Roberto Merino - Por las ramas

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Este es un libro sobre naturaleza, paisaje y animalidad. En
Por las ramas Merino nos muestra un tipo de locación levemente distinto al que fijó en libros anteriores, como en
Todo Santiago y
Pista resbaladiza. Aquí nos enfrentamos a un paisaje primordial o primitivo, incluso a veces inserto inesperadamente en la ciudad. El título es significativo porque da cuenta de una particular escritura. Lo que el autor hace de manera constante –en su obra y en la conversación informal– es precisamente irse por las ramas, desviarse para llegar a una particularidad. De este modo el texto pareciera oscilar como lo hacen los elementos de la naturaleza: el mar y su oleaje, los ríos y sus recorridos, los árboles y sus ramificaciones a veces modificadas por el viento. Estamos frente a un texto sobre la naturaleza y, ante todo, sobre las digresiones escriturales y temáticas de Roberto Merino.

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Inicialmente (1892) el edificio se llamó Comercial Edwards y perteneció a una señora Jaraquemada. Corresponde a un tipo de construcción prefabricada que tuvo su auge en la segunda mitad del pasado siglo. Por un motivo u otro se ha salvado de la acaballada picota santiaguina. La farmacia Benljerodt estuvo ahí durante décadas, proveyendo a nuestros abuelos de Cafrenales, Pilules Orientales, Específicos Benguria, Vitalmín Vitaminado y otras extravagancias. De un día para otro, la socorrida botica se diluyó en la noche de los tiempos. Una sucursal de la cadena Santos –“el santito de su economía”– se estableció fugazmente en su lugar, antes de la quiebra, con su llamativa pirámide de tarros de Leche Nido.

Al margen de la digresión farmacéutica, interesa el arquitecto: su nombre es Eugenio Joannon. El destino quiso que abandonara su Francia natal antes de cumplir los treinta años para embarcarse a Chile. El presidente Balmaceda –avalado por la fortaleza del peso– trajo por esos días a “una pléyade” de jóvenes arquitectos europeos para que se hicieran cargo de la modernización de la ciudad. Neut y Doyere vinieron en la hornada.

Joannon llegó por tres años y se quedó hasta su muerte, a los setenta y cuatro. Esto, a pesar de que su contrato fue caducado el mismo día en que Balmaceda se descargaba un balazo en la sede de la legación argentina. En Chile se casó dos veces. Primero con Clarisa Krell, joven alemana que conoció en el viaje de venida, y de la cual enviudó al poco tiempo; y luego con Rebeca Infante Gana, con quien dejó una larga familia de arquitectos.

Las palomas –tradicional o majaderamente vinculadas a la paz– tienen peculiaridades perturbadoras. Por de pronto, su cabeza y su cuerpo no funcionan con la coordinación del resto de los mortales. Obsérveselas cuando caminan con su habitual parsimonia: la cabeza se les adelanta o se les atrasa y deben hacer constantemente movimientos de ajuste. Hay personas que tienen con ellas fijaciones psicoanalíticas. Dicen que suelen anidar gusanos en la corteza cerebral.

Al revisar hace poco los pisos superiores del edificio de la farmacia Bentjerodt para su remodelación, los obreros encontraron un cementerio de palomas. Sea como fueren los ritos fúnebres de estas aves urbanas, durante una veintena de años habían usado el edificio de Joannon para morir. El poeta Cristóbal Joannon, bisnieto de don Eugenio, anduvo investigando el caso. Solo pudo averiguar la medida exacta de palomas muertas que hubo que extraer del entretecho: tres camionadas.

Muy de su época, Joannon fue un arquitecto-ingeniero ecléctico. Sus obras tienen elementos barrocos, neogóticos, renacentistas. Defendió por escrito la utilización del hormigón armado en Chile a pesar del derrumbe de la Casa Prá, en 1904, en plena construcción. Escribió también un texto extraño ( Nociones de biología y psicología ), dedicado en parte “a mis hijos, cuando hayan alcanzado la edad varonil”.

De las numerosas edificaciones proyectadas por Eugenio Joannon, muchas quedan aún en pie. Destacan la iglesia de Santa Filomena, en el Barrio Bellavista; la parroquia de Ñu-ñoa, frente a la plaza homónima; la impresionante comunidad de las Hermanitas de los Pobres, en la calle Carmen; y la casa de la familia Ochagavía, en San Ignacio y Alameda.

[1997]

CANCHAS Y GALLOS

He estado pensando en canchas de fútbol. Yo solía ocupar la del Pedagógico en los dos años en que estudié en ese lugar. Fines de los setenta comienzos de los ochenta. La gente que me interesaba se congregaba o dispersaba en esa cancha, junto a una cerca de madera o por los deslindes del fondo donde el pasto seco crecía lo bastante como para que uno, al tirarse de guata al suelo, desapareciera de la vista de los profesores de cuyas clases nos ausentábamos. Cosas áridas de lingüística, de gramática sincrónica. Parafraseando a Borges, alguien, mientras aspiraba una cola, decía “lo supieron los arduos alumnos de Rabanales”, que éramos nosotros, los porros.

Rabanales era una eminencia, un tipo precedido por la autoría de muchos papers , apostillas, distinciones, publicaciones que para el común de la gente no aportaban más que una carga adicional de palabras. Yo tenía diecisiete años y las revistas académicas me fascinaban cuando las hojeaba con libertad y las detestaba cuando debía estudiarlas y tomarlas en serio. Recuerdo a Rodrigo Lira a la salida del casino alegando indignado por el tipo de investigaciones que aparecían en ellas, según él consagradas a temas como “el censo de las pulgas en el caballo de Pedro de Valdivia”. Otro compañero, J.L. Marré, reclamaba haber entrado a estudiar Literatura y haberse encontrado con Lógica I, Lógica II y Lógica III. El volumen de su voz y el volumen de sus globos oculares crecían proporcionalmente a esta enumeración.

Pero me desvío del tema: las canchas, que introducen en los recintos o en el paisaje la idea de libertad y a la vez las misteriosas huellas de un rito geométrico: esas líneas de cal que parecen trazar la perfección de una idea y que regulan una dinámica totalmente azarosa, la de la pichanga misma, los pases en profundidad, los desbordes por la línea, los contragolpes, los off-side , las “toletoles”.

Una de las alegrías nunca totalmente procesadas de mi vida se dio la tarde en que mi papá me llevó a la cancha del Estadio Nacional vacío. Fue esa clase de alegrías que de tan grandes dejan a los niños tristes, sin aliento. No sé cómo mi papá consiguió que nos dejaran entrar, el hecho es que en un primer momento quedé paralizado, luego corrí hacia el arco norte y me di tres vueltas de carnero. Quedé con manchas verdes de pasto en los bluyines. Y sentado cerca del semicírculo del área grande trataba de dimensionar un gol que fue muy famoso, el de Elson Beiruth contra Unión Española en 1970, un taponazo feroz desde mucha distancia, que la revista Estadio –si no estoy ficcionando la memoria–publicó en una secuencia gráfica.

En fin. No sé por qué me puse a hablar de todo esto. Creo que son las ganas de subirme a un bus interurbano en una tarde nublada y mandarme a cambiar a Viña –el único lugar que se me ocurre para huir de mi entorno– e ir mirando desde la ventana cómo la ciudad se va disgregando en bloques de edificios, campos vacíos, arboledas lejanas y esas canchas de fútbol que aparecen de vez en cuando, donde se alcanza a divisar un partido con árbitro y público, y –dada la velocidad de nuestro desplazamiento– apenas una o dos jugadas, un foul , un tiro libre o un cabezazo intrascendente.

[6 de junio de 2016]

SUEÑOS Y PÁJAROS

Los japoneses han sido sabios al construir en medio de la ciudad esas cámaras para el sueño transitorio de los transeúntes. Es cierto, en todo caso, que esos huecos, por tecnológicos que sean, se parecen demasiado a los nichos de los cementerios, donde el sueño de los usuarios es a perpetuidad.

Se ha dicho que se trata de un síntoma de una vida deshumanizada. Es posible, pero es una solución a un problema específico, en medio de un mundo donde abundan las denuncias y las soluciones escasean.

Por angas o por mangas, en las grandes ciudades no es fácil cumplir con las expectativas del cuerpo y del alma en relación a las horas de sueño. Siempre hay algo: preocupaciones de última hora, camiones de la basura con sus motores en suspensión, sirenas de incendio, el grito de un imbécil, portazos secos en los pasillos acústicos de los edificios. Y está también la vida social: las invitaciones a comidas extensas, en barrios apartados, con tragos y tópicos del estribo excesivamente prolongados.

La siesta, esa institución española que cortaba el día en dos tandas, ha sido severamente erradicada entre nosotros, pero como los ríos que al desbordarse toman sus viejos cauces, su necesidad atávica nos presiona todos los días a esa hora imprecisa y vaciada que se denomina “después de almuerzo”. En la Colonia, según Vicuña Mackenna, a la hora de la siesta solo se veían por las calles de Santiago a los perros “y a los locos ingleses”.

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