Solemos pensar que los panfletistas y los primeros periodistas de la Ilustración eran intelectuales refinados, que redactaban ingeniosos contenidos para publicaciones como Tatler en las mesas de un café de la Strand londinense. Sin embargo, en esos primeros años del medio impreso, el sensacionalismo estaba ya muy presente. Los propietarios de periódicos vendían ediciones especiales cuando había una ejecución pública en los que contaban los detalles más morbosos del delito. Casi dos siglos antes de que Jack el Destripador se convirtiese en el primer asesino en serie famoso, los panfletistas hacían ya dinero celebrando al criminal violento. Y no había ningún tipo de criminal que cautivase el imaginario popular como el pirata.
La noticia sobre asesinos en serie más sórdida de la Edad Moderna no tiene nada que envidiar a los espantosos inventarios de torturas piratas publicados durante este periodo. Se cuenta que un pirata francés llamado François l’Olonnais “abrió en canal a uno de los prisioneros con su alfanje, le arrancó el corazón, mordió una parte y la otra se la lanzó a la cara a otro prisionero”.11 El American Weekly Mercury, uno de los primeros periódicos de la colonia británica en América del Norte, cuenta una historia particularmente impactante sobre el pirata británico Edward Low: después de que un capitán mercante arrojase un saco de oro por la borda, Low “cortó al dicho capitán los labios y los asó delante de sus ojos y, a continuación, asesinó a toda la tripulación, compuesta por treinta y dos personas”. En una versión posterior de esta historia, digna de una novela de Hannibal Lecter, el delirante pirata obliga al capitán a comerse sus propios labios después de asarlos.12
Sin duda, muchos de estos relatos se dramatizaron para vender más. Sin embargo, las noticias de las atrocidades cometidas por los piratas se nutrían de los veredictos de los juicios. Estas publicaciones –a menudo impresas a los pocos días de dictarse sentencia– dieron inicio a una larga tradición por la cual los medios no hacían sino multiplicar el alcance de los casos legales más escandalosos. Uno de los más sorprendentes fue el de un tal capitán Jeane, de Brístol, acusado de torturar y asesinar a un mozo de a bordo que se atrevió a dar un sorbo a una botella de ron que guardaba en su camarote. El libro se publicó con el título Unparallel’d Cruelty [Crueldad sin parangón], el cual se queda corto dado el espantoso suplicio que sufrió el chaval: colgado del palo mayor durante nueve días, azotado y obligado a beber la orina del capitán.13
El sadismo no le salió a cuenta al capitán Jeane. Fue condenado a muerte y ahorcado de la forma acostumbrada: colgado del cuello durante dieciocho minutos antes de morir. En muchos casos, no obstante, la mitología de la brutalidad pirata no era únicamente símbolo de un estado mental trastornado. A los panfletistas de Londres o Boston les interesaba, económicamente hablando, la violencia de los bucaneros y también les convenía a los propios piratas, pues la fama de brutales y sedientos de sangre les facilitaba el trabajo. El capitán de un barco carguero que acabase de leer en una gaceta del puerto que a un compañero de oficio le habían obligado a comerse una parte de su propia anatomía por no entregar su barco se mostraría, desde luego, más solícito a la hora de hacer lo propio con el suyo a la vista de la bandera negra con las tibias cruzadas. La locura, en otras palabras, escondía una estrategia. En su estudio sobre los sorprendentemente ricos sistemas económicos que pusieron en marcha los piratas –de memorable título, El garfio invisible–, el historiador económico Peter Leeson describe ese ejercicio de la violencia extrema por parte de los piratas como una suerte de acto semiótico:
Para evitar que los cautivos tratasen de esconder sus botines […] los piratas necesitaban cultivar una reputación de crueles y bárbaros. No venía mal tampoco añadir cierto toque de locura. Los piratas institucionalizaron esta fama de fiereza y delirio, que cristalizó en una marca pirata a través del mismo medio que utilizaría, por ejemplo, Mercedes-Benz: el boca a boca y la publicidad. Los piratas no salían en los anuncios del papel cuché, pero sí sabían extender el rumor de su barbarie y su locura para reforzar y propagar su mala reputación. Es más, los piratas recibían la atención de los periódicos más populares del siglo xviii, que inadvertidamente contribuyeron a esa despiadada marca e imagen, lo cual, a su vez, tenía una influencia muy positiva en el beneficio económico del pirata.14
Aun separados por miles de millas de océano, los editores de Londres, Ámsterdam y Boston se vieron atrapados en un ciclo simbiótico con los propios piratas: los editores querían historias de piratas que les arrancaban el corazón a sus prisioneros vivos para vender más ejemplares y los piratas necesitaban que esas historias circularan lo máximo posible para seguir inspirando el miedo en sus potenciales presas. No es coincidencia que la edad de oro de la piratería coincida casi exactamente con la cultura impresa. Jeanne de Clisson quizá se hiciera un nombre en el siglo xiv atormentando a los marinos franceses en el canal de la Mancha, pero en general establecerse como pirata sin contar con el poder publicitario de los medios habría sido todo un desafío. Si uno quiere ganarse la vida como pirata, viene muy bien cierto apetito por la crueldad y el abuso físico. Pero resulta aún mejor ser famoso.
6D’Amato y Salimbeti, 2015, pp. 1.095-1.097.
7Edgerton y Wilson, 1936, placas 37-39, líneas 8-23.
8Para una comparación matizada de los Pueblos del Mar y los piratas de la llamada edad de oro, véase Hitchcock y Maeir, 2014.
9Disponible en https://founders.archives.gov/documents/Jefferson/01-28-02-0305 [consultado el 26/05/20].
10Para obtener más información sobre la evolución de la palabra terrorism, disponible en https://www.merriam-webster.com/words-at-play/history-of-the-word-terrorism[consultado el 26/05/20].
11Leeson, 2017, pp. 113-114.
12Ibíd., p. 112.
13La descripción completa se repite, aunque solo sea para recordar al lector moderno que los relatos de violencia aparentemente gratuita tienen una larga historia: “Después de azotar al muchacho, lo encurtió en salmuera, lo ató al mástil principal durante nueve días con sus noches, con los brazos y las piernas extendidos todo el tiempo; no contento con esto, lo desató y lo colocó en la pasarela, donde lo pisoteó, y habría obligado a los hombres hacer lo mismo, pero se negaron; exasperado por creer que quizá pudieran estar teniendo lástima del muchacho, lo volvió a patear mientras yacía incapaz de levantarse y le pisoteó el pecho tan violentamente que al muchacho se le salió el excremento involuntariamente, el cual tomó y obligó a este a tragar con sus propias manos varias veces. Esa pobre y desgraciada criatura estuvo dieciocho días agonizando, dándosele de forma cruel el alimento suficiente para mantenerlo vivo y torturado todo ese tiempo, siendo severamente azotado todos los días y, especialmente, el día en que murió. Cuando estaba agonizando, al borde de la muerte y sin palabras, su implacable amo le dio dieciocho azotes; cuando estaba a punto de expirar, se llevó el dedo a la boca, lo que se tomó como una señal de que deseaba beber algo. Cuando el muy salvaje, para llevar su inhumanidad hasta el último momento, entró al camarote tomó un vaso en el que orinó y luego se lo dio como si fuera un refresco; llegó a descender por su garganta un poco de líquido y, apartando el vaso de él, al instante dio un último suspiro. Y Dios, en su misericordia, puso fin a sus sufrimientos y diríase que molestaba al capitán que no hubiesen continuado por más tiempo” (Turley, 1999, pp. 10-11).
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