Steven Johnson - Un pirata contra el capital

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Como en el mundo de hoy, en el de los piratas del siglo xvii no hay sino un propósito claro: la búsqueda del tesoro Un pirata oteando el horizonte, empapado de ron y ansioso de tesoros: en septiembre de 1695, el pirata inglés Henry Every, capitán del Fancy, atacó y se apoderó de un barco que regresaba a la India desde la Meca. Este acto, uno de los crímenes más lucrativos de la historia, tuvo ramificaciones mundiales y dio lugar a la primera orden de caza y captura internacional y al primer juicio del siglo XVII. Este acontecimiento, remoto y aislado en el océano Índico, fue el desencadenante involuntario del cambio más importante sufrido en la economía mundial hasta nuestros días: el nacimiento del capitalismo. Steven Johnson utiliza la extraordinaria historia de este pirata y sus crímenes para explorar la aparición de la Compañía de las Indias Orientales, el Imperio británico y el mercado mundial: un planeta densamente interconectado gobernado por naciones y corporaciones y sus intereses económicos. Como en el mundo actual, en el de los piratas del siglo XVII no hay sino un propósito claro: la búsqueda del tesoro.

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Sin embargo, William Hawkins no era solo el emisario del rey Jaime. También fue una especie de heraldo del futuro. Estaba en la India representando tanto a un Estado nación como a una empresa privada: la Compañía de las Indias Orientales.

Esto es lo que, en última instancia y en perspectiva, confiere especial importancia a aquel encuentro entre Hawkins y Jahangir: fue el primer contacto entre dos estrategias muy distintas de acumulación de riquezas. La primera era un viejo truco, casi tanto como la agricultura: declararse emperador, rey o mogol y extraer las rentas de todas las personas sometidas en forma de gravámenes y aranceles. Este enfoque tenía un largo historial de éxitos: el “número infinito” de joyas y gemas que poseía Jahangir marcaba el tope de los retornos de tal estrategia, que en ese momento histórico no era raro alcanzar. Si uno quería unirse al club de los multimillonarios en el siglo xvii, la vía más rápida era aquella etiqueta, enteramente ficticia, de la “sangre real”. Pero eso estaba a punto de cambiar. En unos pocos siglos, las monarquías se convertirían en pensionistas de clase alta y vivirían de las aún cuantiosas pero siempre decrecientes ayudas públicas. El dinero de verdad había que hacerlo de otra manera.

La mayor parte llegaría a través de sociedades, gracias a sus acciones y sus accionistas. Las familias reales apenas asoman en las listas de Forbes 100 últimamente. Hoy los escalafones superiores están ocupados casi totalmente por personas que han participado en ofertas públicas o semipúblicas de acciones empresariales, ya sea como fundadores (Bill Gates, Jeff Bezos) o como inversores (Warren Buffett). Como representante de la Compañía de las Indias Orientales y también emisario del rey Jaime, Hawkins estaba sirviendo a dos señores distintos. Había jurado lealtad a un rey británico que, en lo referido al menos al modelo económico feudal que lo sostenía, mantenía significativas similitudes con Jahangir. Hawkins, no obstante, representaba también a la Compañía de las Indias Orientales, que fue según la mayoría de expertos la primera empresa por acciones de la historia.

La reina Isabel I había otorgado mediante carta real el privilegio de crear “una corporación” que oficialmente se denominaría “Gobernador y Compañía de Comerciantes de Londres para Comerciar con las Indias Orientales” el 31 de diciembre de 1600. Las acciones, emitidas públicamente, daban a los inversores intereses en las empresas puestas en marcha allende los mares y fueron ofrecidas a las élites ricas de la sociedad británica: “condes y duques, miembros del Consejo Privado, jueces y caballeros, condesas y damas de rango, damas viudas o doncellas, clérigos y comerciantes tanto nacionales como extranjeros”.37 Antes de la Compañía de las Indias Orientales, si uno quería echar el guante al valor emergente de las redes comerciales globales tenía que embarcarse con Francis Drake o alguno de sus contemporáneos (o ser miembro de la familia real). Las acciones ofrecían, valga la redundancia, parte de la acción sin salir de tu café favorito de la capital del reino. Lo único que había que hacer era comprar unas cuantas acciones.

En un primer momento, la empresa emitía lo que se vino en conocer como “acciones rescindibles” (terminable stock), con validez para viajes únicos o, a veces, para series de tres o cuatro viajes. La empresa recaudaba fondos para una travesía a, por ejemplo, las islas de las Especias. Si el viaje tenía éxito, los beneficios se repartían entre los accionistas dependiendo del importe invertido inicialmente. Sin embargo, a mediados del siglo xvii, la empresa había ya hecho evolucionar el modelo a otro ya similar al actual: las acciones eran permanentes y reflejaban una inversión hecha en las empresas en curso o futuras de la compañía. Esta innovación tenía dos ventajas cruciales y provocó un interesante efecto colateral. La recaudación de fondos a partir de un gran colectivo de inversores permitía planear, por primera vez, empresas de negocios con elevados costes fijos –en este caso, la construcción de navíos y el viaje de estos al otro lado del mundo para comprar bienes que después se venderían a los consumidores británicos–. Se reunía tanto dinero a partir de ciudadanos particulares que, en efecto, la compañía podía operar sin el respaldo ni la supervisión directos del Estado. (En el culmen de su poder, fechado a lo largo del siglo xviii, la Compañía de las Indias Orientales tuvo en la India un aparato estatal, dotado de un ejército y funcionarios que controlaban grandes extensiones de territorio en todo el subcontinente indio). Además, al distribuir la inversión en varios individuos, se minimizaban los riesgos de las empresas futuras. Si un barco se hundía de regreso de la India, resentiría la pérdida todo el colectivo de inversores en la metrópoli. Sin embargo, como el viaje se había financiado con muchas aportaciones grandes –en lugar de contar con un único auspiciador, como la Corona– el impacto era menos catastrófico.

El efecto colateral fue que la emisión pública de acciones provocó la aparición de un mercado secundario en el que las propias acciones se vendían y compraban entre particulares. El precio de estas acciones subía y bajaba según los hados sonrieran o no a la Compañía de las Indias Orientales (la mayoría de las veces, sonreían). Entre 1660 y 1680, las acciones de la compañía cuadruplicaron su valor, impulsado este incremento en gran parte porque las élites londinenses perdieron la cabeza por el calicó y el chintz. (Para finales de la década de 1680, la Compañía de las Indias Orientales importaba unos dos millones de piezas de tejido al año, un tráfico muchísimo mayor que el de especias, que era el que la reina Isabel había querido potenciar originalmente dando su beneplácito a la compañía). El aumento del valor de las acciones creó un tipo de riqueza auténticamente nuevo. La propia compañía ganaba dinero en la tradición comercial que se remontaba a los mercaderes musulmanes y más allá: compraban barato, vendían caro y sus beneficios reflejaban el delta entre ambos precios, regresando algunos de ellos a los inversores en forma de dividendos. No obstante, el comercio de acciones creó una segunda forma de riqueza que, a la larga, resultó aún más lucrativa. Ganabas dinero invirtiendo en la Compañía de las Indias Orientales no solo porque esta obtuviera beneficios, sino porque otros inversores en algún momento pensaban que tus acciones valían más de lo que tú habías pagado por ellas.

Fue así como aquel encuentro entre esos dos hombres en Agra durante la primavera de 1609 marcó un primer hito en la transición de un régimen de acumulación de riqueza a otro. Esta transición se propagaba desde Londres y, en última instancia, se extendería a todo el planeta, pues la sociedad anónima se convertiría en el siglo xx en la forma preeminente de organización de la actividad económica, al menos en el sector privado. Hawkins quizá no estaba tan deslumbrante enfundado en su harapiento tafetán como Jahangir con sus “cadenas de esmeraldas y rubíes”, pero el futuro estaba de su lado.

Pese al aparente cariño de Jahangir por Hawkins, los portugueses terminaron interviniendo para mantener a los ingleses a raya y lograron impedir que comerciaran con la India durante varios años. Hawkins dejó Agra en 1611 y murió durante una travesía marítima poco después. No fue hasta 1612 cuando el Gran Mogol concedió a la Compañía de las Indias Orientales un permiso para abrir una factoría en Surat. El sucesor de Hawkins, Thomas Roe, hizo llegar al rey Jaime una misiva de Jahangir en la que se explicitaban las condiciones:

He dado orden general a todos los reinos y puertos de mis dominios de recibir a cualesquiera mercaderes de la nación inglesa como súbditos de mi amigo; para que en el lugar que elijan para vivir disfruten de libertad sin restricción; y para que, con independencia del puerto en que arribaren, ni Portugal ni ningún otro reino ose perturbar su tranquilidad; en la ciudad que eligieren como residencia, mis gobernadores y capitanes les dejarán actuar libremente, según sus propios deseos, para vender, comprar y transportar mercancías de vuelta a su país a su antojo.

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