Por fortuna, la roca a la que se dirige el cometa está desierta y la cubren espesas nubes ámbar violeta que amortiguan el golpe. Estas se dispersan como de un soplo, cuando el cometa impacta el suelo. El estallido da forma a un frondoso árbol que extiende sus ramas luminosas y se levanta con majestuosidad en medio de la planicie. ¡Es un árbol cósmico! A Zadquiel le basta batir un par de veces sus plumadas extensiones para llegar hasta el asteroide, dejando una estela de luz en su veloz recorrido.
Una vez allí, repliega las alas en silencio y escucha con atención un instante. El murmullo de un alegre balbuceo lo guía, entre hojas iridiscentes, justo hasta la rama donde se balancea en lo alto el ángel bebé. Engarzado en su aureola, agita inquieto sus brazos, para tratar de liberarse. El Arcángel, al verlo en su frenética tarea, deja salir desde lo más profundo de su ser un grave:
—¡Jo, jo, jo, jo…!
La risa expresa su alivio y da a entender que la criatura, muy a pesar del aparatoso arcadizaje, se encuentra en perfectas condiciones… ¡Como era de esperarse!
El ángel reacciona con sobresalto a la risa de Zadquiel y ese movimiento brusco hace que se fracture el gajo en el que está ensartada la aureola. El Arcángel, en el acto, extiende los brazos para recibir a la criatura que se precipita a toda velocidad. Cuidadoso, pero firme, sostiene al pequeño para impedir que se le escape de las manos. El ángel impresionado, por puro instinto, se aferra a él agarrándose fuerte con las manitas de la barba lila pálido. Esto inevitablemente duplica la intensidad de la carcajada de Zadquiel y, pues, el angelito se sobresalta el doble. Pero como pocas cosas son tan contagiosas como una buena risotada, el chiquito no demora en acompañarlo, desternillándose con un gracioso carcajeo.
El mayor, encariñado ya, lo apretuja entre sus fuertes brazos con ternura, generando una dulce descarga de olor a chicle que lo deleita. El ángel en cambio forcejea para tratar de liberarse y, cuando lo consigue, abre sus brazos tan ancho como puede para abrazar al Arcángel de vuelta.
—¡Qué bueno que ya estés en Arcadia, mi pequeño, mi pequeño…
Al no saber cómo llamarlo, Zadquiel le da la vuelta. Del revés de su túnica aperlada, por encima de sus diminutas alas, saca con delicadeza una marquilla. En letras brillantes de colores se puede leer su nombre: RAUDAL.
—…mi pequeño Raudal! ¿Raudal? Así que te llamas Raudal.
Lo levanta de nuevo para mirar bajo la túnica y descubrir el incipiente manantial que lo sustenta.
—¡Estas ocurrencias de Dios! No deja nunca de sorprendernos —dice para sí con una sonrisa—. Bueno, algún día estarás lleno de ímpetu, Raudal, pero por ahora escasamente goteas.
Y sin poder contenerse más, Raudal deja escurrir sobre Zadquiel un chorro que empapa su túnica de estrellas. El Arcángel apenas arruga la nariz, delatando el inevitable desagrado por el amargo olor a sal marina que lo impregna. Ahora es el pequeño ángel el que se carcajea primero y, por fortuna, con las risas, retorna el refrescante olor que lo caracteriza.
—¡Vamos, Raudal! No creo que sea pertinente presentarnos así. Aunque sé que de cualquier forma todos estarán encantados de conocerte.
Se lleva cargado en sus brazos al pequeño ángel violeta hacia las nubes, mientras éste protesta con balbuceos estirando los brazos a sus espaldas, como queriendo regresar. De seguro hubiera preferido quedarse a jugar en el espléndido árbol cósmico. El Arcángel Zadquiel desciende con él hacia otro planetoide suspendido en el espacio y termina por perderse en medio de nubes color violeta.
Presentables y dispuestos, Zadquiel y Raudal viajan plácidos sentados en una mullida nube de un rosa claro, como la luz que prevalece. El Arcángel ha conseguido peinar el mechón morado del angelito, pero este no demora en volverse a alborotar. Bajo las mangas, el mago saca un peine y un gel que le unta en la cabeza con la esperanza de alisarlo otra vez. Lo consigue satisfecho, ante la mirada tierna de su pupilo que se deja hacer agradecido y con una sonrisa que enciende aún más sus mejillas.
Se desplazan entre pequeños asteroides y otros no tan pequeños, que recuerdan a los tepuyes, con sus paredes rocosas y superficies agrestes, cada uno como un mundo aparte, lleno de encanto y belleza. Cuando el Arcángel vuelve la vista al pequeño, el mechón se ha levantado de nuevo. El Arcángel desiste, no tiene sentido ir contra la naturaleza del pelo de su pupilo… ¡Ni ir en contra de nada! Raudal no se ocupa de cómo se ve, él se siente bien consigo mismo tal como es y tal como debe ser.
En su lugar, disfruta absorto mirando lo que se descubre a su paso. Bajo la atmósfera violeta de Arcadia, entre polvo de estrellas y vapores iridiscentes, todo parece centellear. Algunos planetoides están poblados de seres de luz que saludan al verlos cruzar, otros están revestidos de plantas de extrañas formas y de extravagantes flores. Los hay pantanosos con bichos insólitos que se mimetizan con facilidad. La mayor parte de los asteroides más chicos, es decir, de los meteoroides, son desérticos y estériles, pero como suele suceder en la vida misma, ocultan lo más valioso bajo la superficie. Están cargados de cristales de roca capaces de amplificar la energía.
El angelito atento observa con ojos de admiración y boca abierta de sorpresa. Zadquiel complacido ante el interés de su pupilo, le pide que le pregunte sobre todo lo que desee saber. Raudal, sin dejos de timidez ni de mesura, acepta la propuesta para saciar su curiosidad.
—¿Qué es? —indaga con enternecedora voz, a cada segundo y por cualquier cosa que se revela ante sus ojos. El Súper Poderoso Arcángel responde con infinita paciencia y sencillez a todas y cada una de sus dudas.
Más allá del horizonte que marca la elipse en la que se desplaza el cinturón de asteroides por el espacio, un llamativo resplandor se deja ver ante los viajantes. Proviene de un planeta enano que lentamente se asoma. Raudal sorprendido exclama atónito en su media lengua:
—¡Santo cielo! ¡¿Qué es?!
—Es el Banco del Conocimiento de Arcadia —explica Zadquiel y agrega—, es nuestro lugar de destino.
Emerge ante sus ojos una edificación enorme que recuerda un poco a la Alhambra, pero de radiantes muros dorados. Altas torres y galerías llenas de esplendor, se destacan a simple vista.
La nube se aproxima reduciendo la velocidad y cuando se detiene, descienden. El Arcángel lo hace primero, para ayudar al ángel violeta. El pequeño, entre emocionado y confundido, sigue a su mentor aferrándose a su mano con fuerza y el otro la mantiene firme para transmitirle toda la seguridad que necesita. Como quien aprende a dar sus primeros pasos, el angelito se desplaza surfeando en su incipiente raudal. Sigue las zancadas medidas del mayor, que procura adecuar su paso a la velocidad del novato.
Atraviesan un hermoso jardín florecido y perfumado a lavanda, lila y azafrán, con dalias, petunias, violetas y lengua de buey en abundancia. Van por un largo camino de piedra que conduce hasta el enorme portón que sirve de entrada principal. Raudal guarda silencio pasmado ante tanta belleza, aspira los aromas y disfruta cada instante del recorrido. Al ingresar, el interior se deja ver igualmente esplendoroso, con sus techos altos y sus mosaicos refulgentes de todos los colores, como un firmamento cargado de estrellas.
Aunque hasta ahora pareciera solitario, porque no se han cruzado con nadie, en realidad el Banco del Conocimiento es como una ciudadela celeste con mucha actividad. Está a cargo de los Maestros de los Rayos de los Siete Colores y es el lugar donde se prepara a los ángeles en los diferentes atributos, de acuerdo con los cometidos para los que han sido creados. Allí queda la Academia Magnánima de Ángeles con sus diferentes niveles de preparación y el Centro de Entrenamiento donde hay aulas, salones de música, gimnasio, talleres de magia, de juguetes y laboratorios con modernos simuladores.
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