José Rodríguez Iturbe - Los gatos pardos

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La complejidad de la historia política latinoamericana no admite localismos autorreferentes, hay en ella un desarrollo disímil de acontecimientos y de personas. Por esa razón la mirada cultural-política que da el autor a los protagonistas, situaciones y procesos de finales del siglo XIX, de todo el siglo XX y comienzos del XXI nos permiten entender la muy variada, trágica y mágica realidad latinoamericana, cuyo orden internacional aún no está claramente definido y en el que la trilogía tumoral del caudilismo, el jacobismo y el militarismo impide su afirmación en la modernidad y el progreso.

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El cesarismo criollo dio la impresión de ser reflejo de un subconsciente monárquico. Con la Independencia, se quiso cortar con el reino borbónico, pero sin sustituir el absolutismo de Fernando VII (él que pasó, por méritos propios, de ser el deseado de los pueblos a ser el rey Felón), por la carencia de una auténtica conciencia ciudadana; y porque, en realidad, la emancipación fue empeño de minorías ilustradas más que verdadero anhelo popular, hasta avanzada la lucha y por los errores político-militares (sobre todo políticos) de los enviados de la España peninsular a la España americana (para decirlo con los términos de Juan Germán Roscio [1763-1821]). Piénsese, a modo de ejemplo, en la eliminación física que Pablo de Morillo (1775-1837) realizó en la élite social y en la intelligentsia neogranadina.

Esos caudillos de subconsciente monárquico, en nuestra historia republicana, más que condottieri fueron demagogos, que sujetaron su condición de líderes a su capacidad de halago y de oferta fácil. Conciencia ciudadana en el común y conciencia de Estado en el liderazgo es lo que ha faltado en nuestro accidentado proceso de patrias. Así, malacostumbrados, cuando la conciencia de Estado ha planteado el sacrificio, la respuesta blanda ha sido la fuga hacia la irracionalidad: el rechazo al esfuerzo, la búsqueda del facilismo, el dinero mal habido o el saqueo. No ha habido élites, sino oligarquías. Porque las élites saben que su ejemplo es pedagógico; y nuestra sociedad, maltrecha y con raíces disueltas, puso la idealización de su ascenso en lo carente de valores, en el oropel de la apariencia, en la riqueza sin cuestionar su fuente o modalidad de origen entendida como bienestar.

En la quiebra repetida una y otra vez, a lo largo de nuestra América, de la República civil pudo más el materialismo de los ladrones, de los aficionados al buen vivir, con alergia al trabajo real y honesto, que las malas políticas. Ya Jacob Burckhardt (1818-1897), el profesor de Basilea, el tutor Helvetiae, el brillante discípulo de Leopold von Ranke (1795-1886), había predicho —en los días de la guerra franco-prusiana de 1870— que cuando los pueblos olvidan los principios buscan un Führer.

Política de ideas y las élites

Política con ideas y conciencia de Estado

No se logra por magia la regeneración de las naciones. Ello requiere lentos procesos de educación moral y cívica. Educación que exige el ejemplo de los de arriba, de los que están como en vitrina y generan patrones de comportamiento a quienes los miran desde una altura más baja. Ejemplos que producen aquella irradiación (por la imitación en la mente grupal) de la cual habló Gabriel Tarde (1843-1904). Se trata, sobre todo, del ejemplo de quienes son o se dicen dirigentes en la vida política, social y económica. Hasta los modales, la vestimenta y el lenguaje se imitan. Y en América Latina, en lugar de ennoblecerse, el aturdimiento materialista, la destrucción de la familia, la ruptura de la solidaridad social, el culto al individualismo rastrero uncido al olvido de la urbanidad, la degradación canallesca del lenguaje, la pérdida del respeto en el trato mutuo, acompañada de la creciente incineración de la confianza, así como la búsqueda simple y torpe de la prepotencia, de la impunidad y de la fuerza, hicieron patente, una y otra vez, que la patria no estaba hecha, sino que, en su hacerse, se encontraba aún en etapas muy distantes de la madurez requerida para tener relieve en el concierto de las naciones.

Por eso, aunque se dijera que teníamos política ideológica, si de algo padecimos (y padecemos) fue de carencia de ideólogos, tomando esa palabra en el sentido de pensadores que buscaran en la coherencia teórica y en la reflexión continuada las pautas de su acción en el campo de la vida pública. De ahí que la atorrante ignorancia se jactara de un desconocimiento cuasi enciclopédico de todo saber humanístico, incluido el de la propia historia nacional. Y quien no conoce el pasado mal puede comprender el presente y diseñar sin escapismos absurdos el futuro. Por eso fue tan frecuente en nuestra historia que, sin grandeza personal, se sobrepasaran los límites de la sensatez y la sindéresis.

Nuestros estadistas, cuando los ha habido, han sido, sobre todo, hombres de acción. Pero como se ha repetido hasta la saciedad, si el pensamiento sin la acción es estéril, la acción sin el pensamiento es ciega. En la vida política latinoamericana, ha habido, tristemente, una extendida alergia, una desconfianza temerosa frente a la intelectualidad, frente a la gente de pensamiento. Muchas veces, sobre todo en el siglo XIX posindependentista, quienes lograron figuración estelar no lo hicieron por el reconocimiento social de sus méritos y capacidades, sino por la turbulencia de las coyunturas, en las cuales, agitándose el fango del cauce social por las conmociones que se vivían, colocaron, ante los ojos de todos, muchas expresiones antológicas de la vergüenza y la decadencia colectiva en posiciones rectoras.

No han faltado a lo largo de nuestra historia individualidades brillantes, personalidades destacadas por su inteligencia y laboriosidad, sujetos poseedores de talento científico o de capacidad literaria o especulativa o con dotes de capitanes de empresa. Pero en la vida de nuestras repúblicas, han sido una especie de polinesia humana, islas dispersas en un inmenso océano marcado por el caos bélico y el desbarajuste social.

Como no había estadistas que ayudaran a insertar el esfuerzo individual en una tarea común —aunque siempre plural y polifónica— de hacer visible en el rostro distinto de las patrias la fuerza creadora de la libertad, muchos esfuerzos quedaron confinados (por no decir secuestrados) en los áticos o buhardillas llamativas de las singularidades no insertadas en equipo humano alguno. Y, por ello, a menudo, los más capaces vivieron en una especie de introvertimiento, en algunos casos buscado, o, más comúnmente, provocado por el afán vengativo de espíritus malignos que usaron el poder para humillar o aniquilar socialmente a quienes no se rendían a su bajeza (piénsese, para no evocar ejemplos demasiado recientes, en el caso venezolano de Cecilio Acosta [1818-1891], acosado mezquina y criminalmente por Antonio Guzmán Blanco [1829-1899], quien destinaba a sus opositores al “cementerio de los vivos”, pues de ellos no era permitido ni siquiera hablar).

Las élites liberales del siglo XIX y comienzos del siglo XX

Enrique Krauze publicó en 2011 un libro de bastante repercusión: Redentores: ideas y poder en América Latina (cfr. Krauze, 2011). En él analizó desde Martí a Chávez, deteniéndose, como es lógico, en personas como Vasconcelos, Rodó y Mariátegui, entre otros. Trató Krauze en su obra del mesianismo político en América Latina tomando como referencia los fenómenos de la revolución nacionalista y la revolución marxista-leninista. Así, como en visión caleidoscópica, su mirada abarcó en ese libro desde la guerra hispano-estadounidense de 1898, José Martí, el Ariel de Rodó y el arielismo, el extendido sentimiento antiestadounidense, la repercusión en América Latina de la guerra civil española, la Revolución cubana y el golpismo seudorrevolucionario de Chávez en Venezuela. Se esforzó Krauze en poner de relieve los enredos en el imaginario colectivo latinoamericano causados por el mito revolucionario. Algunos han señalado que la base fundamental de todo lo apuntado por Krauze está en el “trasfondo religioso de la cultura católica” que causó (y causa, a su entender) el fracaso de los Estados liberales en nuestras latitudes. Tal señalamiento opaca, a mi entender, lo fundamental del aporte de Krauze. Este tiene una amplia obra intelectual con aspectos valiosos, en la cual se destaca, sobre todo, su condena abierta a toda negación de las libertades y derechos fundamentales en las dictaduras, sean estas de derecha o de izquierda. Ese enfoque desvía la atención a lo medular de las páginas de Redentores. No puede menos que indicarse, en el mismo, un no confesado o inconsciente uso del criterio marxista sobre la primera alienación, la alienación religiosa. Algunos liberales coinciden con Marx en un punto que no es secundario para el análisis y la valoración de las culturas, tanto en lo que atañe a la religión como en lo que atañe a la política. Marx, coincidiendo con Feuerbach en que el hombre es para el hombre el ser supremo, señaló con fuerza que la creencia en un ser supremo no es otra cosa que la suprema y primera alienación. Por eso Marx sostuvo que la religión (cualquier religión) era el opio del pueblo y que la crítica de la religión era condición de toda crítica. El mundo ilustrado, sin compartir la Weltanschauung marxista, partiendo, sin embargo, de un antropocentrismo semejante, consideró también la necesidad de vaciar de creencias (sobre todo, de cualquier savia católica) las culturas, pensando que el equilibrio de la racionalidad generaría la suprema dignidad de la humanidad, el parto de las libertades y la histórica concreción de la justicia. Y ello ha sido desvirtuado (y lo sigue siendo) por la evidente realidad de las cosas.

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