Alberto Granado - Con el Che por Sudamérica

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El mítico viaje por Latinoamérica de Ernesto Guevara y Alberto Granado que inspiró la película Diarios de motocicleta de Walter Salles.
Una nueva edición -prologada por el hijo del autor, Alberto Granado Duque- del conmovedor y atrapante relato del joven Granado de esos días, un homenaje a la amistad, a la aventura, al camino y a la lucha por el ideal de una sociedad más justa. A bordo de La Poderosa II, una vieja moto, dos amigos recorren América. Uno, Ernesto Guevara, 23 años, hijo de una familia acomodada y estudiante de medicina, empieza sin saberlo un trayecto mucho más largo y que terminaría convirtiéndolo en el famoso revolucionario Che Guevara. El otro, Alberto Granado, un joven bioquímico, mientras cumple el sueño de toda su vida, registra día a día ese viaje que pasaría a la historia y que inspiraría a miles de jóvenes de todo el mundo que repiten hoy aquella ruta. Ese relato pormenorizado y las fotos que ambos amigos tomaron a lo largo del viaje se reúnen en este libro. Ernesto y Alberto recorren Argentina, Chile, Perú, Colombia y Venezuela. En el camino descubren la pobreza y la explotación en la que vive la mayor parte de las poblaciones de América. Y su espíritu va cambiando frente a esa realidad. De los dos despreocupados jóvenes que emprenden el viaje, llegan al final dos hombres con un futuro más claro. Ernesto empieza a dejar de ser aquel joven rebelde de alta sociedad para convertirse en el legendario Che que liberó Cuba y que se convirtió en todo el mundo en símbolo de la lucha por la libertad y la justicia social. Con el Che por Sudamérica es el conmovedor y atrapante relato del joven Granado de esos días, un homenaje a la amistad, a la aventura, al camino y a la lucha por el ideal de una sociedad más justa.
"El relato de Granado -publicado en Cuba en 1978- igualmente ilumina las raíces del revolucionario Guevara como también realiza un detallado y triste retrato de la pobreza y la corrupción en la América Latina de los años 50". Publisher's Weekly

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Mientras mi mente estaba en esta y otras reflexiones llegamos a Picún Leufú, donde cargamos nafta. Luego seguimos rumbo a Bajada Colorada. La aridez del terreno se acentuó aún más, y lo mismo la violencia del viento. Ya no era arena lo que golpeaba el rostro, sino piedrecillas que levantadas por los torbellinos chocaban violentamente contra nuestro cuerpo y las antiparras. Pocos kilómetros antes de Bajada Colorada, comenzó la verdadera precordillera, con subidas empinadas y bajadas bruscas.

Llegamos a Bajada Colorada, a una filial del Automóvil Club Argentino (ACA). Como en todas las que hemos ido la atención fue pésima. Encontramos unos raidistas chilenos que se quejaron al unísono de la mala atención de esta institución, a la cual pagamos para que brinden ayuda a sus afiliados. Presa del burocratismo y el acomodamiento solo usa el dinero que recibe de los socios en viajes al exterior para sus dirigentes, y en propiciar eventos de carreras automovilísticas que le reportan pingües ganancias, pero al afiliado que con su pago mensual ha ido creando esta institución no le dan ningún servicio.

Seguimos rumbo a Piedra del Águila. Debido a los cerros vecinos, la oscuridad llegó mucho antes que los días anteriores. Encontramos una alameda y nos desviamos pensando que era la entrada de alguna estancia. Antes de los 500 metros, el camino desapareció entre matorrales. Dejamos la moto y seguimos a pie hacia lo que creíamos que era una casa en penumbras. Resultó ser el resto de un antiguo fortín, especie de avanzada de los ejércitos de Buenos Aires en las tierras de los indios pampas, y que se llamó Fortín Nogueras. Volvimos en plena penumbra a la moto. Retomamos la carretera azotados por el viento que parecía ahora más violento, en contraste con el reparo que nos brindara la alameda.

A los pocos kilómetros, andando casi a ciegas, caímos consecutivamente en tres baches y al salir del último me sentí despedido hacia adelante. Se había roto el cuadro de la moto. Febrilmente tratamos de montar la tienda de campaña, pero el vendaval nos impedía hacerlo. Por fin colocamos la moto contra un poste telegráfico, atamos en él un extremo de la tienda y con el resto hicimos una especie de muro que contenía la fuerza del pampero. Por la cercanía de la moto y del poste no podíamos hacer una hoguera, así que nos embutimos toda la ropa, nos metimos en las respectivas bolsas de dormir, y antes de entregarme en los brazos de Morfeo, le dije a Fúser irónicamente:

–Esta vez la moneda cayó de canto.

Piedra del Águila, enero 29

Hoy, luego de atar el manubrio con alambres para unirlo al cuadro, poco a poco llegamos a esta ciudad. Aquí soldamos la rotura. No conseguimos albergarnos y pedimos permiso para hacerlo en el taller mecánico donde nos habían arreglado la moto. Metidos en el foso de engrase estamos pasando la segunda incómoda noche del viaje.

Carretera a San Martín, enero 30

Llegamos al río Collón Cura, e hicimos el primer cruce de la moto en una balsa que corre a lo largo de un cable, para evitar que la rápida corriente la arrastre.

A los pocos kilómetros del recorrido, encontramos un camino que lleva a una estancia. Entramos para tratar de comprar algo de carne para almorzar. La casualidad nos puso en el camino de ese establecimiento, que es una muestra de la penetración de los junkers alemanes, nazis por supuesto, en la Patagonia. De eso se habló en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, pero luego las noticias fueron silenciadas. El dueño es un alemán relativamente joven, con el aspecto típico de un oficial prusiano. Su apellido lo dice todo: Von Put Camer.

La construcción del casco de la estancia imita las edificaciones de la Selva Negra alemana. Han traído hasta ciervos, que en estos años se han adaptado y reproducido en las zonas circundantes. Recorrimos todo lo que pudimos, pues el latifundio es extensísimo. Lo atraviesa el río Chimehuín, que es un clásico río de montaña: torrentoso, profundo y cristalino; muestra en su seno decenas de truchas arco iris.

Nos olvidamos del alemán y de las conjeturas y nos metimos en la magia de la pesca. Un peón nos prestó un aparejo y pescamos varias truchas. Pensábamos comerlas asadas, pero en el camino nos encontramos un bosquecito de cerezas, el Pelao comió algunas, pero yo me di un atracón tal, que no pude comer ni los pescados, ni un costillar que asó Fúser y que tenía un aroma inigualable, y tuve que resignarme a pasar la noche y parte del día siguiente cagando.

Orillas del lago Nahuel Huapi, febrero 8

Son aproximadamente las 20 horas. Hace exactamente una semana irrumpíamos a esta misma hora en la ciudad de San Martín de los Andes. Ahora estamos a orillas del lago Nahuel Huapi, a unos 90 kilómetros de Bariloche. Frente a mí se extiende el lago de un hermoso color azul hasta hace unos instantes. Al ponerse el sol, se ha tornado en una ondulante superficie plateada. Al frente se alzan majestuosos los Andes, velados por una niebla azulina que le da mayor realce a su belleza. Mientras observo cómo el sol se oculta entre dos picachos nevados, trato de concentrarme para poder transcribir más o menos detalladamente todos los mínimos, pero para mí trascendentales hechos acaecidos en esta semana.

El jueves 31 nos alojamos en un galpón de Parques Nacionales, en San Martín de los Andes. Conocimos al intendente, que es muy gaucho y muy preocupado por la conservación de la flora y la fauna. También conocimos al sereno, que es un poema folclórico. Un gaucho típico de 150 kilogramos de peso que le cuesta desplazarse. Le gusta la charla y el tintillo, y nos quería retener a toda costa. Dormimos allí. Al amanecer, con una mochila de víveres salimos a conocer el lago Lácar. Las montañas lo rodean completamente, las laderas están cubiertas de árboles inmensos. Todo dimana una belleza primitiva y una serenidad que me subyugaron.

Mientras tomábamos mate frente al lago, fabricamos en sueños el Pelao y yo un Laboratorio Clínico de Investigación y Servicio, con un helicóptero para salir todas las mañanas a buscar el material de los dispensarios situados en la zona.

Salidos del ensueño volvimos al galpón y aceptamos una proposición de don Olate, el sereno, para trabajar como sus ayudantes en la preparación de un asado de cordero, en un almuerzo que el ACA les daba a unos corredores de automóviles.

Durante todo el día acarreamos leña, hicimos fuego, subimos y bajamos el asador bajo la experta dirección de don Olate, que tal como esperábamos descargó todo el trabajo sobre nosotros, pero lo hacíamos con gusto.

“Probamos” bastante el asado y lo regamos con abundante vino. Este nos instó a robarnos tres botellas de las muchas que había.

Fúser se hizo el borracho, nos alejamos con ellas bajo la camisa y las escondimos en un hueco, cerca de la carretera, y muy orondos subimos a hablar con un nuevo personaje: don Pendón, un perfecto hermafrodita. Es un hombre, pero todo en él –la voz, el cabello, los senos, la forma de caminar– es propio del sexo femenino. En el cariotipo debe tener más X que un libro de matemáticas.

Hablando con él comentamos que somos cordobeses. Nos informó que él trabaja con una compañía constructora donde hay varios cordobeses, y que uno de ellos se llama Luis Loyola. Le dije enseguida:

–Ese muchacho es de Villa Concepción del Tío, seguro que es un amigo mío –y agregué antes de separarnos–, si lo ve, dígale que aquí está Granado.

Mientras tanto ya había anochecido. Recogimos los restos del asado para la cena. Hicimos tiempo disimuladamente para que todos se fueran, y muy contentos de nuestra “viveza”, fuimos a buscar las botellas... Se habían evaporado.

El día 3 fuimos a ver las carreras de autos, ya que debido a nuestro buen trabajo en el asado nos dieron como premio dos entradas. Fue un espectáculo aburrido. Cuando regresábamos, un jeep se nos interpuso, era don Pendón que traía a Luis Loyola.

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