Natalia Gómez del Pozuelo - El código del garbanzo

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Más que una historia, un juego que replanteará tu mirada sobre lo masculino y lo femenino.
A Esse le surge la oportunidad de trabajar en París y, junto con Ka y sus dos hijos, decide lanzarse a la aventura sin saber que ese camino les llevará a todos a encontrarse frente a un momento de crucial importancia en sus vidas.
Este pequeño libro ya ha seducido y sorprendido a cientos de lectores porque la interpretación de la persona que lo lee es fundamental en el desenlace de la historia.

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Andi miró a su alrededor: el cuarto vacío, la pila de ropa doblada en el rincón y el saco de dormir extendido sobre el somier animaban a irse.

—Sí, por Dios, vámonos de una vez.

Los colegas de París les habían reservado habitación en un hotel del barrio en el que estaba el laboratorio. Les dieron una habitación grande con una cama doble y dos supletorias, todo era viejo y oscuro; olía a humedad. Andi dejó a Ka y a los niños durmiendo y se fue a dar un paseo. Tenían el hotel pagado solo una semana y querían encontrar piso cuanto antes.

Con una primera mirada a los precios y a las distancias se habían dado cuenta de que sería complicado ver Notre Dame si no quería pasarse media vida bajo tierra en el metro. Siempre había querido pintar esa catedral, tenían un rendezvous desde hacía siglos. Había leído en un libro de Ouspensky que las gárgolas eran el alma de Nuestra Señora, sus diferentes «yos»: pensativo, melancólico, vigilante, burlón, y que tenían una propiedad muy extraña: a su lado un ser vivo no podía ser pintado o dibujado; a su lado las personas se veían como imágenes pétreas, exánimes, muertas. Sería un bonito reto intentarlo cuando la arreglaran.

El laboratorio estaba a las afueras, en un barrio llamado Vincennes y habían elegido un colegio de la zona.

Caminó por las calles trazando círculos concéntricos desde su trabajo; a ratos se hacía un lío, pero con la ayuda del GPS encontraba de nuevo la ruta. Cuando iba por el tercer anillo encontró un bosque grande, con una luminosidad enganchada a la neblina; era muy diferente al de casa, que era espeso y todo verde.

Se sentó justo en frente, en una terraza cubierta y pidió un café au lait y un pain au chocolat. Olía exactamente como se lo había imaginado.

El colegio no quedaba demasiado lejos, sería una suerte encontrar una casa cerca del bosque. En el camino de vuelta al hotel, compró un periódico y una baguette para sentirse local, se paseó por el patio del castillo de Vincennes, atravesó la explanada desproporcionadamente grande moviendo la barra como un soldado. Pensó en una pincelada color trigo para iluminar el pan.

Una vez decidida la zona, Ka había visitado dieciocho apartamentos en cuatro días y tenía pocas ganas de subir a un tercero sin ascensor; se miró los zapatos y, dando una patada con la punta del izquierdo en el primer escalón, empezó uno a uno, como si escalara el Aconcagua, con calma y con ritmo a la vez. La búsqueda de piso había llenado todo su tiempo y Andi parecía tener una vídeoconferencia cada vez que podían enseñárselos. Quería quitárselo de encima cuanto antes, pero al mismo tiempo, le daba vértigo que acabaran las visitas; no sabía lo que vendría después.

La escalera era amplia y señorial y la madera crujía a cada paso; cuando iban por el segundo, tenía claro por qué prácticamente lo había descartado desde el principio. Le costaba respirar. Jean Marie, el tipo calvo de la agencia, abrió la puerta y Ka vio una gran sala de techo alto con dos ventanales con un bosque grande detrás, con los primeros síntomas del otoño; le recordaba al de casa. Respiró. El techo tenía una moldura con figuras que se parecían a las gárgolas de Notre Dame. «¡Este es!», el corazón le dio un pequeño vuelco en el pecho. Un montón de dudas se atascaron en su cerebro: el ascensor, el precio, la distancia al colegio… Sacó su moneda y se dijo: «Si sale cara, nos lo quedamos, si sale cruz, no». Miró la chimenea que se alzaba sobre cuatro patas negras, hizo un conjuro, tiró la moneda al aire y cuando la iba a atrapar con una mano sobre el dorso de la otra, la tocó sin querer con el dedo y salió rodando por todo el salón. Se acercó a recogerla disimulando, como si no hubiera pasado nada y vio el número 50 bien dibujado en el centro. Era un S.O.S. parcial, o algo así. Jean Marie observaba con cara de suficiencia. «A la porra las señales», pensó Ka. Metió la moneda en el bolsillo y dijo:

—Esta es —sus palabras rebotaron por la sala vacía.

—Tiene solo un baño —dijo Jean Marie puntilloso.

—No importa. —Ka hablaba con una seguridad mayor de la que sentía.

—La madera está algo rallada y el dueño no quiere ni oír hablar de acuchillarla —previno Jean Marie.

—Mejor; así no tendremos que estar tan pendientes de los niños.

Ka se acercó a la ventana y vio a un hombre en bicicleta por el camino del bosque, llevaba a un galgo sujeto al manillar por una correa, adelantó a una mujer de andar patoso cargada de bolsas, miró a su derecha por donde asomaban los tejados de chapa, la piedra clara de los edificios cercanos reflejaba la luz de la tarde; no era Notre Dame pero a Andi le encantaría pintar desde allí. Tenían un bosque delante, como en casa, el barrio parecía tranquilo y jamás se había imaginado tener chimenea, y, menos, sostenida por las garras de un leopardo o algo así.

Decidió no prestar atención a las dudas y le dio 300 euros de reserva a Jean Marie. Cuando se despidieron, buscó el bistró más cercano y se sentó a tomar un café. En otro momento le habría consultado antes a Andi, pero estaba hasta arriba de hacer recados y había decidido, al menos, hacerlos a su manera. Le gustaba esa cafetería, se llamaba l’Esplanade y tenía una curiosa mezcla de local familiar y a la vez forastero, como todo en París. Las paredes estaban forradas de madera clara. Las sillas y las mesas eran del mismo tono, un gran toldo color burdeos cubría la fachada y encerraba una terraza con dos calefactores encendidos. El suelo era de una baldosa gris muy fea, como de pueblo, desentonaba con la calidez del resto, pero era precisamente el contrapunto que le daba personalidad. Se pidió una cerveza y miró los reflejos del sol a través de la copa, el bosque se veía gris claro, color invierno. Tendría que acercarse por allí a menudo, a escribir. Sonrió. Se hubiera quedado a comer, pero tenía una reunión con la tutora de Ale, necesitaba saber dónde podía comprar unos materiales de tecnología que no encontraba en ningún sitio.

Ka quería ordenarse para empezar a trabajar, pero parecía que las tareas crecían como champiñones y el hecho de que Andi se fuera todas las mañanas al laboratorio no ayudaba a repartirlas. Encima Andi le decía que era un tema de organización. Estaba hasta las narices.

No quería sacar conclusiones, ni pensar en el Estudio, pero se daba cuenta de que en su propia relación, en ese momento, todo el peso de lo cotidiano le caía encima y no parecía haber muchas alternativas.

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