en los pájaros. En Facebook, de repente, en medio de la batería de alegatos, victimizaciones e idealismos estridentes, alguien deja un maravilloso regalo impersonal: la foto un pequeño pájaro corriendo por la arena húmeda de la playa, un video con el vuelo de un cóndor patagón, que es en sí mismo el sincretismo de las grandes distancias.

Los ingleses inventaron el bird watching , que no calificaría como deporte sino más bien como actividad ociosa y gratuita. El observador de pájaros –o sapo– anda silenciosamente por los frondosos parques o los silenciosos campos en actitud sigilosa, caracterizado por sus binoculares, el sillín portátil y el manual descriptivo de las especies.

Existen también esas mesas-abrevadero que se depositan al fondo del jardín y que entre los pájaros concitan gran interés. Diría que nunca en Chile he visto artefactos de este tipo si no fuera por una señora que no puedo nombrar, amada por las loicas, los cometocinos y las chirigüitas de una localidad inubicable en el secano costero.

Hace cuarenta años en Chile no había observadores sino casi exclusivamente matadores de pájaros. Se los veía babeando boquiabiertos por cualquier campo armados de rifles a postones, en pose de cazadores, liquidando tencas porque sí. Me da la impresión de que eso ha cambiado. Mis hijos, que estuvieron recién de vacaciones en el sur, me hablaron de un artesano de Chiloé que armó su propio paseo aéreo: levantó una escalera y unió tres árboles mediante puentes de palo. Qué gran cosa: un aporte concreto al bird watching nacional, ajeno totalmente al estado de reclamo en el que solemos encontrar a artesanos y representantes de prácticas superadas por la tecnología.

[12 de febrero de 2009]

LA VERGÜENZA Y LOS TIUQUES

Pedro Mairal, el escritor argentino, consigna en una de sus crónicas situaciones que producen vergüenza o incomodidad. Una de ellas consiste en despedirse en la calle de alguien con quien se tiene poca confianza y descubrir después que esa persona va en la misma dirección que nosotros.

La vida cotidiana está llena de malos entendidos de esta índole. Me ha pasado encontrarme por casualidad con un tipo del pasado que no ofrece para mí el menor interés, y sin embargo quedo atrapado en una conversación general, evasiva, monótona. Puedo darme cuenta también de que yo mismo soy para mi interlocutor un recuerdo molesto. Y ahí seguimos manteniendo una comunicación espuria sobre las edades de los hijos, últimos trabajos, estado civil y proyectos de cada uno.

En un momento el otro mira el reloj y dice “bueno, viejo, un gusto, me tengo que ir al trabajo”. “Ah, yo también estoy atrasado”, le digo para quedar al mismo nivel. Partimos hacia lados distintos bien apurados. Mi intención es dar una vuelta y volver al lugar a tomar un café en paz. Me quedo viendo unas vitrinas, espero un rato y al volver me doy cuenta de que el individuo ha vuelto también. Ambos fingimos un gesto de sorpresa alegre, intercambiando sonrisas estúpidas.

He contado mil veces que Joaquín Edwards Bello caminaba por el centro de Santiago con la mirada fija en el horizonte. Evitaba hacer contacto visual con los transeúntes para no quedar clavado en la modalidad santiaguina que él llamaba “el encuentro”. El encuentro con conocidos era una trampa merced a la cual quedaba a disposición de todo lo que el otro tuviera que contarle, partiendo por las enfermedades y terminando por la solicitud de algún favor literario o monetario.

No hay peores encuentros que los que se dan en el Metro. Aquí el tedio se refuerza con la angustia de tener que desarrollar una conversación en un vagón ruidoso y sobrepasado en su capacidad. Una digresión: los guardias del Metro ponen mucho celo en impedir que se suban a los carros cantores callejeros. ¿No es acaso mucho más molesta que cualquier canción la changanga de los televisores puestos en todas las estaciones? ¿Por qué se piensa que la gente no resiste un rato de relativo silencio y se le trata de meter en las molleras una publicidad insistente y gritona? ¿Qué es esto, un servicio, una necesidad, un negocio?

He dicho por ahí que he ido perdido con la edad el sentido de la vergüenza. En efecto, hoy me da lo mismo si me tropiezo en la calle o hablar solo en voz alta mientras me desplazo en medio de la población flotante de Providencia. He descubierto además que el mejor conjuro para que no nos hablen los locos es hacerse uno mismo el loco: un par de morisquetas bastan, o un movimiento espasmódico de la cabeza.

La vergüenza la perdí un día específico, hace algunos años: mis hijos eran chicos y les dije que sabía comunicarme con los tiuques que andaban en círculo sobre nosotros. “Haciendo bocina con las manos” lancé unos graznidos hacia las alturas mientras mis hijos se alejaban para que no los vincularan conmigo. Lo de los tiuques en todo caso es un agregado arbitrario, ya que mi amigo Antonio de la Fuente ha descubierto que cada vez que hablo de tiuques estas crónicas suben automáticamente de nivel.

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