9Por entonces, Von Chamisso había conseguido fama de poeta. [N. de la T.]
DESPUÉS DE UNA FELIZ pero para mí muy molesta travesía, llegamos por fin al puerto. En cuanto llegué a tierra con el bote, cargué yo mismo con mi pequeña propiedad y, abriéndome paso entre el gentío, entré en una casa cercana, la más insignificante sobre la que vi un rótulo. Pedí una habitación, el muchacho me midió con una ojeada y me condujo a la buhardilla. Hice que me subieran agua fresca y que me dijeran detalladamente dónde podría encontrar al señor Thomas John.
—Enfrente de la puerta Norte, 10la primera casa de campo a mano derecha. Una casa nueva, grande, de mármol rojo y blanco con muchas columnas.
—Bien.
Como era todavía temprano, deshice mi paquete, saqué mi práctico abrigo negro nuevo, me vestí con mi mejor traje, cogí mi carta de recomendación y me puse rápidamente en camino, en busca del hombre que debía favorecer mis modestas esperanzas.
Después de haber subido toda la larga calle Norte y llegado a la puerta, vi brillar enseguida las columnas entre la arboleda.
Aquí es, pensé.
Quité el polvo de mis zapatos con el pañuelo, me arreglé el que llevaba al cuello y tiré de la campanilla en nombre de Dios. La puerta se abrió de golpe. Tuve que soportar un interrogatorio a la entrada, el portero al fin avisó que yo estaba allí y tuve el honor de ser llamado al parque, donde el señor John se encontraba con unos amigos. Me recibió bien, como un rico a un pobre diablo, hasta se volvió hacia mí, pero sin apartarse desde luego de los otros, y tomó la carta que tenía en la mano.
—Vaya, vaya, de mi hermano… Hace mucho tiempo que no sé nada de él. ¿Está bien? Allí —continuó dirigiéndose a los otros sin esperar mi respuesta y señalando con la carta una colina—, allí voy a hacer el nuevo edificio.
Rompió el sello, pero no la conversación, que era sobre dinero, y soltó:
—Quien no tenga, por lo menos, un millón, y perdonen la palabra, es un golfo.
—¡Eso es verdad! —exclamé con gran entusiasmo.
Debió de gustarle. Me miró sonriendo y me dijo:
—Quédese, querido amigo, quizá tenga después tiempo para decirle lo que pienso de esto.
Y señaló la carta, que se guardó en el bolsillo, y se volvió hacia los otros. Ofreció el brazo a una joven, los demás se preocuparon de otras beldades, cada uno encontró lo que le convenía y se dirigieron a una colina con rosales floridos. Yo me deslicé detrás de ellos sin molestar a nadie, porque maldito si alguien volvió a ocuparse de mí. Los invitados estaban muy alegres, coqueteaban y se gastaban bromas, a veces hablaban seriamente de frivolidades, y las más de las veces, frívolamente de cosas serias; con gran tranquilidad se hacían en especial chistes sobre amigos ausentes y sus historias. Yo era demasiado extraño allí para entender mucho de todo aquello y estaba demasiado preocupado conmigo mismo para captar el sentido de semejantes misterios.
Ya habíamos llegado a los rosales. La bella Fanny, 11según todas las apariencias la reina del día, se empeñó en cortar ella misma una rosa de una rama florida y se pinchó con una espina. Como si fuera de la oscura rosa, corrió púrpura por la suave mano. Este hecho puso en movimiento a todos los acompañantes. Alguien pidió emplasto inglés. Un hombre alto, más bien viejo, delgado y seco, siempre callado, que pasaba junto a mí, y en el que no me había fijado antes, metió enseguida la mano en el estrecho bolsillo del faldón de su levita gris, al antiguo estilo de Franconia, 12sacó una carterita, la abrió y ofreció a la dama con una devota inclinación lo que se pedía. Ella lo recibió sin fijarse siquiera en quién lo daba y sin dar las gracias. Vendada la herida, todos siguieron colina arriba. Querían gozar desde lo alto de la amplia vista sobre el verde laberinto del parque hasta el infinito océano.
La vista era verdaderamente amplia y magnífica. Un punto luminoso apareció en el horizonte entre las oscuras olas y el azul del cielo.
—¡A ver, un catalejo! —gritó John.
Y antes de que la caterva de criados que atendió a su llamado pudiera ponerse en movimiento, ya se había inclinado humildemente el hombre de gris, había metido la mano en el bolsillo del abrigo, sacado un hermoso Dollond, 13y se lo había puesto en la mano al señor John. Éste, llevándoselo inmediatamente a un ojo, notificó a sus acompañantes que era el barco que había salido el día anterior y al que el viento contrario tenía detenido todavía a la vista del puerto. El catalejo pasó de mano en mano y nunca volvió a las de su propietario. Yo miré maravillado al hombre sin comprender cómo aquel aparato tan grande había salido de tan pequeño bolsillo; pero parecía que a nadie le había chocado y nadie volvió a preocuparse del hombre de gris, lo mismo que hacían conmigo.
Se sirvió un refrigerio; las más raras frutas de todas partes en las más preciosas fuentes. El señor John hizo los honores con fácil elegancia y me dirigió por segunda vez la palabra:
—Coma, por favor, esto no lo ha tenido en el mar.
Yo me incliné, pero él no lo vio; estaba hablando ya con otro.
Se habrían sentado todos en la hierba de la pendiente de la colina para contemplar el paisaje que se extendía enfrente si no hubieran temido la humedad del suelo. Alguno de los acompañantes comentó que habría sido divino tener alfombras turcas para extenderlas. Apenas expresado el deseo, el hombre del abrigo gris metió la mano en el bolsillo y con gran modestia y humildad sacó una rica alfombra turca tejida con oro. Los criados la tomaron como si aquello tuviera que ser así y la desenrollaron en el sitio deseado. Todos se acomodaron en ella sin más. Yo miré de nuevo pasmado al hombre, al bolsillo y a la alfombra, que medía más de veinte pasos de largo y diez de ancho, y me restregué los ojos sin saber qué pensar, sobre todo porque nadie encontraba maravilloso aquello.
Me habría gustado informarme sobre aquel hombre y preguntar quién era, pero no sabía a quién dirigirme, porque temía casi más a los señores sirvientes que a los señores servidos. Finalmente me armé de valor y me acerqué a un joven que me pareció de aspecto más modesto que los otros y que se quedaba solo bastantes veces. Le rogué en voz baja que me dijese quién era aquel hombre tan atento vestido de gris.
—¿Ése que parece el cabo de una hebra de hilo escapado de la aguja de un sastre?
—Sí, ése que está ahí solo.
—No lo conozco —fue su respuesta.
Y, al parecer, para evitar seguir hablando conmigo, se dio la vuelta y empezó a hablar de cosas indiferentes con otro.
Empezó a calentar más el sol y molestaba a las damas. La bella Fanny se dirigió indolentemente al hombre gris, al que nadie, que yo sepa, había hablado hasta entonces, y le hizo la tonta pregunta de si no tendría también una tienda de campaña. Él contestó con una profunda inclinación como si hubiera recibido un honor inmerecido, y ya tenía la mano en el bolsillo, del que vi salir telas, barras, cuerdas, hierros; en pocas palabras, todo lo necesario para una magnífica tienda de lujo. Los jóvenes ayudaron a armarla y pronto cubrió la totalidad de la alfombra… Y nadie encontró en ello nada extraño.
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