Mi marido sonrió con aire de aprobación y me recordó lo apropiado que era que probara algo nuevo. Me enseñó a usar las extrañas pinzas y a doblar y quebrar la concha para que pudiera meter el tenedor y sacar la carne.
Cuando al fin conseguí prensar un cangrejo, ya me había comido un par de trozos de concha y tenía cortado un dedo. Acabé por usar la punta del cuchillo para extraer la carne. Los pedacitos que cubrieron mi plato alcanzaron para llenar una cuchara.
Nunca antes había tenido que hacer tanto esfuerzo para llevarme algo a la boca. Pensé que si un día quedaba varada en una isla desierta, moriría de hambre si sólo podía comer cangrejo.
Para mi gran sorpresa, me gustó. Disfruté de su peculiar y agradable sabor. ¡Ojalá hubiera podido sacar más de su envoltura y depositarlo en mi cuchara!
Mientras forcejeaba para sumergir en mantequilla los trozos que había sido capaz de reunir, mi esposo retornó de otro recorrido por el buffet. A ese ritmo, él se terminaría sus guisos y estaría muy avanzado en el postre antes de que yo pudiera obtener suficiente carne para formar un segundo bocado.
Había regresado con lo que parecían unos insectos grandes y espantosos. Me horroricé cuando tomó una de esas criaturas.
—¿Estás loco? —chillé—. ¡Cómo es posible que te guste eso!
—Son langostinos, ¡y es mucho más fácil comerlos! Mira, basta con que les tuerzas la cabeza, pinches la cola y succiones la carne. ¡Están riquísimos!
Busqué a mi lado una cámara de televisión. ¿Me estaban gastando una broma? ¿Alguien me filmaba en secreto para un episodio de Fear Factor?
Lo señalé y susurré:
—¡Baja eso, por favor!
Cuando accedió, tendí sobre el plato mi servilleta, a modo de sudario. Justo en ese momento la mesera pasó junto a nosotros y preguntó:
—¿Puedo retirar este plato?
Resistí el impulso de abrazarla y asentí.
Ha transcurrido algo de tiempo desde mi primera experiencia con los mariscos, que me causó terror y me hizo pasar hambre. Ahora ya domino el arte de abrir un cangrejo. ¡Ah, qué satisfactorio es doblar, trozar y abrir una concha para extraer de ella una suculenta pieza de carne intacta! Se me hace agua la boca de sólo pensarlo.
En cuanto a los langostinos, aún no me habitúo a ellos. Si tú los aprecias y los juzgas deliciosos, te creo. En verdad confío en tu palabra.
Me alegra informar que, al correr de los años, me he entretenido mucho probando platillos nuevos, al grado de que ya intercambié papeles con mi esposo.
La semana pasada preparé un guiso con una guarnición de quinoa y hierbas finas. Él vio su plato y me miró antes de que tomara el tenedor y lo hundiera en la ensalada.
—¿Y esto qué es? ¡Parece alpiste!
Le sonreí al otro lado de la mesa.
—Cómelo —le dije—. Te hará bien probar algo nuevo.
~Ann Morrow
Quiero rocanrol toda la noche
La música es sentimiento. Puedes intentar verbalizarla, pero todo se reduce a si te conmueve o no.
~GENE SIMMONS
¿En qué pensaba mi esposo? Acababa de comprar dos boletos para el concierto de kiss. No le importó que fuéramos un par de viejos a punto de llegar a la edad del retiro.
Quizá lo había hecho por nostalgia. Ambos egresamos de la preparatoria en la década de 1970, justo cuando la banda kiss irrumpió en el mundo de la música. Esto no significa que haya sido de mi agrado. Soy una pianista clásica, y mi gusto musical iba entonces de lo clásico al soft rock; de Beethoven a Barry Manilow, no a kiss, que rayaba en el heavy metal. Este estilo le gustaba más a mi hermano. De hecho, conocí ese tipo de música porque se filtraba bajo la puerta de su recámara. Yo era una niña bien; no escuchaba la clase de música que kiss tocaba. Además, me había enterado de algunas de las travesuras que hacían en sus conciertos, como que Gene Simmons escupía sangre. ¡Puaj! ¡Qué asco!
Aun así, debo admitir que algo me intrigaba en ese grupo. Su maquillaje estilo kabuki, su vestuario blanco y negro de arlequín y sus tacones peligrosamente altos llamaban mi atención. kiss fue tan popular en los años setenta que, en uno de los concursos anuales de mi escuela, unos compañeros lo imitaron e hicieron play-back de un éxito suyo. Con luces intermitentes y una imaginación desbordada, habrías jurado que estabas frente a kiss. Lo único que desmereció fue la burda pirotecnia, consistente en que un chico escupiera gas para encendedores y le prendiera fuego; todo iba muy bien hasta que el telón ardió en llamas. Tal vez por eso apenas obtuvieron el tercer lugar.
Cuarenta años más tarde, yo asistiría a mi primer concierto de kiss. ¡Era una locura! Cuanto más se acercaba la fecha, más ansiosa me ponía. ¿Qué diablos hacía yo, una mujer madura relativamente conservadora? Pese a todo, decidí que asistiría con la mejor actitud posible y me pondría mi mejor atuendo blanco y negro.
La noche del concierto no tenía idea de qué esperar. Nuestros asientos estaban muy próximos, aunque no juntos. Mientras miraba a mi alrededor, me sorprendió ver que muchas personas parecían de mi edad. Esto hizo que me sintiera un poco más a gusto con la experiencia. Cerca de la hora del espectáculo, la sala se llenó. A mi derecha había un grupo de hombres de treinta y tantos años, con excepción del chico que ocupaba el asiento casi junto al mío. Antes de que empezara el show, le pregunté su nombre y cuántos años tenía. ¡Era de la edad de mi hijo! Éste era también su primer concierto de kiss. Al menos teníamos algo en común.
Justo antes de que la banda saliera al escenario, una mujer menudita apareció en un extremo de nuestro pasillo y se abrió camino hasta el único asiento de la fila que permanecía vacío, justo el que se hallaba entre el joven y yo. Vestida con una camiseta deslavada de kiss, jeans y zapatos deportivos, la dama se sentó. Parecía tan fuera de lugar que temí que los chicos se burlaran de ella, pero en cuanto tomó asiento uno de ellos dijo:
—¡Una abuelita roquera acaba de sentarse junto a nosotros!
No pude menos que informarme de su situación. Tenía setenta y seis años, casi la edad de mi mamá, y era no sólo abuela sino también bisabuela roquera y fan absoluta de kiss, a cuyos conciertos asistía desde los años setenta. Para probarlo, me enseñó el talón de un boleto; era de un concierto de kiss y había costado apenas doce dólares. ¡Qué tiempos aquellos! Esta damisela era una verdadera fanática del grupo. Acudía a todas sus presentaciones en la ciudad. Había venido sola a ésta porque su esposo no era muy adepto a la banda. En cambio, ella se movía como pez en el agua en este ambiente.
Tan pronto como el concierto empezó, la gente se paró de un salto, incluida la abuelita. De hecho, ella no se sentó un instante, y durante hora y media tampoco dejó de alzar su diminuto y arrugado puño. Los zapatos deportivos eran de rigor y ella lo sabía, como la experta en conciertos que era. ¡Increíble! Me sentí avergonzada.
Antes del show yo había investigado un poco sobre kiss, y me enteré de que el promedio de edad de sus integrantes era de sesenta años. Esto resultó más admirable todavía cuando vi sus tacones, en especial los de Gene Simmons, con todo y unos colmillos como de tiburón, de al menos quince centímetros de alto. Paul Stanley incluso se veía bien con un atuendo que mostraba su vientre. Todavía tiene un abdomen admirable. Me olvidé de mi artritis de rodilla y cadera, y estuve parada durante casi todo el concierto. Yo no lo he tenido nunca; debe estar en algún sitio, pero aún está por aparecer. Desde luego que jamás me pondría una blusa corta y centellante que exhibiera mi vientre.
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