Esto ha sido un inciso en toda regla.
Sí.
Ha sido un poco largo. Además, me cuesta entender esto de que todo cuerpo emite ondas.
No estoy seguro de qué es lo que te cuesta más, si entenderlo o creerlo.
Cuando tratas de explicarle a alguien alguna rareza cuántica como, por ejemplo, que una partícula puede pasar por dos ranuras distintas a la vez, sueles obtener como respuesta un «no lo entiendo», cuando lo que en realidad está queriendo decir es un «no me lo creo». La resistencia que oponemos a aceptar esta clase de fenómenos físicos se debe a que todavía no hemos desarrollado una intuición cuántica del mundo que nos rodea. Hace ya más de quinientos años que Galileo estableció una ley para la caída libre de cuerpos, pero todavía hoy hay mucha gente que no entiende, o mejor, que no se cree, que una pluma de ave y una bola de plomo dejadas caer desde una misma altura puedan llegar al suelo a la vez. Y es lógico que esto sea así, ya que no hemos nacido en una cámara de vacío, en la que la intuición física, una percepción que está siempre directamente relacionada con los sentidos, nos haría percibir el fenómeno como algo natural.
La intuición, la experimentación y la construcción de una teoría, los tres pilares en los que se fundamenta toda ciencia, es una secuencia que no siempre sigue el mismo orden. En el caso de la física cuántica, la construcción teórica ha acabado por ocupar el primer lugar. Es además una construcción de naturaleza mayoritariamente matemática. El resultado es que si para hacer divulgación de esta materia, ya de por sí difícil de digerir, hay que sembrar el camino de fórmulas, salimos de Herodes para entrar en Pilatos, y más si tenemos en cuenta que en estos linderos no se trabaja precisamente con matemáticas elementales. ¿Qué hacer pues, cuando hasta para los mismos estudiantes de la carrera de física el encuentro con la mecánica cuántica conlleva una crisis que, en el mejor de los casos, puede durar un par de años? En una ocasión, el premio Nobel de física Niels Bohr dijo que si alguien no quedaba confundido por la física cuántica es que no la había entendido bien. Ante un escenario de estas características no queda más que, después de haber edificado el armazón teórico necesario (el de la mecánica cuántica es de los más consistentes que se han construido nunca), iniciar el camino de la persuasión como herramienta alternativa al de la intuición.
Ante tan fantásticos fenómenos experimentales es fácil y tentador, especialmente fuera de los ámbitos universitarios, que la persuasión se convierta en pura seducción; y esta, cuando se desnuda del razonamiento solo puede tener como respuesta el simple acto de fe. Cuando nos dicen que se ha encontrado agua en la Luna o en Marte nos lo creemos. Primero porque es creíble, y segundo, porque hemos depositado nuestra confianza en determinados medios de comunicación. Pero cuando leemos un artículo que habla del gato de Schrödinger o de teleportación cuántica, las cosas cambian. Unos pasan página, otros se interesan y quieren saber más. Pero también hay quien está dispuesto a ver en ello una especie de revelación, una nueva visión del mundo. En este sentido, recomiendo, a los que se interesan por la antropología cultural, un «paseo-nauta» por internet. Descubrirá numerosas sociedades que han aparecido últimamente en torno a la «metafísica cuántica», desde los puros fans, sin más, hasta clubes filosóficos de todos los colores, incluyendo comunidades con tendencias religiosas. ¿Por qué no habría de ser así si, al fin y al cabo, en este mundo de difíciles matemáticas y confusas interpretaciones, los que huyen de la ciencia de los mitos acaban por abocarse casi siempre al mito de las ciencias?
Hasta aquí hemos visto cómo se construye el mundo con los elementos de la tabla periódica, que han sido nuestras piezas elementales en este escenario de construcciones.
A partir de ahora vamos a cambiar de escenario y nos vamos a dedicar a ver cómo se construyen los elementos de la tabla periódica, considerando como piezas elementales a los protones, los neutrones y los electrones, que son en definitiva los componentes básicos de lo que llamamos «materia».
Para adentrarnos en este nuevo escenario será necesario saber contar y medir, además de saber cómo y por qué vemos lo que vemos.
SEGUNDA PARTE
LAS FÁBRICAS DEL UNIVERSO
«La casita entre árboles junto al lago,
del tejado un hilo de humo.
Si faltase
qué desolación
casa, árboles y lago».
BERTOLT BRECHT, El humo
Los pastores, cuando todavía no habían aprendido a contar, sabían cuando les faltaba o sobraba una oveja porque las conocían a todas. No es una manera de contar, solo es una forma de saber si te sobra o te falta algo. Un método que deja de ser útil cuando el número de objetos a contar empieza a ser demasiado grande. En este caso, los pastores resolvían el problema a base de pequeñas piedras siguiendo un sencillo método: se metían una piedra en el bolsillo por cada oveja que salía del corral y luego, al volver del pastoreo, hacían la operación inversa, sacaban una piedra por cada oveja que entraba. Si le sobraban o le faltaban piedras es que algo no iba bien 1.
«Cálculo» viene del latín calculus , que quiere decir piedra pequeña. De ahí viene la palabra «calcular». Otra manera de llevar las cuentas es agujerear las piedras y ensartarlas en un hilo o alambre como si fuera un collar. Hacer las «cuentas» consiste entonces en deslizar las cuentas de un lado a otro. Es lo mismo que se hace en el billar para llevar la cuenta de las carambolas o en el rosario para contabilizar las oraciones. Un marco en el que hay una serie de alambres con cuentas que se pueden mover de un sitio a otro puede ser un juguete, que tienen muchos bebés delante de la trona, o también la base de una de las herramientas de cálculo más sencilla y potente que ha habido: el ábaco.
Si en la pared de una celda vemos pintados grupos de rayas verticales tachados por una raya horizontal pensamos en un prisionero que ha estado llevando las cuentas de los días que lleva encerrado. Lo que hace es construir grupos que tengan el mismo número de elementos. Agrupar objetos para facilitar los cálculos es el principio de una «base» de numeración. Hay agrupaciones naturales, como la de cinco en cinco, que corresponde a los dedos de una mano, o de diez en diez, si consideramos ambas manos (sistema decimal, que quiere decir eso, de diez en diez). En la antigüedad tuvieron gran difusión los sistemas de numeración en base 12, que probablemente tuvieron su origen en el número de constelaciones del zodíaco. Todavía seguimos agrupando algunas cosas por docenas, como los huevos. El francés, por ejemplo, conservan vestigios del sistema de numeración en base 20 (dedos de las manos y de los pies): 83 es quatre-vingt-trois , cuatro veces veinte más tres. También tenemos un antiguo sistema de numeración que procede de los babilonios y que todavía utilizamos para medir el tiempo, agrupando las unidades de 60 en 60 (60 segundos equivalen a un minuto y 60 minutos equivalen a una hora).
Durante siglos, en Occidente, se utilizó el sistema de numeración romano a base de letras. Era bastante incómodo, sobre todo para hacer operaciones largas, aunque fueran tan elementales como sumas o productos. No era un sistema posicional. En un número como CCXXII la letra C tiene siempre el valor de 100, pongas donde la pongas, así como el valor de X es siempre 10, también la pongas donde la pongas. En cambio, en nuestro actual sistema de numeración las cosas no son así. En el número 222 la primera cifra vale 200, la segunda 20 y la tercera 2. Es lo que se llama un sistema de numeración «posicional», en el que el valor de los números depende de la posición que ocupan 2.
Читать дальше