EL CÓDIGO DEL GARBANZO
Una historia y algo más: un juego, una provocación...
¿Sabes cómo piensas?
Natalia Gómez del Pozuelo
© N. G. del Pozuelo
© El código del garbanzo
Septiembre 2020
ISBN papel: 978-84-685-5117-3
ISBN ePub: 978-84-685-5119-7
Editado por Bubok Publishing S.L.
equipo@bubok.com
Tel: 912904490
C/Vizcaya, 6
28045 Madrid
Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
A Luis
Índice
Créditos © N. G. del Pozuelo © El código del garbanzo Septiembre 2020 ISBN papel: 978-84-685-5117-3 ISBN ePub: 978-84-685-5119-7 Editado por Bubok Publishing S.L. equipo@bubok.com Tel: 912904490 C/Vizcaya, 6 28045 Madrid Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Dedicatoria A Luis
Comienzo
Ka balanceaba los pies sobre el Sena que corría debajo, verde y escurridizo. Sus ojos tenían un color tan parecido al del río que era como si le hubieran saltado a la cara dos gotas. A su espalda pasaba, de cuando en cuando, alguna persona; hacían como si nada, en París todo podía ser como si nada. Ka miró la punta de las deportivas negras y les dio un nuevo impulso.
¿Tanta historia para qué? Quería terminar el Estudio sobre sesgos inconscientes que le había encargado Phil pero en el día a día no lograba avanzar. Había tenido una bronca con Andi y le había pedido que se llevara a los niños a pasar las vacaciones con los abuelos, a casa, como todavía decían ellos cuando hablaban de su país; había pensado, ingenuamente, que algo más de dos semanas sin Andi y sin los niños le darían la oportunidad de que el Estudio tomara alas, pero pasaban los días y se sentía a oscuras; cada mañana, con la luz, en vez de llegar el rumor de los primeros coches o el deseo de un café que le encendiera el ánimo para sentarse a trabajar, llegaba solo el mal aliento y una necesidad dolorosa de acurrucarse bajo las mantas y seguir durmiendo. En realidad no tenía claro lo que quería contar en ese maldito Estudio, ¿había de verdad una fórmula para evitar los prejuicios? ¿O para apreciar la diversidad? Por más que llevara meses estudiando y trabajando en el tema, no lograba dar con una punta de madeja que permitiera desenredar el resto. La información que leía sobre sesgos insconscientes, conciliación, diversidad, techos de cristal… le llevaba a cambiar de opinión a cada rato y, como en las tragedias griegas, ninguna conclusión parecía buena.
Phil le había dado a Ka un ultimátum: o empezaba a dar resultados concretos o no podía seguir teletrabajando. Les costaría mucho vivir solo con el salario de Andi, aunque era más que digno, París resultaba una ciudad cara; en realidad, con dos niños, cualquier ciudad lo era.
En esas disquisiciones andaba cuando vio rodar un garbanzo a su lado; cayó al rio y se hundió rápidamente. Por el tamaño y la velocidad a la que había desaparecido en el agua verde, dedujo que estaba crudo. Miró a su alrededor y no vio a nadie. ¿Cómo podía ser eso?
«Es una señal —se dijo—, ese garbanzo es como yo, me estoy hundiendo a una velocidad de vértigo». Suspiró y se quedó allí sin moverse, con la cabeza gacha.
Oyó un ligerísimo golpecito en el suelo a su izquierda, giró la cabeza y vio rodar otro garbanzo crudo hacia el río, su mano reaccionó por su cuenta y lo atrapó justo antes de caer. Volvió a mirar a su alrededor. No había nadie; se extrañó. ¿De dónde habrían salido?
Puso el garbanzo que había salvado de ahogarse en la palma de su mano y lo hizo girar; era blanco y duro. Cuando lo iba a guardar en el bolsillo pequeño del pantalón, encontró la moneda de 50 céntimos que llevaba siempre allí, la sacó y la puso en la otra mano, parecía sopesar cada opción. De repente, tuvo un fogonazo de comprensión: la vida no era cuestión de cara o cruz, de blanco o negro, la vida era redonda.
Una vez vislumbrado aquello no sabía por dónde seguir.
Se quedó mirándolos: el garbanzo en una mano, la moneda en otra; entre ambos, el río.
Sus manos se negaban a pasar a la acción. Debía soltar uno de los dos sistemas de pensamiento: dual y económico uno, redondo ¿y…? ¿nutritivo el otro?
Le daba pena desprenderse de la moneda, había sido su compañera de estudios durante muchos meses, pero la dejó caer al agua sin un gesto, queriendo olvidar si era su mano izquierda o la derecha la que soltaba, como si nada, como París.
Sonó un ruido sordo, se quedó flotando un instante, pero en seguida se hundió con un giro de despedida. Ka observó el vacío que había dejado y dio otro impulso a sus zapatillas. Había juntado ambas manos y el garbanzo estaba entre ellas, las abrió, lo miró un rato, lo guardó en el bolsillo y pensó: “Tal vez haya una forma diferente de realizar el Estudio...”.
Andi se había sentado en el chiringuito del bosque en el que vivían antes de irse a París, estaba al lado de la ventana abierta y los goterones caían fuertes y espaciados, dejando sobre la tierra grandes redondeles de agua que el bochorno secaba antes de que golpearan otros. Ya se había acostumbrado a los truenos que venían a rachas, como si la tormenta se fuera un rato a tronar sobre otra gente, pero enseguida volviera.
¿Qué estaría haciendo Ka en ese momento? Hacía mucho que no pasaban tanto tiempo separados; se había ido de París sin que hicieran las paces y era la primera vez que un enfado duraba tanto. Echaba de menos su mirada verde.
De Clos se había despedido por un tiempo, aunque su mente no siempre estaba de acuerdo y revivía con nitidez alguna caricia especial por la parte baja de su abdomen, pero trataba de ahuyentar las imágenes. La propuesta de Ka de quedarse en París le había venido muy bien, necesitaba reflexionar; había dejado a los niños con los padres de Ka y se había alquilado una de las cabañas del bosque; quería pensar sin influencias.
Apoyó la barbilla sobre las dos manos, los codos sobre la mesa. Todo le pesaba: la cabeza, las costillas y el ánimo.
Se acordó de Ka detrás del control de aduanas diciendo adiós con la mano y se le cayó el alma a los pies, se le volvió a formar un nudo en la garganta; en el aeropuerto había logrado retener las lágrimas con esfuerzo pero en ese momento no había nadie delante y dejó que salieran a rachas como la tormenta.
En el avión, cuando Ale chilló porque Max le había quitado el lápiz, Andi sujetó su brazo con tal fuerza que le había salido un moratón. La mirada de Ale también le había pesado. Estaba con los nervios erizados. Se quitó las gafas y acarició el tabique ligeramente abultado. Apoyó toda la cara sobre las manos.
Читать дальше