Nikolai Gogol - Alamas muertas

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Almas muertas de Nikolai Gogol goza del nada despreciable honor de ser la primera gran novela de la literatura rusa del siglo XIX, además de uno de los fragmentos más hermosos, más arriesgados y más divertidos de la narrativa universal. Por supuesto, sólo alguien tan indescifrable y escurridizo como el consejero colegiado Pavel Ivanovich Chichikov podía ser el héroe de una obra en la que el lector va a percibir, desde la primera página, en todo su vigor, la frescura y la actualidad del universo gogoliano.
La presente edición de Almas muertas es la única en castellano que incluye las sucesivas versiones que el propio Gogol hiciera de la segunda parte de su obra. Acompañada de un exhaustivo aparato crítico, pretende, de esta manera, ser una contribución fundamental al conocimiento de un texto formalmente complejo que durante generaciones ha martirizado a editores de todo el mundo, a la vez que recuperar, con el público de hoy, la cercanía y la complicidad únicas que este escritor ruso universal estableció con el público de su tiempo.

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No hay que ocultar que eran casi estas mismas reflexiones las que ocupaban a Chichikov mientras examinaba aquella reunión y, a consecuencia de ello, resultó que él finalmente se sumó a los gordos, donde encontró casi todo caras conocidas: el procurador con cejas muy negras y espesas y con un pequeño tic en el ojo izquierdo como si dijera: «Vayamos, hermano, a otra habitación y allí te diré algo»..., un hombre, por otro lado, serio y taciturno; el jefe de correos, un hombre bajito, pero ingenioso y filosófico; el presidente de la Cámara, un hombre muy sensato y amable. Todos ellos le saludaron como si fuera un viejo conocido, a lo que Chichikov saludó un poco de través, por lo demás no sin encanto. Aquí conoció al muy cortés y cumplido propietario Manilov [8]y al, en apariencia, un tanto torpe Sobakievich [9], quien lo primero que hizo fue darle un pisotón, diciendo: «le ruego me perdone».

Al instante, le pusieron en la mano las cartas para jugar al whist, lo que él aceptó con un saludo igual de cortés. Se sentaron ante la mesa verde y ya no se levantaron hasta la cena. De inmediato, se interrumpieron por completo todas las conversaciones como suele pasar siempre que uno se entrega con ardor a una ocupación sensata. Aunque el jefe de correos era muy locuaz, también él, tomando las cartas en la mano, en seguida dio expresión en su cara a una fisonomía reflexiva, cubrió su labio inferior con el superior y mantuvo este gesto mientras duró la partida. Al sacar un triunfo, golpeaba la mesa con fuerza, con la mano, diciendo si era una reina: «¡Se fue, la vieja mujer del pope!», y si era un rey: «¡Se fue, el campesino de Tambov!» Y el presidente decía: «¡Y yo, a él, por los bigotes! ¡Y yo, a ella, por los bigotes!» A veces, con el golpe de las cartas en la mesa vomitaban expresiones: «¡Ah! ¡No hay de nada, así que de picas!» O sencillamente la expresión: «¡Corazones [10]! ¡Carcoma! ¡Pikienchiya!» o «¡Pikiendras! ¡Pichurusuj! ¡Pichura!» e incluso «¡Pichuk [11]!»... denominaciones con las que ellos rebautizaban a los palos de la baraja en sus reuniones. Cuando acababa el juego, discutían como se suele, en voz bastante alta. Nuestro invitado forastero también discutía pero, en cierto modo, con extraordinaria habilidad, de tal suerte que todos vieron que intervenía y además lo hacía de forma agradable. Nunca decía: «Váyase», sino: «Usted desearía marcharse», «Tuve el honor de cubrir su dos» y otras cosas parecidas. Para poner aún más de acuerdo en algo a sus adversarios, siempre les acercaba a todos su tabaquera de plata con esmalte, en el fondo de la cual se observaban dos violetas puestas allí para dar olor.

La atención del forastero la ocupaban sobre todo los terratenientes Manilov y Sobakievich, de los que ya hemos hablado antes. Se informó sobre ellos de inmediato, llamando un tanto aparte, al momento, al presidente y al jefe de correos. Algunas de las preguntas hechas por él dieron prueba no sólo de la curiosidad sino también de la precisión del invitado; pues, antes de nada, se informó de cuántas almas de campesinos tenía cada uno y en qué situación se encontraban sus propiedades y después ya se enteró de cuál era el nombre y el patronímico. En no mucho tiempo, se las arregló para cautivarles. El terrateniente Manilov, hombre aún no demasiado mayor que tenía unos ojos dulces como el azúcar que entrecerraba cada vez que se reía, estaba encantado con él. Le estrechó la mano durante mucho tiempo y le pidió de modo convincente que le hiciera el honor de venir a su aldea hasta la que, según sus palabras, había tan sólo quince verstas desde la ciudad. A esto, Chichikov, con una inclinación muy cortés de la cabeza y un sincero apretón de manos le respondió que no sólo estaba dispuesto a hacerlo con mucho gusto sino que lo consideraba un deber santísimo. Sobakievich dijo también algo lacónicamente: «Le pido que también a la mía»..., golpeando fuertemente con un pie en el que llevaba una bota de un número gigantesco para la que es poco probable que se pudiera encontrar en sitio alguno el pie correspondiente, sobre todo en el tiempo presente cuando en Rusia empiezan a caer en desuso los bogatyres.

Al día siguiente, Chichikov fue a comer y a pasar la tarde a casa del jefe de policía, donde desde las tres, tras la comida, se sentaron a jugar al whist y estuvieron hasta las dos de la madrugada. Allí, por cierto, se encontró con el terrateniente Nosdriov [12], un hombre de treinta años, muy vivaz, que después de tres palabras empezó a tutearle. Nosdriov también tuteaba al jefe de policía y al procurador y los trataba como a unos amigotes; pero cuando se sentaron a echar una partida de verdad, el jefe de policía y el procurador examinaban con extraordinaria atención sus bazas y estaban atentos a casi cada carta que él jugaba.

Otro día, Chichikov pasó la tarde donde el presidente de la Cámara, que recibía a sus invitados –y aquel día a dos damas– en bata, un poco manchada de grasa. Después estuvo una tarde en casa del vicegobernador; en una gran comida, en casa del otkupsik; en una pequeña comida, en casa del procurador, que por cierto valía por una grande; o en los entremeses, ofrecidos por el alcalde tras la misa, que también valieron por una comida. En una palabra, no se veía obligado a quedarse en casa ni una sola hora y a la posada llegaba sólo para caer dormido.

El forastero sabía, en buena medida, estar en su lugar y se mostraba a sí mismo como un hombre de experiencia y mundano. Girase la conversación sobre lo que girase, él siempre sabía mantenerla: si iba de la cría de caballos, él hablaba de la cría de caballos; si hablaban de buenos perros, aquí él ofrecía observaciones muy pertinentes; si se examinaba la investigación hecha por la oficina del fisco, él mostraba que tampoco le resultaban desconocidos los chanchullos judiciales; si era un razonamiento sobre el billar... tampoco en el billar fallaba un tiro; si hablaban sobre las virtudes, también sobre las virtudes reflexionaba él muy bien, hasta con lágrimas en los ojos; si sobre la elaboración del ponche, también conocía los beneficios del ponche; si sobre los guardias y funcionarios de aduanas, también opinaba como si él mismo fuera un guardia o un funcionario de aquéllos. Ahora bien, es de notar que sabía revestir a todo esto de mucha seriedad; sabía comportarse bien. No hablaba ni muy fuerte ni muy bajito sino justo como se debe. En una palabra, se lo mirase como se lo mirase, era un hombre extraordinario. Todos los funcionarios estaban muy satisfechos con la venida del nuevo personaje. El gobernador decía de él que era un hombre de buenas intenciones; el procurador, que era un hombre muy capaz; el coronel de la gendarmería decía que era un hombre sabio; el presidente de la Cámara, que era un hombre instruido y honorable; el jefe de policía, que era un hombre honorable y cortés; la mujer del jefe de policía... que era el más cortés y el más amable de los hombres. Hasta el mismo Sobakievich, que rara vez daba una opinión favorable sobre nadie, habiendo llegado bastante tarde de la ciudad y, al acabar de desvestirse, se tumbó en la cama junto a su escuálida esposa y le dijo a ésta: «Dusienka, he estado donde el gobernador pasando la tarde. He comido donde el jefe de policía y he conocido al consejero colegiado Pavel Ivanovich Chichikov [13]: «¡Un hombre muy agradable!» A lo que la esposa respondió: «¡Hmmm!» y le golpeó ligeramente con la pierna.

Ésa fue la opinión, tan halagadora para el visitante, que se formó en la ciudad sobre él y que se mantuvo hasta que una extraña cualidad suya y de la empresa o, como dicen en las provincias, de la «aventura», de la que el lector se enterará en breve, sumiese a casi toda la ciudad en una completa perplejidad.

[1]Éste es, sin duda, uno de los fragmentos que más ha dado que pensar a la crítica de Almas muertas. «La fantasía sólo es fértil cuando es fútil. La especulación de los dos campesinos no se basa en nada tangible ni conduce a ningún resultado material; pero así es como nacen la filosofía y la poesía; los críticos entrometidos que buscan moralejas podrían conjeturar que la rotundidad de Chichikov está condenada a acabar mal, porque tiene su símbolo en la redondez de esa rueda dudosa. Andriei Bielyi, que fue un entrometido genial, vio, en efecto, todo el primer volumen de Almas muertas como un círculo cerrado que giraba sobre su eje y tornaba borrosos los radios, con el tema de la rueda volviendo a saltar a cada nueva revolución del redondo Chichikov» (Nabokov, 1997, pp. 65-66) [N. del T.].

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