Steven Johnson - Un pirata contra el capital

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Un pirata contra el capital: краткое содержание, описание и аннотация

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Como en el mundo de hoy, en el de los piratas del siglo xvii no hay sino un propósito claro: la búsqueda del tesoro Un pirata oteando el horizonte, empapado de ron y ansioso de tesoros: en septiembre de 1695, el pirata inglés Henry Every, capitán del Fancy, atacó y se apoderó de un barco que regresaba a la India desde la Meca. Este acto, uno de los crímenes más lucrativos de la historia, tuvo ramificaciones mundiales y dio lugar a la primera orden de caza y captura internacional y al primer juicio del siglo XVII. Este acontecimiento, remoto y aislado en el océano Índico, fue el desencadenante involuntario del cambio más importante sufrido en la economía mundial hasta nuestros días: el nacimiento del capitalismo. Steven Johnson utiliza la extraordinaria historia de este pirata y sus crímenes para explorar la aparición de la Compañía de las Indias Orientales, el Imperio británico y el mercado mundial: un planeta densamente interconectado gobernado por naciones y corporaciones y sus intereses económicos. Como en el mundo actual, en el de los piratas del siglo XVII no hay sino un propósito claro: la búsqueda del tesoro.

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Y, al final, se convirtió en un fantasma.

3Turley, 1999, p. 23.

4Dean, 2013, p. 60.

5Defoe, 2015, pp. 65-67.

ii

Los caminos del terror

delta del nilo

1179 a. c.

A ojos modernos, los jeroglíficos que cubren el muro exterior noroccidental de Medinet Habu, el templo funerario de Ramsés III, son inescrutables, pues están escritos en un idioma que solo comprende un reducido grupo de egiptólogos. Sin embargo, los bajorrelieves del templo son fáciles de entender: describen una escena sangrienta con guerreros blandiendo jabalinas y dagas, protegiéndose con escudos y corazas egeas de una lluvia de flechas. Un oficial que se distingue por su tocado egipcio parece estar a punto de decapitar a un enemigo caído; por fin, una pila sangrienta de cadáveres indica la aniquilación total de las fuerzas invasoras. Estas imágenes –y los jeroglíficos que las subtitulan– narran una de las mayores batallas navales de la historia, un choque entre las fuerzas egipcias y una flota de incursores itinerantes adscritos a lo que hoy los historiadores llaman Pueblos del Mar. Puesto que nos dejaron maravillas arqueológicas como el templo de Ramsés III y las pirámides, por no mencionar los tesoros de Tutankamón, la dinastía egipcia a la que pertenecía Ramsés III ocupa desde hace mucho un lugar especialmente destacado en nuestra imaginación histórica. Cualquier alumno de primaria es capaz de contar algo sobre los faraones. Los llamados Pueblos del Mar no dejaron el mismo legado, más que nada porque se pasaron la mayor parte de su existencia navegando por el Mediterráneo. No dejaron templos ni monumentos que siguieran impresionando a los turistas tres mil años después de su desaparición. No fueron pioneros en nuevas técnicas de agricultura ni escribieron tratados filosóficos. No dejaron ningún registro escrito, de hecho. Sin embargo, los Pueblos del Mar deberían ocupar en nuestro imaginario del mundo antiguo un lugar quizá algo más señalado por una razón específica: fueron los primeros piratas.

El origen geográfico de los Pueblos del Mar sigue siendo objeto de debate entre los historiadores. La hipótesis más aceptada afirma que los Pueblos del Mar fueron varios grupos refugiados de la Grecia micénica que se conformaron como un ente cultural al final de la Edad del Bronce. Algunos eran guerreros y mercenarios; otros, obreros corrientes acostumbrados a trabajar en condiciones de semiesclavitud construyendo las inmensas infraestructuras y fortificaciones que caracterizaron el apogeo micénico: la red de calzadas en el Peloponeso o, por ejemplo, el puerto de aguas profundas de la ciudad de Pilos. Sus orígenes son necesariamente turbios, pues los Pueblos del Mar terminaron convirtiéndose, como tantas comunidades piratas desde entonces, en un grupo multiétnico, definido no por su lealtad a una única ciudad-Estado o mandatario, sino por la que escogían profesar hacia la comunidad de saqueadores que habían formado. Su tierra natal era un mar, el Mediterráneo, y también los barcos que lo surcaban. Adoptaron costumbres y códigos que ayudaron a definir su identidad tribal: se tocaban de distintivos cascos con cuernos –perfectamente distinguibles en los grabados de Ramsés III– y sus barcos estaban adornados con figuras de pájaros. No obstante, lo que los hacía verdaderamente peculiares era su desarraigo, tanto por haber dejado atrás su patria como por el perenne vagar, sin detenerse nunca el tiempo suficiente como para echar raíces.

Tal desarraigo traía consigo una postura política, que sería la adoptada por el más radical de los piratas en los siglos venideros. Los Pueblos del Mar no respetaban la autoridad de los regímenes que imperaban en los territorios ribereños del Mediterráneo y no se obligaban por sus leyes. Esta es una de las maneras en que los Pueblos del Mar marcan el punto de origen de la piratería como forma de identidad. Antes de ellos, se cometían con toda seguridad actos de piratería en mar abierto; tan pronto como los seres humanos comenzaron a transportar mercancías valiosas por barco, habría sin duda delincuentes que interceptaban esos barcos y huían con el botín. Sin embargo, el verdadero pirata no es únicamente una subclase de delincuente, como el ladrón de bancos o el descuidista. La mayoría de las personas que etiquetamos como delincuentes infringen la ley de manera deliberada, pero en otros aspectos de la vida reconocen el Estado de derecho. Se sacan el carné de conducir, pagan impuestos y votan. Se tienen por ciudadanos, pero no respetan íntegramente la ley. Un auténtico pirata reniega, de manera más general, de la autoridad de largo aliento de naciones e imperios. Por eso acarrean tanto peso simbólico las banderas piratas que cualquier alumno de primaria reconoce hoy en día, aun siglos después de haberse enarbolado por última vez con su sentido real. Los piratas navegan bajo los colores de su propio Estado rebelde y “divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras”, como Homero los describió en La Odisea.

No todos los piratas estaban dispuestos a cortar por lo sano con sus lealtades nacionales, por supuesto. (La tensión originada entre la rebelión abierta y la lealtad a la patria condicionaría muchos de los acontecimientos que marcaron la breve carrera delictiva de Henry Every). No obstante, la voluntad de los piratas de desafiar los límites legales y geográficos del poder estatal y, desde luego, su afición al pillaje, los convirtió en enemigos habituales de la autoridad de las metrópolis. Los ágiles piratas disfrutaban de muchas ventajas sobre sus grandes antagonistas, pues no se atenían a restricciones legales ni morales y no tenían que vérselas con la burocracia estatal. No eran invulnerables, sin embargo, a los esfuerzos orquestados por un gobierno metropolitano para derrotarlos. En 1179 a. C. los Pueblos del Mar lanzaron un ataque contra las fuerzas de Ramsés en el delta del Nilo. Anticipándose a su ataque, el faraón había construido barcos diseñados específicamente para igualar la ventaja naval de los Pueblos del Mar. Estableció una red de reconocimiento que vigiló los barcos invasores y ancló su nueva flota fuera de la vista, en los muchos esteros que recorrían el delta. Los jeroglíficos de Medinet Habu muestran a los Pueblos del Mar gobernando galeras sin remos, lo que da a entender que fueron emboscados. Esas escenas traen a la mente el desembarco de Normandía: una masa dispersa de embarcaciones que arriban a la costa y hombres corriendo entre las olas para ser recibidos por los distantes arqueros egipcios. Muchos se desangraron hasta morir en las someras aguas.

Por una vez, les tocó a los Pueblos del Mar sentir la ira de una fuerza militar despiadada. “Fueron arrastrados y arrojados boca abajo en las playas; asesinados y apilados sus cuerpos en montones que se levantaban desde la popa hasta la proa de sus galeras, mientras que todas sus pertenencias eran arrojadas al agua”, ordena inscribir Ramsés III en las paredes del Medinet Habu.6 “Su Alteza arremetió como un torbellino contra ellos, luchando en el campo de batalla como cualquier otro soldado –atestiguan otros jeroglíficos grabados en su tumba–. Ha invadido sus cuerpos el miedo al faraón; quedan aterrados en sus lugares, tumbados boca abajo. Sus corazones fueron arrancados y sus almas se las llevó el viento”.7

Aquella inscripción era más profética de lo que sus autores habrían imaginado en ese momento. Tras su derrota en el delta del Nilo, los Pueblos del Mar desaparecieron casi inmediatamente del escenario histórico mundial. Los especialistas se muestran tan divididos sobre su destino último como sobre sus enigmáticas raíces. Los que no fueron ejecutados tras la batalla del delta del Nilo al parecer se dispersaron por la frontera oriental del reino egipcio y algunos de ellos se instalaron en la costa palestina. Como grupo cohesionado, aunque itinerante, dejaron de existir para cuando Ramsés murió (asesinado, al parecer, en 1155 a. C.). A este respecto, además, los Pueblos del Mar establecieron una tradición que todos los piratas emularían en los siglos siguientes. Algunos tienen un final fulgurante y glorioso, otros terminan colgando en el patíbulo, otros simplemente desaparecen.

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