Francisco Campos Coello - Plácido

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Contrariamente a lo que se ha pensado y consta en los libros de historia y crítica literaria, la célebre obra de Juan León Mera,
Cumandá (1877), no fue la primera novela ecuatoriana en defender los principios del cristianismo como fundamentos de la nación emergente. Entre 1871 y 1872, Campos Coello (Guayaquil, 1841-1916) publicó por vez primera y por entregas su novela
Plácido . Sus acciones, personajes y espacios, inspirados por completo en una fase del Imperio Romano en que el cristianismo se expandía triunfante, constituyen una prueba irrefutable de que este escritor, como muchos de sus coetáneos, pretendió fundar la nación sobre dos ejes fundamentales: el catolicismo y la hispanidad. Los lectores encontrarán en este libro una versión de la historia de San Eustaquio, santo mártir del catolicismo, conocido por el nombre de Plácido antes de su bautismo y conversión. Pero este libro es más que una hagiografía. Así como existen novelas latinoamericanas del siglo XIX que se pueden leer como suplementos de la historia oficial, porque examinan o mitifican algún evento histórico relevante para las élites que fundaron el estado nacional, podemos encontrar otras que, además, proyectan el destino y origen de la patria más allá de sus límites espaciales o temporales concretos. Ambas clases de ficciones hallan correspondencia directa con la realidad nacional, mediante alegorías y figuraciones, que afirman su anclaje a la política y cultura de la época. Todas ellas son verdaderas novelas fundacionales, porque delimitan un espacio que sólo la visión de los artistas y estetas podían dibujar: el territorio de la imaginación y los afectos. Esta es la primera edición anotada y la única en aparecer en más de un siglo. También procura convertirse en una invitación a revisitar un territorio que todavía puede ofrecer nuevas cosechas: la novela latinoamericana del siglo XIX.

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Ya, nada aparece; la soledad, el silencio, la tumba.

¿Quién podrá referir las desgarradoras escenas que tuvieron lugar debajo de aquella ceniza? ¿Quién podrá concebir aquellos estremecimientos, aquella agonía espantosa? Nadie.

La ceniza ha cubierto, cual inmenso sudario, aquel gigantesco cadáver; y el Vesubio, cuya ira se ha calmado, contempla tranquilo todo aquel trastorno. El cielo se despeja; las nubes huyen ante un sol radiante que envía sus rayos sobre aquella vasta tumba: la alegría y la vida encima; la agonía y la muerte debajo…

Pompeya ha desaparecido...

No lejos de la ciudad se mecían sobre las olas cuatro trirremes.62 Los tripulantes contemplaban horrorizados tan tremendo espectáculo.

El jefe de aquella escuadra se llamaba Plinio. De pie, con los brazos cruzados, la mirada fija sobre la costa que se estremecía a cada instante como un ser vivo que agoniza, dominado por la emoción, luchaba en silencio entre el deseo y el terror. Quería contemplar más de cerca ese horroroso cataclismo; pero temía al mismo tiempo verse envuelto en aquel torbellino de lava y de humo.

Venció el deseo de ver y estudiar el imponente fenómeno, y levantando su voz, exclamó:

—Levad las anclas; sacad de la casteria63 los remos, y acercaos a la costa.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó un joven que estaba al lado de Plinio.

—Lo habéis oído, Plácido: acercarme a la costa para estudiar mejor el efecto. Si vos queréis acompañarme, subiremos juntos hasta el cráter.

—Os acompañaré si tal es vuestro deseo; pero me parece una locura lo que intentáis.

—¡Locura, Plácido! ¡Locura, cuando puede la ciencia adelantar un paso más! El hombre que estudia los fenómenos de la naturaleza no trepida jamás, no se detiene ante ningún obstáculo.

Y repitió:

—¡Levad anclas! ¡Cortad los cables!

Ante una orden tan extraña, los marineros aterrados, no sabían qué hacer.

Hubo por un momento el peligro de una insurrección.

Pero la voz vibrante de Plinio se oyó de nuevo.

—¿Vaciláis? —dijo—; pues os aseguro que al primer hombre que resista le mataré.

Ante aquel hombre, cuyas órdenes habían sido siempre obedecidas, los marineros callaron.

Pocos instantes después, los remos cortaban las aguas del golfo, acercando la nave al horrible teatro donde ocurrían escenas tan espantosas.

Plácido permanecía al lado de Plinio.

—¿Ves, amigo mío? —decía el gran naturalista, mientras con mano segura guiaba el trirreme al través de aquella lluvia de candente ceniza que caía sobre el buque y el mar—; ¿ves aquella columna de humo negro que se levanta? Pues es el último estertor; es la furia vencida; es el gigante que muere. Escribe lo que te digo:64

«El antiguo pueblo de los Lestrigones y de las Sirenas, cantado por Homero, tiene un azote terrible: un volcán que guarda en sus entrañas un nuevo Encélado,65 como el que hace estremecer a la Sicilia.

Hace diez y seis años vomitó por vez primera sus torrentes de lava abrasadora; hoy lanza sus fuegos con más vigor, con más furia. ¿Qué habrá sido de Herculano, de Stabia y de Pompeya? Tal vez han desaparecido bajo una capa de ardiente escoria».

La nave se acercaba velozmente; dos empujes más la pusieron tan próxima a la costa, que de un salto se podía llegar a tierra.

Los marinos se detuvieron jadeantes; estaban inundados de sudor.

Plinio y Plácido se prepararon para lanzarse a la costa.

—Espera —dijo el primero—. He pensado mejor; veo un peligro cierto en esta exploración, y no quiero exponerte. Quédate en la nave y espérame.

—Imposible —respondió Plácido—; si vos vais, yo iré; si vos morís, yo moriré.

—Y yo no quiero que mueras; te suplico que permanezcas aquí hasta mi vuelta.

—Y yo os suplico que me permitáis acompañaros.

Plinio miró fijamente al joven.

—Oye, Plácido —añadió—; aquí hay un peligro real y terrible: la muerte se cierne bajo esta ceniza; este país está maldito; quien huella esta costa, anda sobre un abismo. Siempre he tenido por ti el cariño de un padre; obedéceme, pues, ahora, como siempre me has obedecido; es la última y mayor prueba que puedes darme de tu respeto filial.

—Os obedeceré —contestó Plácido, enjugando sus ojos húmedos de llanto—. Pero ¿no será mejor abandonar vuestra temeraria empresa? Volvamos a las otras naves; vuestra vida es preciosa a la humanidad; no la expongáis al furor del volcán.

—Sirvo a los hombres en la empresa que acometo. No creas que es una insensata curiosidad la que me arrastra; hay algo más noble en mi obra. Si salvo, ya verás el bien que reportará al mundo lo que tú llamas locura. Pero déjame aprovechar de estos momentos de calma.

Tendió su mano al joven, que la estrechó con efusión, y rápido, de un salto, se halló en tierra.

Ninguno de los tripulantes se atrevió a seguirle.

Plinio se volvió, hizo una última seña de amistad al joven que de pie le contemplaba con angustia, y continuó su marcha en dirección al volcán. Poco después desapareció detrás de una colina.

Pasó algún tiempo. Plácido permanecía inmóvil, mirando fijamente el extremo de aquella colina, espiando el momento en que viera regresar a su anciano amigo.

Más tarde, la tierra se estremeció de nuevo: el volcán gimió sordamente, y de su cráter volvió a precipitarse un torrente de materias igníferas. El aire abrasador ahogaba a los marinos, quienes, lanzando gritos de espanto, sordos a las súplicas de Plácido, empezaron a alejarse de la costa a fuerza de remos. El agua hervía bajo la nave que se separaba, mientras Plácido miraba con desesperación aquella tierra fatal, donde quedaba su amigo abandonado de los hombres. Lágrimas, súplicas, promesas, todo fue inútil ante aquellos marinos aterrados que triplicaban sus fuerzas para ponerse fuera del alcance del terrible volcán.

Plácido cayó de rodillas: lágrimas de dolor brotaron abundantes de sus ojos, sollozos desgarradores salieron de su pecho.

Poco después, la nave encontró a los otros trirremes, y juntos bogaron hacia la alta mar.

16. Antigua capital de la región italiana de Campania, cuya capital en la actualidad es Nápoles.

17. Tito Flavio Sabino Vespasiano (39-81), emperador romano desde el año 79 hasta su muerte.

18. Se refiere a Roma. César era el título que recibieron los emperadores romanos desde Cayo Julio César (Roma, 100-44 a. C.).

19. El águila era la insignia de las legiones romanas.

20. Una de las más importantes calzadas o caminos de la Antigua Roma.

21. La antigua Minturnae, que los romanos sometieron en el 340 a. C. y refundaron como colonia.

22. Colonia romana fundada en el 296 a. C. Sus ruinas se ubican en el municipio de Mondragone.

23. Se refiere al golfo de Gaeta, que recibe su nombre de aquel puerto marítimo de la costa occidental italiana.

24. Nombre antiguo de la actual Bari.

25. O Brundisium, antiguo nombre de la actual Bríndisi.

26. Lapygia fue el nombre con que los antiguos griegos se referían al sur oriente de la península italiana, actualmente conocida como la región de Apulia. Campos Coello se refiere aquí a la península de Salento.

27. Antiguo vehículo compuesto por una silla cubierta, soportada por dos varas que sobresalen por los extremos, para que la carguen dos caballerías o dos porteadores, como en este caso.

28. La cohorte romana era una unidad militar compuesta por un solo tipo de soldados. Una legión romana estaba compuesta por diez cohortes.

29. He corregido los laísmos, es decir, el uso del pronombre de objeto directo «la», en lugar del pronombre de objeto indirecto «le». En este caso, he sustituido «la pregunté» por «le pregunté».

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