José Rodríguez Iturbe - Los gatos pardos

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La complejidad de la historia política latinoamericana no admite localismos autorreferentes, hay en ella un desarrollo disímil de acontecimientos y de personas. Por esa razón la mirada cultural-política que da el autor a los protagonistas, situaciones y procesos de finales del siglo XIX, de todo el siglo XX y comienzos del XXI nos permiten entender la muy variada, trágica y mágica realidad latinoamericana, cuyo orden internacional aún no está claramente definido y en el que la trilogía tumoral del caudilismo, el jacobismo y el militarismo impide su afirmación en la modernidad y el progreso.

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Pero como desde el poder, con fuerza militar sostenida, se intentó vaciar de creencia a la vida de los pueblos ahora constituidos en Estados soberanos, esas élites, que no eran liberales aunque así se llamaran, provocaron un corte cultural oficial que tendría insospechadas consecuencias. En los vericuetos del siglo XIX, aunque el anticlericalismo (entendido erróneamente como antirreligiosidad) fuera aceptado en no pocos núcleos o élites dirigentes, la continuidad en la visión de España como madre patria fue una realidad. Realidad exasperada, cabría añadir, cuando desde fines del siglo XIX, con la guerra hispano-estadounidense, la visión de los Estados Unidos adquirió, en la opinión común de nuestra América, tonalidades repulsivas por su abierto imperialismo que, a costa de las naciones hispanoamericanas, pretendió ejercer de facto un vasallaje sobre pueblos que el ingrediente racista consideraba inferiores por un doble motivo: por su origen hispánico (lo cual para la perspectiva imperial anglosajona ya era una tacha: todo lo susceptible de ser motejado de hispanic era motivo de desprecio) y por el mestizaje distintivo de la criollidad.

La reacción antiestadounidense tuvo, pues, mucho que ver con la comprensión de la acción estadounidense en nuestra América desde la dicotomía entre Ariel (América Latina) y Calibán (el monstruo imperialista de los Estados Unidos), que Rubén Darío planteó en 1898, dos años antes que José Enrique Rodó, en 1900, con su Ariel sirviera de referencia para un vasto movimiento cultural-político, de gran expansión en la juventud universitaria. En la Reforma Universitaria Argentina, que tuvo como epicentro a Córdoba (1918), se proclamó a Rodó como maestro de la juventud de América. Si en la Reforma Universitaria hubo, sin duda un ingrediente de jacobinismo anticlerical (en el sentido antes dicho de antirreligioso), se mantuvo, sin embargo, para exaltar lo propio, una continuidad cultural con lo hispánico. Intentaron entonces no pocos un camino histórico inspirado ya más en el jacobinismo que en el liberalismo propiamente dicho (aunque algunos siguieran llamándose liberales).

La Generación de 1898 en la madre patria (Miguel de Unamuno [1864-1936], Azorín [José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, [1873-1967], Ramón María del Valle-Inclán [1866-1936], Pío Baroja [1872-1956], Ramiro de Maeztu [1875-1936], Vicente Blasco Ibáñez [1867-1928], Serafín [1871-1938] y Joaquín [1873-1938] Álvarez Quintero, Manuel [1874-1947] y Antonio [1875-1939] Machado, Ángel Ganivet [1865-1898], Francisco Villaespesa [1877-1936] etc.), impactados por la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, fueron severos críticos del canovismo (la Restauración, que tuvo como político fundamental a Antonio Cánovas del Castillo [1828-1897]) y partidarios, con distinta intensidad, del llamado regeneracionismo, que dejaba ver una amarga confusión sobre el ser y el destino de España.

No se trata aquí de esa llamada Generación de 1898, “tan valiosa en literatura como fútil en política” (Moa, 2000, p. 45). Se trata de mostrar algunos trazos de la situación de crítica complejidad creciente que experimentó España desde fines del siglo XIX hasta el comienzo de la guerra civil. España, sin pulso, dijo Francisco Silvela (1843-1905) 1en el fin del siglo XIX español, a causa del desastre (la guerra hispano-estadounidense de 1898). Las guerras de Cuba y Filipinas, más la de 1898 propiamente dicha (la guerra hispano-estadounidense) arrojaron 50 000 muertos. De ellos, solo 5 % cayó en combate; 95 % restante falleció principalmente a causa de enfermedades tropicales.

En 1900, en el Presupuesto de Guerra de Españam los sueldos de los oficiales absorbían 80 millones de pesetas; los sueldos de tropa, 45 millones; y el armamento 13 millones. Había entonces 24 700 oficiales para 80 000 soldados (Moa, 2000, p. 61). Aunque esto mejoró luego, las reformas se retrasaron y las consecuencias se vieron en la guerra de Marruecos.

El comienzo del siglo estuvo signado en España por un proceso de desestabilización creciente. El anarquismo ibérico se caracterizó por su práctica terrorista. El socialismo extremo, unido en el caso de Cataluña a un regionalismo radical, dio a la izquierda política una presencia y beligerancia hasta entonces desconocida en la vida política española. Comenzó una dialéctica de extremos, con escaso margen a equilibrios de centro, que culminaría, en 1936, con la vorágine belicista de la guerra civil. El Ejército se fue convirtiendo, poco a poco, en el árbitro de situaciones políticas sin salida. Al menos, sin salida estable y verdadera, pues cada fórmula de coyuntura, en lugar de representar la superación de una crisis en cadena, simplemente significaba el comienzo de otra fase (a menudo más aguda que la anterior) del conjunto de tensiones, confrontaciones, insurrecciones y tentativas revolucionarias que iban sembrando de incomprensión y caos la vida nacional.

Un ejemplo de ello fue la Semana Trágica de Barcelona (fines de julio de 1909): una protesta por el envío de tropas a Marruecos terminó en insurrección (saqueos de comercios, quema de iglesias y edificios religiosos, barricadas, etc.). El Ejército intervino: 118 muertos. Los procesos siguientes produjeron 17 condenas a muerte; 5 ejecutadas. De estas, la más notable fue la de Francesc Ferrer i Guàrdia (1859-1909), quien unía en sus enseñanzas racionalismo y anarquismo. Miguel Sánchez González, quien había sido secretario de Ferrer i Guàrdia, lo describe como un ser “malvado y miserable”, y lo acusa de estar detrás del asesinato de Cánovas, del atentado fallido contra Maura (realizado por un alumno de la Escuela Moderna de Ferrer i Guàrdia) y de los sangrientos atentados contra el rey (pp. 66-67).

Joaquín Costa (1846-1911), después de haber alentado un posible imperialismo español en África, luego del trauma de 1898, planteaba, con su regeneracionismo, nada menos que fundar España otra vez, como si no hubiera existido. Usó Costa una retórica con frases cargadas de escepticismo y negativismo histórico: “Doble llave al sepulcro del Cid, para que no vuelva a cabalgar”. Ese rechazo del pasado hispano fue una constante en Manuel Azaña (1880-1940). Al mismo se sumó luego, a ratos, José Ortega y Gasset (1883-1955). Uno de los pocos que reaccionó contra tal posición fue Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) (cfr. Moa, 2000. p. 74).

Hoy presenciamos —dijo D. Marcelino en un famoso discurso en el centenario de Jaime Balmes (1810-1848)— el lento suicidio de un pueblo que engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan y corriendo tras varios traspantajos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es lo único que redime y ennoblece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia nos hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyos recuerdos tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. […] Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora. Un pueblo puede improvisarlo todo menos su cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil. (Menéndez y Pelayo, 1910, p. 354).

Algunos consideran ese discurso como el testamento espiritual 2de Menéndez y Pelayo.

España vivió, pues, un tiempo de agitación social y política y de profunda división cultural y espiritual. Fueron años en los cuales cristalizó la realidad de las dos Españas. Un periodo de agitación sin precedentes, en el cual, socialmente, imperaba un estado febril del cual se vieron libres muy pocos. No exageraba, no, Menéndez y Pelayo. Desde una europeización que algunos pretendían a costa de aniquilar su propia identidad cultural y de ignorar su historia, hasta el acratismo incontenible en su ensangrentada máscara terrorista.

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