Nikolai Gogol - Alamas muertas

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Almas muertas de Nikolai Gogol goza del nada despreciable honor de ser la primera gran novela de la literatura rusa del siglo XIX, además de uno de los fragmentos más hermosos, más arriesgados y más divertidos de la narrativa universal. Por supuesto, sólo alguien tan indescifrable y escurridizo como el consejero colegiado Pavel Ivanovich Chichikov podía ser el héroe de una obra en la que el lector va a percibir, desde la primera página, en todo su vigor, la frescura y la actualidad del universo gogoliano.
La presente edición de Almas muertas es la única en castellano que incluye las sucesivas versiones que el propio Gogol hiciera de la segunda parte de su obra. Acompañada de un exhaustivo aparato crítico, pretende, de esta manera, ser una contribución fundamental al conocimiento de un texto formalmente complejo que durante generaciones ha martirizado a editores de todo el mundo, a la vez que recuperar, con el público de hoy, la cercanía y la complicidad únicas que este escritor ruso universal estableció con el público de su tiempo.

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Mientras el criado analizaba todavía por sílabas la nota, el propio Pavel Ivanovich Chichikov se fue a dar una vuelta por la ciudad, con la que, como parecía, estaba satisfecho, pues consideraba que de ningún modo era inferior a las otras ciudades de provincias: con fuerza, penetraba en los ojos el color amarillo de las casas de piedra y, con aire modesto, el gris se ofrecía oscuro en las de madera. Las casas eran de uno, de uno y medio y de dos pisos, con los sempiternos cuartos abuhardillados, muy bonitos en opinión de los arquitectos de la provincia. En algunos lugares, estas casas parecían perdidas en medio de calles, anchas como el campo, e interminables cercas de madera. En otros lugares, parecían amontonarse y era allí donde saltaba a la vista un mayor movimiento y animación de la gente. Aparecían letreros casi borrados por la lluvia, con bollos y botas o, a veces, con unos pantalones azules pintados y la firma de algún sastre arsavo; en otro lugar, había una tienda con gorras, con furaskas y con una firma: «Vasilii Fiodorov, Extranjero»; o veía pintado un billar con dos jugadores en fracs de esos que, entre nosotros, se ponen en los teatros los invitados que entran en escena en el último acto. Los jugadores estaban representados con los tacos algo inclinados, con los brazos un poco hacia atrás y las piernas torcidas como si acabaran de hacer un salto en el aire. Por debajo de todos éstos, aparecía escrito: «He aquí el establecimiento». En algunos sitios, simplemente en la calle, había mesas con nueces, jabón y melindres que se parecían al jabón; en otros, un bodegón con un grueso pescado pintado y clavado en él un tenedor. Más que ninguna otra cosa, se apreciaban las ennegrecidas águilas bicéfalas del Estado, que ahora ya estaban reemplazadas por un lacónico letrero: «Casa de bebidas». El pavimento era mediocre por todas partes.

También echó un vistazo al jardín municipal, con finos árboles que habían arraigado de mala manera, con soportes en forma de triángulo en la parte de abajo, bellamente pintados con óleo verde. Por otro lado, aunque estos árboles jóvenes no eran más altos que una caña, al describir la iluminación, se decía de ellos en los periódicos que «nuestra ciudad se había engalanado, gracias al cuidado puesto por las autoridades, con un jardín compuesto por frondosos árboles que dan gran sombra y frescor cuando el día está tórrido», y que con él «era muy enternecedor ver cómo los corazones de los ciudadanos palpitaban del enorme agradecimiento y cómo corrían arroyos de lágrimas en signo de reconocimiento hacia el señor alcalde».

Una vez se hubo informado con detalle por medio de un guardia de cuál era el camino más corto para ir a la catedral, a las oficinas del Estado o adonde el gobernador, dirigió la mirada hacia el río que fluía por el medio de la ciudad; por el camino, arrancó un anuncio clavado a un poste que podría leer como es debido una vez hubiera llegado a casa, miró fijamente a una dama de aspecto agradable que pasaba por la acera de madera, tras de la cual iba un niño vestido con una librea militar con un pequeño envoltorio en la mano y, de nuevo cuando hubo examinado de arriba abajo todo con sus ojos, como para, de ese modo, recordar bien la disposición del lugar, se dirigió a casa directamente, a su habitación, acompañado un poco en la escalera por el criado de la posada. Una vez que se atiborró de té, se sentó a la mesa, ordenó que le dieran una vela, sacó el anuncio del bolsillo, lo acercó a la vela y se puso a leer, entornando un poco el ojo derecho: se organizaba un drama del señor Kotzebue [4], en el que el papel de Rollas [5]lo interpretaba el ciudadano Popliovin; el de Kora [6], la señorita Siablova; los otros personajes eran menos famosos; sin embargo, los leyó todos, llegó incluso hasta el precio de la platea y se enteró de que el anuncio estaba impreso en la tipografía del gobierno de la provincia. Luego le dio la vuelta a ver si había algo pero, al no encontrar nada, se frotó los ojos, lo dobló cuidadosamente y lo puso en el cofrecito en el que solía guardar todo lo que caía en su mano. El día, al parecer, se terminaba con una ración de ternera fría, con medio litro de sopa de coles avinagrada y con un sueño profundo con todo su despliegue de bombas, como solía decirse en algunos lugares del vasto Estado ruso.

Todo el día siguiente lo empleó en hacer visitas; el forastero se dedicó a pasar por donde todos los altos funcionarios de la ciudad. Presentó sus respetos al gobernador, quien según parece, de forma semejante a Chichikov, no era de por sí ni gordo ni delgado, llevaba al cuello la condecoración de Santa Ana y contaban incluso que estaba propuesto para una estrella; por lo demás, era bastante bonachón e incluso él mismo, a veces, hacía bordados en tul. Más tarde, se dirigió a donde el vicegobernador; después, donde el procurador, donde el presidente de la Cámara, donde el jefe de policía, donde el otkupsik, donde el jefe de las fábricas del Estado... lástima que resulte un poco difícil recordar a todos los poderosos de este mundo; pero baste con decir que el forastero mostró una ocupación poco usual en lo que a visitas se refiere: apareció incluso a presentar sus respetos al inspector del consejo médico y al arquitecto municipal. Y después se sentó aún largo rato en la brichka, pensando en quién faltaba todavía por visitar, pero lo cierto es que en la ciudad no había ya más altos funcionarios.

En las conversaciones con aquellos señores, había sabido lisonjearlos a todos muy hábilmente. Al gobernador, le insinuó como de pasada que entrar en su provincia era como entrar en el paraíso, con caminos de terciopelo por todas partes, y que aquellos gobiernos que designan sabios dignatarios merecen una gran alabanza. Al jefe de policía le había dicho algo muy halagador sobre los guardias urbanos y en las conversaciones con el vicegobernador y con el presidente de la Cámara, que eran aún sólo consejeros de Estado [7], hasta dijo por error dos veces: «Su Excelencia», lo que a ellos les gustó mucho. Como consecuencia de esto, ocurrió que el gobernador le invitó a que le visitara aquel mismo día en una velada doméstica; también otros funcionarios, por sus respectivos lados, alguno a comer, alguno a jugar a las cartas, alguno a tomar una taza de té.

El forastero, según parecía, evitaba hablar demasiado; si hablaba, lo hacía sobre ciertos lugares comunes, con visible modestia y, en tales casos, su conversación tomaba giros librescos: que él era un gusano insignificante en este mundo y no era digno de que se preocupase mucho de él; que había sufrido mucho en la vida; que había sufrido por servir a la verdad; que tenía muchos enemigos que hasta habían atentado contra su vida, y que ahora, deseando sosegarse buscaba escoger por fin un lugar para su residencia y que, habiendo llegado a esta ciudad, había considerado un deber insoslayable testimoniar su homenaje al primero de sus dignatarios.

Eso es todo lo que supieron en la ciudad sobre este nuevo personaje que no se olvidó de exhibirse muy rápidamente en la velada del gobernador. Los preparativos para esta velada le llevaron más de dos horas y aquí el forastero puso una atención por el traje como nunca se había visto en ningún sitio. Tras una corta siesta, ordenó que le prepararan un baño y durante un tiempo extraordinariamente largo se frotó ambas mejillas con jabón, ahuecándolas desde dentro con la lengua. Luego, cogiendo la toalla del hombro del criado de la posada secó todas las partes de su cara, empezando por las orejas, resoplando antes dos veces en la cara misma del criado. A continuación, se puso la pechera ante el espejo, se arrancó de un pellizco dos pelillos que le habían salido en la nariz y, al instante, se encontró en un frac de un color vaccinieo con chispitas. Vestido de esta forma, comenzó a rodar en su propio coche por calles infinitamente anchas, alumbradas por la débil luz de pequeñas ventanas que había aquí y allá. Por lo demás, la casa del gobernador estaba tan iluminada como si se fuera a dar un baile en ella. La calesa con faros; ante el portal, dos gendarmes; a lo lejos, las voces de unos postillones... en una palabra, todo como debe ser. Cuando entró en la sala, Chichikov hubo de cerrar un poco los ojos porque el brillo de las bujías, las lámparas y los vestidos de las damas era terrible. Todo estaba inundado de luz. Los fracs negros centelleaban y revoloteaban, por separado y en grupos, por todas partes, como revolotean las moscas en torno al resplandeciente y blanco bloque de azúcar refinado en la época de calor del verano, en julio, cuando la vieja ama de llaves lo desmenuza y lo divide en pedazos centelleantes frente a la ventana abierta; los niños lo miran todo, reunidos en torno, acechando con curiosidad los movimientos de las ásperas manos de ella que elevan el martillo, y los aéreos escuadrones de las moscas, que se elevan con el ligero viento, vuelan con audacia, como los dueños absolutos y, valiéndose de lo cegata que es la vieja y de lo que el sol molesta sus ojos, cubren los exquisitos pedazos; en unos lugares, por separado; en otros, en grupos compactos. Saturadas por el rico verano que, aun sin ese viento, a cada paso les colocaba exquisitos platos, entraban volando no tanto por lo que había sino tan sólo para exhibirse, para ir y venir por el pedazo de azúcar, frotar una sobre otra las patitas de atrás o de delante o rascarse con ellas bajo las alitas o, estirando las dos patitas delanteras, frotarse con ellas la cabeza, darse la vuelta y, de pronto, salir volando para, al momento, volver a entrar volando con nuevos escuadrones machacones. No había tenido tiempo Chichikov de echar un vistazo cuando ya fue cogido por el brazo por el gobernador, que le presentó directamente a la gobernadora. El invitado forastero estuvo aquí a la altura de las circunstancias: dijo cierto cumplido muy conveniente para un hombre de mediana edad que no tiene un rango ni demasiado alto ni demasiado bajo. Cuando las parejas formadas de los que bailaban apretaron a todos contra la pared, él, poniéndose las manos atrás, las miró un par de minutos con mucha atención. Muchas damas iban bien vestidas y a la moda; otras, se habían vestido con lo que Dios había enviado a una ciudad provinciana como aquélla. Los hombres aquí, igual que en todas partes, eran de dos clases: unos, delgados, que se dedicaban a mariposear siempre cerca de las damas; algunos de éstos eran de un tipo que a duras penas podía diferenciarse de los petersburgueses y tenían también en mucha consideración las patillas y las llevaban peinadas con gusto o sencillamente arregladas; o bien llevaban el óvalo del rostro afeitado muy al ras; también se sentaban de cualquier modo junto a las damas, les hablaban en francés y les hacían reír, también como en San Petersburgo. Otro tipo de hombres lo formaban los gordos y aquellos que eran como Chichikov, es decir, que no es que estuvieran demasiado gordos pero que, sin embargo, no estaban delgados. Éstos, por el contrario, miraban de reojo y reculaban de las damas y miraban sólo a los lados a ver si el criado del gobernador preparaba la mesa verde para jugar al whist. Los rostros de éstos eran rellenos y redondos, en algunos hasta había verrugas, alguno tenía también las marcas de la viruela, en la cabeza no tenían ni pelo ni tupé ni bucles, ni a la manera «que el diablo me lleve», como dicen los franceses..., tenían el pelo o muy cortado o liso, pero los rasgos de la cara eran más redondeados y duros. Éstos eran los funcionarios honoríficos de la ciudad. ¡Ay! En este mundo, los gordos saben llevar sus asuntos mejor que los flacos. Los flacos sirven mejor para misiones especiales o tan sólo están y se mueven de acá para allá; su existencia resulta en cierto modo sencilla, ligera y del todo frágil. Los gordos, sin embargo, nunca se interesan por los asientos torcidos sino por los completamente rectos y de sentarse en un lugar, lo hacen firmemente y con fuerza, de suerte que aunque el lugar comience a crujir y se combe por debajo de ellos, no se caen. Éstos no aman el brillo exterior; sus fracs no están tan bien cortados como los de los flacos; en cambio, en los cofres tienen la felicidad divina. Al delgado, en tres años no le queda ni un alma sin meter en la casa de empeños; el gordo, pacientemente, mira... y ya ha aparecido en cualquier sitio al final de la ciudad una casa comprada a nombre de su mujer; después, en la otra punta, otra casa; más tarde, una aldeíta cerca de la ciudad; luego, también un pueblo con todos sus terrenos. Finalmente, el gordo, que servía a Dios y al soberano, habiéndose ganado el respeto general, abandonará el servicio, se trasladará y se convertirá en propietario, en glorioso barón ruso, hospitalario, y vivirá; y vivirá bien. Y después de él, de repente, los delgados herederos malgastarán, según la costumbre rusa, todos los bienes del padre a toda velocidad.

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