Como si no tuviera ya suficientes problemas, la joven se quejaba también de la pérdida de una joya de enorme valor.
—A las diez de la mañana se llevará a cabo la diligencia preliminar —manifestó el encargado—. La mujer debe pasar la noche aquí.
—¡Lo que usted dice es ilegal y muy extraño! —exclamó sorprendido uno de los presentes—. Estas contravenciones a duras penas dan lugar a una multa y si acaso a una fuerte reprimenda.
—Así debe ser —respondió molesto el funcionario—, pues se trata de esclarecer algo que va más allá de un simple escándalo público.
Yo pude marcharme a casa, aunque la policía no paró de recordarme la obligación de mi asistencia y mi responsabilidad respecto a las denuncias. Debo reconocer de una vez mi interés especial por la muchacha. Existían razones. No obstante, sucede con frecuencia, a pesar de la preocupación que se tiene por ciertas personas o cosas, uno se acostumbra a verlas como mimetizadas en la realidad, sin advertir a toda hora su presencia, hasta cuando algo fuera de lo común ocurre y, entonces, el mundo se trastorna y enloquece.
BOSTON
—He regresado a casa —dijo el hombre a través del teléfono—.Necesito conversar contigo. Almorcemos a la una en Mazarino’s.
—Imposible. Tengo algo a esa hora.
—¡Cancélalo, por favor! Es urgente.
—Déjame chequear.
—Vamos, Steve. Te lo estoy pidiendo.
—De acuerdo. ¿Dijiste a la una?
—Sí. A la una. En Mazarino’s.
—Lo que tú digas… (Click).
El viaje había sido extenuante, no sólo por las seis horas de vuelo desde Bogotá y las casi cincuenta que llevaba sin dormir, sino por la cantidad de preocupaciones que lo atormentaba.
Al ser descubierto, casi estuvo a punto de aceptar su culpa. Pero imaginar el escándalo, le trajo a la memoria otros similares ocurridos en su país. Las consecuencias habían sido inmanejables y dramáticas. Al revivirlas, sintió pánico y decidió escapar.
Luego, sin duda, las explicaciones poco convincentes dadas al Embajador.
—¡Damn it! —exclamó molesto el funcionario—. Las razones no son claras. Aunque es extraña la presencia de las camionetas que mencionas, nadie aceptará alguna culpabilidad de la muchacha, mucho menos la prensa aquí ni en los Estados Unidos.
—Será mi palabra contra la de ella —recordó haberle contestado—. ¡Fuck it! Mi prestigio pesará.
En pocas horas también lo sucedido llegaría a los medios. Convenía enfrentarlos desde un lugar donde tuviera suficiente influencia. Boston era el adecuado.
Necesitaba, además, manejar lo ocurrido y tener bien preparadas las respuestas. Confiaba en la pronta desaparición de la noticia dentro del sinnúmero de acontecimientos generados diariamente en Colombia.
Para agregar a los problemas, María Clara. ¿Cuáles serían sus reacciones al verse acusada y abandonada?, se dijo. ¡Son of a gun! ¿Contará lo nuestro? ¿Me traicionará? Tendré que encontrar una fórmula para asegurar su silencio y lealtad.
Tampoco era el momento para generar problemas familiares, menos aun cuando se acercaban decisiones importantes en las cuales estaba comprometido su futuro político.
“Desde aquí podré controlarlo todo”, repitió docenas de veces Jean-Michel, tratando de recobrar la calma.
DE URGENCIA
El amanecer lluvioso y el frío punzante apabullaban los ánimos haciendo aún más pesimistas a los habitantes de Bogotá.
Seguido por varias motos y carros de escolta, el enorme vehículo blindado avanzó a gran velocidad por las todavía desiertas calles de la ciudad.
Con indiferencia dejó a un lado los periódicos.
La inseguridad aumentaba. Los atentados de la semana anterior permanecían frescos en la memoria. La guerra contra los carteles de la droga y la guerrilla no vislumbraba soluciones a corto plazo. El Estado era, sencilla y lamentablemente, incapaz de enfrentarlos.
Apenas una hora antes, lo habían citado a una reunión urgente en el Ministerio de Gobierno para analizar algunas noticias relacionadas con el intento de secuestro de un importante funcionario norteamericano.
Recordó otros graves casos sucedidos con ciudadanos extranjeros. “El día será largo y difícil”, pensó, mientras ordenaba al conductor acelerar la marcha.
VEREDA TROPICAL
Con el aguacero, la ladera se convertía en un enorme arroyo. Aún estaba oscuro. Aseguró el plástico sobre sus hombros. Necesitaba tomar el bus de las cuatro y media. Dos veces tarde aquella semana y los regaños no se hicieron esperar. Un retraso más y se quedaría sin empleo. No quiso ni pensarlo.
Cayéndose, Ana Rosa llegó a la estación. Una larga fila ya esperaba. Los buses difícilmente lograban subir por el estrecho camino. Con frecuencia ocurrían accidentes, muchas veces graves.
Al fin consiguió un lugar. En el vehículo, por cualquier cosa, la gente reaccionaba airada. Problemas y discusiones eran pan de cada día. A veces el único.
—Las lluvias continuarán hasta mediados del mes de diciembre —anunció el locutor en el radio.
Miró por la ventana hacia el nublado cielo.
—Contra esas gripas frecuentes, lleve siempre a la mano Anacín, que al dolor le pone fin.
… para besar su boca fresca de amor…
y me juró quererme más y más
sin olvidar jamás aquellas noches junto al mar…
—En la voz de Tito Cortés, escucharon Vereda Tropical.
Tres años atrás, debió huir de la parcela con sus hijos. Joselín, su marido, desapareció. Nunca más supo de él. Vagaron semanas y meses hasta llegar a Bogotá. La caridad les permitió encontrar una vivienda. Tuvo suerte al conseguir el puesto de aseadora y cocinera en la estación de policía. A duras penas les alcanzaba para sobrevivir.
No descansaba lo suficiente. Antes de salir dejaba listo el almuerzo de sus tres hijos, pues temía a los accidentes caseros. Para completar, los pequeños que daban solos y encerrados en la casa. Era preferible a exponerlos a los peligros de la calle.
El ronroneo del motor la arrulló. Despertaría exactamente donde siempre se bajaba.
CARALINDA
—Las tías llegaron bien —dijo alguien por el teléfono.
—¿Las dos? —preguntó el hombre con acento paisa.
—¡Las dos, patrón! Blanquita y Esmeralda.
—¡No sea hijueputa! —exclamó este entre la incredulidad y la dicha—. Eso quería saber. Mañana hablamos. (Click).
El hombre extendió brazos y piernas en la enorme cama, cerró el móvil y lo dejó en la mesa de noche, junto a la mini Uzi 9 milímetros que le permitía conciliar el sueño.
En realidad, dormía poco. Al comenzar la mañana, daba instrucciones rápidas y precisas.
Aunque sonrió satisfecho, enseguida frunció el ceño. Cuando las cosas andaban demasiado bien, buscaba la manera de poner los pies en la tierra. Llamó por el citófono.
—Tos que, Yadira, ¿me va a dar desayuno o no?
—¡Esperá, pues, papito! —contestó la mujer—. ¿No ve que estas sirvientas no quieren que yo atienda a mi amor? Esperame, esperame, que ya te lo llevo…
Un momento después, entró en la habitación, puso la bandeja sobre las sábanas y se sentó sobre él a horcajadas.
Vestía apenas un babydoll, tenía la piel bronceada y lo miraba con la expresión con que solía aparecer en catálogos de moda y portadas de revistas. Él la miró con sus ojillos oscuros y vivaces.
—¿Qué pasó, pues? ¿No vas a desayunar?
—Claro que sí, mamita —dijo sujetándola por los brazos—. Pero es que no sólo de pan vive el hombre.
—¡Ay! ¡Mirá a éste! —dijo riéndose mientras se dejaba caer sobre la cama.
El tamal, los huevos, el jugo de naranja y la arepa untada de mantequilla cayeron en la alfombra.
Yadira no paraba de reír. Extrañaba la fuerza y la pasión del capo. Quería sentirse poseída. Adoraba verlo así y se entregó feliz a sus deseos. Poco a poco, ella misma tomó la iniciativa, volvió a sentarse sobre él y lo cabalgó con frenesí hasta liberar la pasión aprisionada.
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