Enrique Gracián - Construir el mundo

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Un viaje extraordinario desde los confines de la materia y el universo hasta el inagotable mundo interior de nuestra mente. El colosal desarrollo alcanzado por la química, la física y la astrofísica nos ha proporcionado un profundo conocimiento del mundo y una insospechada capacidad para construir dispositivos tecnológicos. Pero nos sumimos también en una ignorancia cada vez mayor de nuestra naturaleza interior. Una encrucijada de la que resulta difícil salir si no aprendemos a distinguir con claridad lo que es material y lo que es inmaterial. Enrique Gracián se sirve del concepto de «construcción» para concebir un juego, tan sencillo como ingenioso, que nos desvela con asombrosa claridad la lógica interna de la química y la física: cómo se construye el mundo. Un juego con reglas bien definidas en el que solo intervienen unas pocas piezas, la forma de unirlas y el objetivo final. Mediante una labor de divulgación científica fuera de lo común, el autor traza un recorrido que empieza con las partículas elementales, sigue con los elementos de la tabla periódica y asciende hasta los planetas, las estrellas y las galaxias, para finalizar, en el viaje de regreso, en nuestro mundo interior, donde reside lo intangible, las emociones, los sueños, la memoria y las creencias. Construir el mundo no es solo un «curso rápido de física y astrofísica», es sobre todo un viaje sorprendente a través de la ciencia en el que el lector descubrirá que la materia oscura del universo y nuestro inconsciente guardan paralelismos insospechados, que nuestra sensación de soledad responde a una realidad física, que los campos gravitatorios que rigen los planetas tienen un claro paralelismo en nuestras relaciones humanas, o que la geografía estelar es tan esencial como la terráquea para comprendernos y comprender el mundo.

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En física, el número de golpes o pulsaciones por segundo recibe el nombre de hercios (Hz), en honor a Hertz 1. De manera que es lo mismo decir que el mono hace un redoble con una frecuencia de 50 golpes por segundo, que decir que la onda que genera tiene una frecuencia de 50 Hz.

Cuando el mono empieza a ponerse en plan bestia, es decir, a tocar con una frecuencia que supere los 300 millones de hercios, entramos en la franja de los infrarrojos. Cualquier cuerpo que emita calor produce este tipo de ondas, desde la estufa que tenemos en casa hasta el Sol. También los mandos a distancia de la tele y, cómo no, algunos dispositivos militares.

Hasta aquí son todas ondas invisibles, pero cuando la frecuencia alcanza los 384 THz (en los terahercios se habla ya de billones) empezamos a «ver» las ondas. Abandonamos la zona de los infrarrojos para entrar en el color rojo. Conforme vayamos subiendo la frecuencia, irán apareciendo los colores del arco iris: naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta. Es la zona del espectro visible. Esto significa que los fotones son procesados por un complejo dispositivo que tenemos en la cara (los ojos) capaces de enviar una señal a nuestro cerebro que nos permite identificar una imagen (en colores).

Luego, pasados los quinientos mil billones de hercios (aquí el mono empieza a sudar) dejamos de ver nada y las ondas vuelven a ser invisibles. Entramos en el rango de frecuencias de los rayos ultravioletas. Es la franja peligrosa de la radiación solar, la que produce cáncer de piel.

A partir de los mil millones de hercios hacen acto de presencia los rayos X, que sirven para hacer fotografías a los amigos en la noche de Halloween.

Por último, por encima de los 10 19hercios (un uno seguido de diecinueve ceros) tenemos los rayos gamma, producto de desintegraciones radiactivas con un escalofriante poder de penetración. Por suerte, los que nos llegan de fuera son absorbidos por las capas altas de la atmósfera. También se fabrican en la Tierra para esterilizar equipos médicos en los hospitales.

Queda claro que, con su tambor, el mono, según la velocidad que imprima al redoble, puede iluminar la sala real con luces de colores o dejarlos a todos fritos.

No hay que olvidar que siempre hay algún mono tocando un tambor y llenando el universo de radiaciones electromagnéticas, algunas mortíferas, otras inocuas y otras imprescindibles para la vida.

El equivalente del casillero que teníamos para construir los elementos sería el espectro electromagnético. En este caso es mucho más simple, ya que se trata de una sola fila en la que se representa la distribución de frecuencias.

Si el número que representa la frecuencia es muy bajo escuchamos la radio si - фото 31

Si el número que representa la frecuencia es muy bajo escuchamos la radio, si es más alto podemos asar un pollo. Conforme vamos aumentando la frecuencia podemos ver una película o ponernos morenos o que nuestras células sufran una alteración genética poco deseable.

Una vez más, al final todo es una cuestión de números.

Constantemente estamos produciendo ondas electromagnéticas en un amplio rango de energías. Lo hacemos cuando hablamos por teléfono o encendemos la luz de nuestra mesilla de noche o el puntero de rayos láser. Pero nuestra gran fábrica de fotones, de la que realmente nos abastecemos, es el Sol. En el núcleo de esta estrella tienen lugar reacciones termonucleares con una gran emisión de fotones. Estos fotones hacen un largo y dificultoso recorrido. Chocan con otras partículas, se desvían, vuelven hacia atrás y otra vez hacia adelante, hasta que por fin llegan a la superficie. Una vez allí se esparcen en todas direcciones. Una buena parte de ellos llega a la Tierra. Nos iluminan, nos dan calor y posibilitan algo tan esencial para la vida como es la fotosíntesis. El Sol está muy lejos, pero los fotones viajan a gran velocidad. Solo tardan algo más de 8 minutos en llegar a la Tierra. Nada comparado con lo que tardan en recorrer el camino que va desde el centro hasta la superficie del Sol. En este azaroso viaje los fotones invierten alrededor de un millón de años. Cuando el Sol se apague definitivamente, algo que inevitablemente sucederá algún día, todavía dispondremos de mucho tiempo para disfrutar de su luz y calor. Aunque también cabe la posibilidad de que el Sol ya se haya apagado hace miles o cientos de miles de años y todavía no nos hayamos enterado.

1 Heinrich R. Hertz (1857-1894), físico alemán, fue el descubridor de las ondas electromagnéticas.

LA DOBLE NATURALEZA DE LAS COSAS

Podemos interpretar un fotón como una partícula que viaja a través del espacio, pero también como una onda, con todas las características propias de una onda, como son el reflejarse, interferir o acoplarse con otras ondas.

El interior de una habitación es «inundado» por la luz del día que entra por la ventana. Esto solo es posible si interpretamos la luz como una onda. Sucede lo mismo cuando se trata de ondas sonoras. La música se expande por toda la sala y se puede oír desde cualquier punto de la misma, como la onda de un estanque, que alcanza a todas las partículas de agua. Sin embargo, también podemos interpretar esos rayos de luz como partículas. Unas atraviesan el cristal de la ventana y otras rebotan en las paredes exteriores del edificio.

La doble naturaleza de la luz es una teoría que ha sido definitivamente corroborada por una serie de experimentos que dieron comienzo con el famoso experimento de la «doble rendija» llevado a cabo en 1801 por el científico inglés Thomas Young. Pero los físicos especularon con la posibilidad de que otras partículas tuvieran también esta propiedad, algo que fue confirmado en 1989 en un experimento realizado por un equipo de físicos, liderados por el físico japonés Akira Tonomura, en el que se demostró que un electrón tenía la doble naturaleza de partícula y onda.

¿Un electrón? ¿No estábamos hablando de fotones?

Todos estos experimentos no hicieron más que corroborar algo que el físico francés Louis de Broglie ya había establecido en 1924, afirmando que cualquier objeto material lleva siempre asociado una onda (entre los que estamos incluidos tú y yo). El caso es que cuanto más grande es el objeto, más pequeña es la longitud de onda, hasta el punto en que ya no es posible diseñar dispositivos que permitan detectar dichas ondas (se requeriría de antenas de una longitud muy superior al diámetro de la Tierra).

Pensemos por un momento en los millones de circuitos eléctricos de nuestro cerebro, que están siempre activos, tanto en la vigilia como en el sueño, y en la multitud de ondas electromagnéticas que generan. No sería demasiado aventurado conjeturar en la posibilidad de que fenómenos de resonancia, ondas estacionarias o superposición, propios de la mecánica ondulatoria, que tienen lugar en el interior de nuestro cerebro, pudieran dar lugar a ondas de una intensidad y frecuencia concretas, capaces de ser emitidas y registradas por otros dispositivos que también se encuentran en nuestras redes neuronales y de los que todavía no hemos empezado a hacer uso. Esto podría dar un fundamento físico a expresiones tan cotidianas como «he conectado inmediatamente con esta persona» o «me transmite buenas vibraciones». O yendo un poco más allá, contemplar la posibilidad de que se pudieran dar fenómenos como el de la transmisión de pensamiento, a los que calificamos de paranormales. Al fin y al cabo, sería como tener dentro del cráneo un emisor y un receptor de radio, pero de características mucho más sofisticadas. Estoy convencido de que algún día lo conseguiremos. Con toda naturalidad.

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