El humo y los gatos
Apagó el cigarrillo. Lo presionó hasta doblar el filtro, hasta hacerlo chiquito, y volvió a presionar como queriendo perforar el cenicero. Encendió otro. Fumó en silencio sentado frente a la puerta, mirando la manija, esperando a que se mueva. Fumaba y el humo se concentraba en todo el cuarto.
El humo del cigarrillo como el humo de la quema. Su cuarto asfixiado como el barrio todo. El humo y el Polaquito pegándole a un gato. Metiéndole un palo en el culo. Estacándolo como los antiguos guerreros zulúes estacaban al enemigo.
—Odio estos gatos de mierda —solía decir después de la furia, mientras el gato de turno mostraba un temblor ya sin quejidos, y abría la boca para exhalar su último aire. Y el Polaco se reía—. Son una cagada estos gatos del orto. Tantas uñas y tantos dientes para nada.
La primera vez que vio morir a un gato en manos del Polaco, Germán vomitó. Los otros pibes se rieron de él.
Los días de humo, cuando se quemaba la basura en los predios cercanos, el barrio se llenaba de gatos. Huían del fuego de la quema y cruzaban la avenida, asfixiados. Aturdidos por el miedo, algunos eran atropellados. Los que lograban escapar del humo y de los autos, se diseminaban por todos lados. Siempre alguno terminaba en manos del Polaco.
Germán pensaba que era preferible morir quemado o atropellado. De los otros pibes, Tomás era el único que parecía entenderlo. Varias veces, cuando el gato no se moría y se retorcía de dolor y sus ojos se inyectaban en lágrimas de sangre, Tomás agarraba un cascote bien pesado y le partía la cabeza, para que deje de sufrir.
Tomás llegó al barrio cuando Germán cumplía los nueve años. Se había mudado con sus tías y su abuela. Nunca había querido contar dónde estaban sus padres y los pibes le aceptaron el silencio. El único día que el Polaco bajó la mirada a alguien fue cuando Tomás lo amenazó con romperle la cara. Tenía pinta de tan bueno que el día que se enojó todos se quedaron mudos, petrificados. Hasta el mismo Polaco tuvo que callarse. Unos meses después se cayó del sexto piso, quedó paralítico y bobo. Siempre se supo, aunque nadie se atreviera a decirlo, que el Polaco lo había empujado.
Marianela, la linda
El humo del cigarrillo le nublaba la vista. Germán se preguntó qué habría sido de Tomás, del Polaco y de su hermano Javier, de Matute, Flavio y Ernesto. Qué habría pasado con Marianela, la nena del 70, que salía a regar las plantas al balcón con solerito y dejaba caer, como al descuido, uno de los breteles. Marianela, la única que le importó de verdad.
Recordaba el momento en que la vio por primera vez, desde la plazoleta y en medio del griterío de los otros pibes. Sus movimientos delicados, el pelo suelto, rubiecito. Pensó en lo linda que era, en cuando se hizo mujer, cuando el bretel del vestido dejó de caer porque el pecho había crecido y los ojos de todos ya no se detenían en el bretel sino que se mudaban al escote.
—¿Cómo se llama la piba del 70? —había preguntado a Matute, una tarde en la que esperaban al Polaco.
—¿Quién? ¿Palermo Chico? —dijo Matute y le señaló el balcón.
—Sí, la linda —contestó Germán y agachó la cabeza.
—¡Boludo! ¡Estás caliente con Palermito! —se burló Matute—. Fumá tranquilo que no sos el único. Se llama Marianela.
—¡No estoy caliente, boludo! Pasa que el otro día me saludó y no sabía quién era.
Germán sintió un calor que le subía por las mejillas.
—Sí… sí… —Matute se rio—. Dale, Palermo Chico te saludó, no me digás. Todo bien, boludo —le dijo palmeándole la espalda—. Mientras no se entere el Polaco, está todo bien. Dice que va a ser su novia. Bah… novia. Dice que se la va a coger.
—Pero es una chica tranquila. Nunca va a darle bola al Polaco.
Matute hizo su típica media sonrisa.
—¿Y qué importa? El Polaco la mete en cualquier agujero, ahora quiere que nos cojamos a una perra.
—¿Quiere irse de putas?
—A una puta no. ¡A una perra! —Matute puso cara de asco—. ¿Viste la que está en el 76, la grandota color marrón claro? El Polaco dice que está buena porque por el tamaño se puede bancar cualquier pija.
Germán pensó en lo linda que era la nena del 70 y en lo hijo de puta que era el Polaco. Pensó que lo mataba si le tocaba un pelo a Marianela. Pensó, mientras Matute le decía que veía a los pibes en la canchita de “los bajitos”, en lo linda que era. Linda y buena.
—¿Vamos con los pibes o los esperamos acá? —preguntó Matute—. Mejor nos quedamos porque el Polaco se quería surtir a un bolita. Lo debe estar buscando. Hagámonos los boludos.
—Bueno —dijo Germán mientras pensaba en la mirada que esa mañana le había regalado ella: una mirada de reojo y una sonrisa. Estaba seguro de que también le había sonreído.
Altos y bajitos
—El barrio está dividido en dos —le había dicho Ernesto cuando lo aceptaron en el grupo del Polaco—. Los edificios altos y los bajitos —le explicó—. En los bajitos viven los bolitas y los paraguas del orto. En los altos vivimos los de acá, argentinos, aunque también hay algunos paraguayos. ¡Son una plaga los hijos de puta!
Germán no decía nada, escuchaba atento. Sabía que lo habían aceptado porque era buen arquero. No sabía si quería tenerlos de amigos. El Polaco le daba miedo, pero mejor estar con él que solo. No quería quedarse en casa. Su padre tomaba mucho.
—El Bola Flores es el más hijo de puta —seguía instruyéndolo Ernesto—. Se la tenemos jurada a él y a los negros de mierda que están con él. Igual al Polaco no hay con qué darle, es un máster el pendejo.
—¿Y qué nos hizo el Bola Flores? —se atrevió a preguntar.
—Le tocó el culo a la prima del Polaco. La mina es re puta y es más grande que nosotros; igual que el Bola, que debe tener unos veinte. No se puede decir nada de ella porque el Polaco te surte. Imaginate que tocarle el culo ya es suficiente para que te cague a palos.
Germán entendió que todo lo que le hicieran al Polaco era problema de ellos también.
—Ahora que estás con nosotros, ni se te ocurra andar solo por los bajitos porque si te agarran te hacen mierda —dijo Ernesto.
—Ya sé —contestó Germán y aunque no se explicara el porqué, se sentía importante por ser del grupo.
—Parece que el Polaco consigue un fierro para el sábado. Estos bolitas del orto se ponen en pedo todos los sábados, así que vamos a esperar a que el Bola Flores esté liquidado para bajarlo. ¿Entendés?
—Sí —dijo Germán, aunque no entendía realmente. Pensó que si preguntaba, lo iban a tomar por boludo.
Al rato llegó el Polaco con los otros pibes. Tenían la típica cara de haberse mandado alguna. Se los notaba más callados que de costumbre, con la mirada esquiva y nerviosos. Matute se le acercó a Germán. Se paró al lado y lo codeó.
—Conseguimos chala.
Germán lo miró, pero Matute siguió en la suya, sus ojos fijos en un perro que olfateaba un cantero.
—¿Para qué? —le preguntó Germán.
—¿Para qué, qué? —preguntó el Polaco que estaba mostrándole algo a Enrique, a unos pocos metros. Al Polaco no le gustaba quedarse afuera de ninguna conversación, y menos de las cosas que se hablaran en el grupo.
—¿Para qué la chala? —preguntó Germán, y el Polaco se le vino al humo.
—¡Bajá la voz, boludo! —le dijo apretándole el brazo—. ¿Para qué mierda va a ser?
—Me parece que el loco Gatti no sabe ni siquiera qué carajo es la chala —dijo Tomás y se rio.
—Otro boludo. —El Polaco le clavo los ojos—. ¿No ven que está la gorra dando vueltas por el barrio? A ver si alguna vieja del orto los escucha y nos quedamos en pelotas.
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