En algunas ocasiones pueden surgir falsas opciones en la presentación del ideal cristiano, y especialmente del ideal sacerdotal que son parciales e inconclusas. Opciones preferenciales que al absorber de un modo excesivo la atención, terminan resecando la vida interior del ministro y volviendo a este incapaz del gozo de la totalidad, de lo católico. Por ejemplo, como si no le fuera posible a un cura:
Defender con todas las fuerzas y por todos los medios la ortodoxia, y amar con todas las fuerzas y por todos los medios a quienes están en el error.
Vivir en la pobreza y la austeridad respecto de las propiedades personales, y buscar lo mejor para Dios en la Liturgia.
Amar el latín, el griego y el riguroso pensamiento teológico, y disfrutar y admirar la experiencia sencilla de fe de quienes tal vez no saben leer el castellano, pero han leído e interpretado el lenguaje de Dios.
Ser personas de una intensa vida de oración y contemplación, y dedicar horas a estar gustosamente con los fieles, hablándoles y mostrándoles al Amado.
Cultivar una honda devoción al Dios Uno y Trino, al Misterio del Verbo encarnado, combinada con sencillos gestos de cariño a María y a los santos.
Amar con pasión a la Iglesia Católica deseando que todos lleguen a ser parte de ella, y respetar y valorar a quienes aún no están; y que en algunos casos tal vez no lleguen nunca a su seno.
Ser penitentes, sufrir y afligirse por los pecados propios y ajenos; ser un espíritu reparador de los agravios hechos al Divino Corazón, y a la vez cultivar el sentido del humor, la alegría continua y los placeres lícitos como una buena comida o bebida.
Ser claros e inequívocos en el anuncio de la Verdad moral y las exigencias del Evangelio, al mismo tiempo que ser mansos, delicados y cordiales para poner aceite y vino sobre las heridas de las personas.
Defender con pasión y verba encendida al nasciturus, y consolar con corazón de padre a la madre que llora al hijo que abortó.
Admirar el gregoriano y la polifonía sagrada, y disfrutar con las modernas producciones de música cristiana, cada una en su ámbito.
Saber decir que no, cuando sea preciso, con el rostro sereno, la mirada franca y transparente.
Ser personas de una fe intensamente formada, y, a la vez, cultivar la inteligencia, el razonamiento y el sentido común sin ningún temor de que estos hagan menguar la obediencia a Dios.
Practicar la excelencia en tareas pastorales tan diversas como las cátedras filosóficas o teológicas, la atención de los enfermos, la atención en el confesionario, la visita a los barrios, los medios de comunicación y la dirección espiritual, la adoración eucarística y las marchas provida, los retiros espirituales y la administración parroquial… el goce de un Oratorio de Bach y del partido de básquet del equipo preferido. Sin tener la necesidad de elegir exclusivamente una sola opción o, en todo caso, si existe una vocación de especial consagración a un único aspecto pastoral, que sea alabando y apoyando todo lo demás.
En esa búsqueda andaremos, hasta el fin, por la transversal del péndulo.
El privilegio de ser cura
Aquel 4 de agosto, fiesta del Santo Cura de Ars, fue muy especial, sobre todo porque por la mañana despedimos a un hermano en el sacerdocio, el padre Raúl.
Reconozco que tengo gustos exóticos, pero debo admitir que las misas exequiales, las misas de cuerpo presente, y en especial las de los sacerdotes, me encantan.
Será tal vez porque en el seminario despedimos a varios curas mayores, velándolos durante toda la noche, cantando y rezando, celebrando la Eucaristía con su cuerpo exánime en el mismo sitio donde nosotros, pichones, estábamos todavía gestando nuestra consagración.
La procesión llevando el cuerpo del difunto por el camino de pinos hasta el cementerio sacerdotal, las últimas palabras de despedida, la paladita de tierra que cada uno arrojaba sobre el ataúd, el Más cerca oh Dios de ti y la Salve Regina, todo tiene como un sabor mágico y misterioso, como un sabor a eternidad.
Esta mañana despedíamos al padre Raúl quien, con casi setenta años, jubilado ya de sus tareas en el obispado castrense, había dicho “SÍ” al pedido del Obispo con la disponibilidad de un recién ordenado. Cuando la mayoría de los hombres y mujeres van dejando sus tareas, su júbilo fue ejercer el sacerdocio hasta que la enfermedad mortal se apoderó de su cuerpo, aunque no de su alma de sacerdote.
Mientras miraba su rostro pálido y sus manos inertes estrechando la cruz pensaba en cuántas veces esos labios habían pronunciado las palabras de la Cena y de la Absolución, y cuántas veces esas manos habían ungido y bendecido.
La inmensa mayoría de las personas a las cuales él ayudó en su ministerio no estaban físicamente allí. Sin embargo, flotaba en el ambiente, en ese ambiente de serena y alegre congoja, la sensación de que todos sus hijos espirituales, de una u otra manera, se hacían presentes.
En fin, flotaba la serena y luminosa certeza, la esperanzada certeza, de que ninguna de sus acciones hechas por amor –como las de todo cristiano– habían caído en saco roto. No. Todas habían caído en el Libro de la Vida, el Corazón de Dios.
Morirse luego de haberse dado hasta el final es, sin duda, una enorme alegría.
Pero, a la vez, descubría esta mañana que hay una alegría mayor que la de amar y darse: la alegría de SER AMADOS y ELEGIDOS, sin mérito de nuestra parte. Es una alegría más perfecta porque es más humilde. Porque es gratuita; regalada.
Y me daba cuenta de que muchas veces pienso y actúo como un tonto o, como me gusta decir, como un salame.
¿A quién se le ocurre ponerse triste o reclamarle a Dios que, por ejemplo, viene poca gente a Misa? ¡Salame! ¡Con el solo hecho de disfrutar del privilegio de tener a Jesús entre tus manos y recibirlo, todas las oscuridades se deben llenar de luz!
Hoy volví a darme cuenta de que ese solo hecho, el maravilloso milagro de poder prestarle mi voz al Rey de Reyes, el inconcebible privilegio de que el Padre me obedezca y envíe al Espíritu al altar, es más que suficiente, es infinitamente suficiente, para alegrar mi corazón en el tiempo y en la eternidad.
No tengo derecho a estar triste, jamás, aunque las cosas lleguen a salir al revés. El milagro de tenerlo entre mis manos basta para ordenar y acomodarlo todo en su sitio. La certeza jubilosa de ese amor perfecto debe invadirlo todo.
Por eso me hace un poco de gracia cuando alguien habla de los sacerdotes como compadeciéndonos, o tal vez como si fuéramos víctimas de una vida inhumana, cuando en realidad somos los más mimados del Padre Dios y de María.
Y todo el ministerio sacerdotal con todas sus alegrías y satisfacciones, condimentadas con alguna cruz, no es más que el despliegue y desenvolvimiento del amor loco de Cristo que mueve la primera ficha del dominó y hace caer todas las demás.
Por eso y por tantas cosas más, gracias, gracias, gracias, a Dios y a todos los que nos ayudan y permiten ser curas.
Reflexiones sobre el celibato
Cada tanto, el tema del celibato sacerdotal se pone de moda, ya sea en ambientes eclesiales o en otros más mundanos, a tal punto que, incluso en los sitios webs de los diarios, en los programas televisivos de chimentos o en los matutinos radiales, se habla de ello.
Para abordar la cuestión, suelen llamar a esos programas a personas de lo más dispares, para opinar: psicólogos, sociólogos, historiadores de las religiones, exsacerdotes, sin que falten algunas vedettes de turno o un presentador de un programa… Pero nunca –o casi nunca– nos preguntan a nosotros, los que hemos optado por el celibato, ni suele oírse la voz de un cura que esté encantado con su vida célibe.
Por este motivo, muchos cristianos, incluso con cierta formación o responsabilidades pastorales, desarrollan ideas equivocadas sobre el celibato sacerdotal. Llegan a verlo únicamente como una norma eclesiástica que se impone desde afuera, una prohibición, una censura a lo más normal para un hombre, para un varón.
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