Yesenia Cabrera - Los pequeños macabros

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Entre los cuentos que componen este libro aguardan relatos tan sombríos que comienzan como pesadillas pero al final ese nombre no alcanza a ser suficiente. Lo bizarro y lo monstruoso se abrazan para incomodar a quien decida leer Los pequeños macabros. Yessenia Cabrera es una escritora mexicana cuya obra se centra en la narrativa, especialmente en el cuento de terror, con influencias que abarcan a Lovecraft, Stephen King, Lisa Morton y Guadalupe Dueñas, entre otros. Este libro le mereció el Premio Estatal de Cuento «Beatriz Espejo» 2018. Dentro de las páginas del presente libro se despliega un desfile de los miedos que probablemente acompañaron la niñez de más de un lector. Entre espectáculos circenses que se nutren de humanos, hijos y padres terribles, una pasta de dientes naturista que mata mucho más que las caries, amores rastreros y seres infernales listos para publicar libros, estos cuentos se quedarán un buen rato con quien los lea. «Para Yesenia Cabrera no hay diferencia entre sueño y vigilia, porque la pesadilla es la vida misma. Sus cuentos pertenecen a la más genuina literatura de lo extraño». Bernardo Esquinca «La imaginación de Yesenia Cabrera es insumisa: se niega a someterse a los tropos del horror ya establecidos y encuentra escenarios inquietantes donde los demás vemos la tranquilidad cálida de la cotidianidad; mientras que, en los lugares comunes del miedo, consigue hallar nuevos motivos para el sudor frío y la desazón. En los cuentos que se reúnen en Los pequeños macabros, los fenómenos de circo, las pesadillas, la infancia maligna y las transmutaciones se recombinan en historias de diferentes tesituras, desde el humor inocente hasta la amarga tragedia. Y, mientras avanzamos en la lectura, las obsesiones de la autora se vuelven también las nuestras». Raquel Castro

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Una vez fuera, escucho cosas en el aire, quizá no a gran altura, pues casi puedo sentirlas sobre mi cabeza; sin embargo, soy incapaz de ver nada. Tomo otra foto a la nada frente de mí; la veo. Es una mujer reptiliana con una cola larga a punto de caerse de tan podrida que está. La criatura posa ante la cámara. Miro alrededor pero solo veo la calle casi vacía, con algunos puestos de paletas acarameladas y algodones. Sigo explorando el lugar, busco una posible salida, ignoro a la mujer invisible y me pongo a caminar, incómodo y con prisa.

La carpa se convierte en remolque cirquero. De inmediato todo comienza a ponerse colorido, focos feriales, la banda sonora de la presentación de un circo, y una pianola de fondo.

Veo un tráiler a lo lejos, sujeto a la antigua carpa, ahora transformada en remolque. Tengo la idea de subirme y manejarlo, pues parece el único medio de transporte posible en muchos metros a la redonda, y no confío en mis pies. Suena una canción extraña y repetitiva desde algún punto que no logro precisar. Parece una composición hecha con risas de hienas y órganos de iglesia. Tengo náuseas, algo revolotea en mi estómago. Me mantengo congelado donde estoy y siento el movimiento de cosas con garras y pezuñas. Escucho, sin saber de dónde viene, el sonido de un desfile de payasos y arlequines que parecen hacer bromas junto a mí.

A pesar de todo el miedo que empieza a hacerme sentir como si tuviera las piernas todas guangas, me armo de valor y camino tomando fotos de parejas de malabaristas deformes que se pasean por doquier, luces de colores violentándose, más y más payasos, todos dedicándose a hacer lo suyo: jugar, bromear, balancearse, correr, gritar, reír como hienas de manera demoniaca. Es frustrante no verlos con mis ojos, solo por fotos. Todo me parecía una gran broma.

Me encuentro al fin junto al tráiler, me subo a la cabina y en el espejo del conductor veo a un arlequín observándome, caminando hacia mí. El pavor me arranca un aullido, y enciendo el tráiler como puedo. Necesito escapar de eso, pero los nervios me fallan y tiro por accidente la cámara. Cae junto a la palanca de velocidades, y al hacerlo toma una foto del asiento del copiloto. Me arreglo como puedo y levanto la fotografía. Tengo miedo de verla. Sé que algo más me acompaña. Es mucho más grande que yo y también mucho más temible. Pongo la foto a la altura del volante. ¡No hay nada! Vuelvo a mirar al payaso desde el espejo y aumenta de bestial tamaño conforme avanza.

Acelero, y mientras lo hago, tomo fotos por la ventanilla. Todas esas formas de colores, grandes y pequeñas, payasos y malabaristas, vienen hacia mí cual carnaval siguiendo la camioneta, como si fuera yo la corona de un festival infernal.

Doy un volantazo hacia la izquierda, despistando a las criaturas por un momento, y la saturación de figuras innombrables parece disminuir; sin embargo, algo me acompaña en aquel camino interminable, desierto. De pronto, el camino acaba y vuelve aquel escenario blanco del principio. Dejo de escuchar los gritos y la música. Vuelvo a tomar la cámara y saco fotos hacia todas direcciones. Ninguna muestra nada. Bajo la velocidad hasta frenar. Las llantas dan un gran rechinido. El motor sigue encendido, pero me bajo de la cabina. Al caer mis dos pies en el suelo, extraño y blando, de ese desierto sin color, veo cómo el tráiler con todo y su enorme remolque arranca otra vez y acelera sin parar, hasta que lo pierdo de vista.

Estoy a mitad del camino blanco. Quiero empezar a andar y perderme en la tranquilidad. No tengo idea de dónde estará la salida. ¿Puedo salir de aquí?

Camino y escucho los teclados de música alegre y tétrica que suenan otra vez, y con ella vuelven las risas de cascabeles como sonajas, las oigo cada vez más cerca. Apresuro el paso. La feria y el circo caen de nuevo sobre mí, ahora puedo verlos: mimos, payasos, títeres bailando y crujiendo tanto que están a punto de reventar, niños verdes de nariz amarilla, luces de colores, gusanos danzando en el suelo tragándose los pies de los niños. ¡Niños!, globos reventando, risas de hienas que me hacen sentir asechado como una presa, los malabaristas juegan con órganos viscosos, los columpios de los gimnastas están hechos de carne fresca, la sangre escurre y cae sobre mis hombros, y entonces grito porque se acercan hienas poseídas disfrazadas de payasos, y siguen los gritos y la música circense.

Intento correr pero todo se detiene, incluso la música, como cuando llega un Rey y todos se congelan y forman un pasillo porque hay que atenderlo. Lo miro. Mis ganas de estar de pie se han ido, caigo hincado ante lo que viene andando hacía mí, con los brazos balanceándose a toda prisa y los puños apretando su cetro de colores. Detrás de él, de su larguísima capa bicolor, blanca y negra, blanca y negra, blanca y negra, un grupo de niños con los ojos cerrados lo sigue: son la corte del Rey. Él tiene cuernos en lugar de rostro. Cuernos. Cuernos. La palabra se me va, pero sí me la sé. Me la enseñó la maestra, la vi con mi papá, es un tricornio.

El Rey da vueltas y al girarse veo sus ojos verdes y una nariz roja en lugar de una nuca. Ríe desde un estómago de dientes afilados que rasgan su vestimenta de rombos. Está tan cerca, a tan solo un paso, y entonces se detiene para hacer una reverencia. Sus ropas se desvanecen en hilos y gusanos, también negros y blancos, que me rodean y se arrastran hacia mis pies.

Grito de desesperación y siento cómo todo vuelve a moverse, a cantar, a bailar y a gritar. Los payasos, los malabaristas, todos se ríen de mí a carcajadas, ¡el gran espectáculo comienza! Las luces resplandecen y la música suena atronadora. Las marionetas danzan, la carne se cae de los columpios de sangre, todo va más rápido. No puedo moverme, mi nariz comienza a crecer y hacerse amarilla, y el Rey se acerca hasta mí inclinándose para decirme algo que no entiendo, pero que me golpea los oídos y me hace llorar mientras mi piel se cae, verdosa, y embarra la capa del arlequín, de mi hermoso y dulce nuevo Rey.

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