José Rodríguez Iturbe - Los gatos pardos
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Notas
1 Francisco Silvela fundó, meses después del asesinato de Cánovas, el 31 de diciembre de 1897, la Unión Conservadora. Llegó, posteriormente, a ser jefe de Gobierno.
2 En expresión de Siguán (1956, pp. 333-378), ese discurso fue “el canto del cisne de Don Marcelino en Cataluña: dos años después y cuando ya las noticias que sobre su salud circulaban lo hacían temer, llegaba a Barcelona la noticia de su muerte” (p. 378).
El marco teórico
El texto en el contexto
La Escuela de Cambridge ha puesto el énfasis en la necesidad de ver el texto en el contexto. Analógicamente, se puede decir que es necesario ver los procesos en su contextualidad histórica. 3Si se deforma la comprensión de una obra y de la intencionalidad de su autor leyéndola independiente de las circunstancias que rodearon su nacimiento y considerándola separadamente del conjunto de las obras de su autor, lo mismo, mutatis mutandis, puede decirse de los procesos o coyunturas históricas de los pueblos. Ellos no pueden ser cabalmente conocidos y comprendidos y por tanto interpretados y prescindir de las características del momento histórico y de la elipse de sus principales sujetos protagónicos. Considerar los procesos en su contextualidad supone, pues, no visualizarlos de manera simplemente autorreferente, sino, con visión realista, la más objetiva posible dentro de la inevitable subjetividad del historiador, considerarlos, comprenderlos y valorarlos en el marco más amplio de los restantes procesos histórico-políticos que coexisten en un periodo determinado. La carencia de nexos causales entre unos y otros no invalida la consideración de sus semejanzas como elementos de influencia temporal-cultural que ayudan a una visión más global y a un entendimiento más cabal de ellos. A menudo, sin esa consideración la perspectiva crítica resultaría afectada en grado mayor del que sería de desear.
Estática y dinámica histórica
La que nos toca considerar, más que historia jurídica, es, básicamente, historia política. O, si se desea, historia política con elementos de historia de las ideas. En toda historia, no se trata de absolver o condenar por criterios ideológicos a priori, sino de conocer. Pero no se trata de un conocer aséptico, sino valorativo. Así, a mi entender, interesa una historia que no solo diga dónde están las cosas, sino que, además, indique adónde van, como consecuencia del recto conocimiento. Interesa no solo la estática, sino también la dinámica histórica. Qué cosas cambiaron al presentarse nuevos vientos en la historia; y hacia dónde cambiaron llevados por ellos. Y quiénes entendieron que los tiempos cambiaban y el sentido del cambio. La visión histórica del contexto jurídico-político latinoamericano del siglo XX presenta un empeño —a veces exitoso, otras no— de búsqueda de la modernidad postergada. Con sus variantes, es, en América Latina, un siglo de transición. No solo se trata de la etapa final de una transición, después de la Independencia, sino de captar el sentido y el rumbo de esa transición vista en su conjunto.
El objeto del estudio histórico es conocer lo ocurrido, sin deformaciones y lo más plenamente posible; es decir, conocerlo en su carácter propio, pero en el cauce que identifica a los hechos concretos en un proceso, sin deformarlos pretendiendo considerarlos como aglomeración de circunstancias sin un sentido global. El conocimiento histórico, por tanto, no puede variar por el matiz ideológico o la postura personal política de quien realice tal estudio. Ciertamente, el conocimiento es inescindible de la interpretación; y en la interpretación entra en juego, de variadas formas, la subjetividad de quien al conocer interpreta, y al interpretar valora.
El esfuerzo del historiador por precisar los facta históricos, y de dónde vienen y adónde van, se encuentra, a veces, con la posibilidad de señalar, como en la geografía, hechos que constituyen como las divisorias de las aguas en las altas cumbres.
Conocer-interpretar
La nueva conciencia hermenéutica que, apuntada a fines del siglo XIX, se asienta y extiende en el siglo XX, supone que el ser humano, animal racional, es animal hermenéutico, para decirlo con los términos de Vittorio Mathieu. 4Pero se trata de conocer-interpretar sin deformar ni eludir los facta de la historia. El conocerinterpretar histórico no supone, por tanto, la ideologización de la historia. Esta supondría pretender a priori encorsetar los hechos, los procesos, las personas, en esquemas dados con anticipación que hipotéticamente producirían, como condición de supuesta cientificidad, una comprensión predeterminada, cargada de intencionalidad de índole partisana, cuyo delta teórico y práctico suele estar en las variadas formas de fe en la historia o de fideísmo historicista, como quizá sería más propio decir.
En el conocer-interpretar, el sujeto que conoce descubre significados; y la subjetividad, de nuevo, aflora en el hecho de que resulta imposible que tales significados no posean conexión alguna con el imaginario colectivo, que, en sí, remite a una ubicación cultural-temporal. Así, la subjetividad de quien conoceinterpreta no solo no rechaza ni niega el conocimiento objetivo, sino que, por el contrario, es respetuosa, en el conocimiento histórico, de la documentada fundamentación de lo verdaderamente ocurrido.
Conocer-interpretar no es históricamente equivalente a inventar. Ni el descubrimiento de significados supone invención caprichosa de estos. Por ello, sin que se trate de absolver o condenar a priori (actitud propia de la ideologización de la historia), el conocer-interpretar no es (ni pretende ser ni hacer) una historia aséptica, sin valoraciones de ningún tipo. Respecto de los procesos históricos, en cuanto forjados por un tejido de conductas, individuales y colectivas, tal hipótesis de asepsia —falsa pretensión de neutralidad, de objetividad más allá del bien y del mal— resulta no solo cuestionable, sino imposible.
La historia política, con elementos de historia de las ideas, debe aspirar a ser seriamente objetiva, sólidamente fundamentada, pero su conocer-interpretar de un periodo complejo no quiere ni puede ser falsa o hipócritamente neutral. En ella se encuentran hechos, circunstancias, actitudes, que exigen del investigador que busca conocer-interpretar una valoración. Como señalara Hannah Arendt, refiriéndose a actitudes de supuesta asepsia, pretender hablar de las cámaras de gas del nazismo sine ira equivale a indultarlas. Del mismo modo, frente a la negación de los derechos humanos que tachonan el tiempo de las tiranías, cualquiera sea su signo, una simple constatación no basta, sino que resulta necesidad ineludible asumir éticamente, frente a tales realidades histórico-políticas, una definición. Ello equivale a valorar, no a ideologizar. Ello equivale a interpretar, no a ignorar por comodidad o conveniencia (Arendt, 1972, 1961).
Tal postura resulta perfectamente compatible con la constatación fenomenológica de posibles logros, en cuanto a las estructuras materiales del medio social en el tiempo que se estudiará, así como la vinculación de la fenomenología política de cada país con un marco más global de referencia internacional; marco sin la consideración del cual solo se lograría un conocimiento-interpretación signado por una autorreferencia enquistante y deformante; es decir, un no conocimiento y una no comprensión y no interpretación adecuada.
Líderes, caudillos, estadistas
Es un principio básico de filosofía social que todo grupo humano necesita un fin social para constituirse cono sociedad. Y que para alcanzar ese fin social el principio unitario de autoridad exige que haya quien dirija y quien sea dirigido. Las formas que pueda adoptar políticamente este principio de autoridad son variadas; pero, sean cuales sean, no se rigen por la arbitrariedad o el capricho, sino que deben existir, en toda sociedad civilizada, reglas de juego que norman la praxis tanto de gobernados como de gobernantes. Así pues, cuando se habla de líder (del inglés leader) o de liderazgo se está haciendo referencia a quien dirige un grupo, a quien figura y actúa como cabeza de él. Quien ejerce el liderazgo debe poseer el respeto de aquellos que dirige. Desde los romanos se decía que para el ejercicio del imperium (poder) era necesaria la posesión de la auctoritas (reconocimiento de capacidades, ya por su virtudes o méritos, por sus ejecutorias [res gestae] que suponían la aceptación de una superioridad moral). Puede haber auctoritas sin imperium, pero el imperium sin la auctoritas degenera en tiranía. Cuando la discusión sobre los tipos de liderazgo se proyecta en la política, surgen, colateralmente, además de las referidas al liderazgo, las reflexiones sobre el caudillo y el estadista.
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