Steven Johnson - Un pirata contra el capital

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Como en el mundo de hoy, en el de los piratas del siglo xvii no hay sino un propósito claro: la búsqueda del tesoro Un pirata oteando el horizonte, empapado de ron y ansioso de tesoros: en septiembre de 1695, el pirata inglés Henry Every, capitán del Fancy, atacó y se apoderó de un barco que regresaba a la India desde la Meca. Este acto, uno de los crímenes más lucrativos de la historia, tuvo ramificaciones mundiales y dio lugar a la primera orden de caza y captura internacional y al primer juicio del siglo XVII. Este acontecimiento, remoto y aislado en el océano Índico, fue el desencadenante involuntario del cambio más importante sufrido en la economía mundial hasta nuestros días: el nacimiento del capitalismo. Steven Johnson utiliza la extraordinaria historia de este pirata y sus crímenes para explorar la aparición de la Compañía de las Indias Orientales, el Imperio británico y el mercado mundial: un planeta densamente interconectado gobernado por naciones y corporaciones y sus intereses económicos. Como en el mundo actual, en el de los piratas del siglo XVII no hay sino un propósito claro: la búsqueda del tesoro.

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No faltaba tampoco la hipocresía en la Gran Bretaña del siglo xvii que condenaba a esos piratas berberiscos como enemigos de toda la humanidad. Algunos de los piratas más viles de la historia eran ingleses y se habían enriquecido con pleno respaldo de la Corona. La common law británica de la época trató de disimular esta aparente contradicción creando una laguna técnica, a saber, la distinción entre piratas y corsarios. A efectos prácticos, los corsarios eran casi indistinguibles de los piratas: saqueaban ciudades, robaban tesoros y se apoderaban de barcos, torturando y matando en el ínterin. Sin embargo, lo hacían con la bendición de su gobierno, explicitada esta en una “patente de corso” que depositaba en ellos autoridad para atacar barcos con bandera de otras naciones. “A cambio de esta protección legal –escribe el historiador Angus Konstam– el Estado que había expedido la patente de corso normalmente recibía un porcentaje de los beneficios. Mientras se atuvieran a las normas y abordaran únicamente a los enemigos del Estado enumerados en su patente, los corsarios se escapaban de ser ejecutados sumariamente o en la horca, o condenados a toda una vida de servidumbre en las galeras”.28 Habitualmente a los corsarios solo se les permitía atacar barcos pertenecientes a naciones consideradas enemigas, a las que se había declarado formalmente la guerra. Sin embargo, también estas líneas eran borrosas y los corsarios, que habían desarrollado cierto gusto por el estilo de vida bucanero, se mostraban reacios a renunciar a él cuando se sellaba la paz. “Los corsarios en tiempos de guerra –escribe el primer historiador de la piratería, Charles Johnson, en su Historia general de los piratas–, son el vivero de los piratas que se enfrentan a la paz”.*,29

El corso en Reino Unido existió formalmente a partir del reinado de Eduardo I. Los mercantes británicos que habían sido atacados por piratas recibían lo que se conocía como commission of reprisal o carta de represalia –la antecesora de la patente de corso– que les daba derecho a capturar barcos mercantes de otros países. Técnicamente, la figura jurídica quería promover un estricto ten con ten: los corsarios debían abordar solo los barcos que ondeasen la bandera de los piratas y que les habían robado antes. En la práctica, no obstante, los corsarios no se mostraban tan quisquillosos y a menudo se hacían con muchos más tesoros de los que habían perdido.

El corso se hizo mayor de edad a lo largo del siglo xvi, conforme las relaciones entre Inglaterra y España se fueron haciendo más hostiles, un periodo en el que “el comercio legítimo, el mercantilismo agresivo y la piratería pura y dura se mezclaban y solapaban”, como describe el historiador Douglas Burgess.30 Los galeones españoles transportaban cantidades inauditas de oro, plata y especias desde América a Sevilla. Disimulado el estigma de la piratería gracias a la patente de corso, muchos hombres respetables decidieron hacer carrera como corsarios. El más célebre fue Francis Drake, hijo de un pastor protestante de Devonshire, que circunnavegó el planeta en la década de 1570 y dirigió una serie de devastadores ataques contra puertos españoles en América Central, acumulando tantas riquezas y prestigio en sus aventuras que Isabel I lo armó caballero y él pudo comprar una lujosa casa palaciega en Buckland Abbey, en su Devon nativo, que hoy forma parte del National Trust. Como escribe Burgess: “El colosal éxito de Drake no solo lo convirtió en un héroe, sino en el baremo por el que se medirían todos los futuros piratas”.31

Todo lo anterior nos llevaría a pensar que el joven Henry Every tuvo quizá dos modelos de pirata que cotejar cuando zarpó de Plymouth a bordo de un navío de la Marina Real británica. Por un lado, los mortíferos piratas berberiscos, que no conocían la decencia humana y eran enemigos de toda la humanidad; por el otro, la figura deslumbrante de Drake y otros corsarios de éxito: hombres estimados que habían vivido con gran riesgo y habían corrido aventuras que les habían procurado grandes fortunas. Ser pirata significaba, al mismo tiempo, granjearse el desprecio y enfilar un camino emocionante hacia el respeto, e incluso hacia las armas de caballero. Ambos polos coexistieron durante al menos un siglo sin crear demasiadas disonancias cognitivas por una razón: los piratas de Berbería eran (en su mayoría) norteafricanos y atacaban a familias inglesas inocentes, mientras que Drake y sus colegas asaltaban las colonias españolas del Nuevo Mundo. Que lo primero pareciera una monstruosidad y lo segundo algo merecedor de una orden de caballería tenía que ver con el mero hecho de ir con el equipo de casa y barrer para adentro.

Henry Every no tenía manera de saberlo en esos primeros años de su carrera naval, pero sus acciones terminarían haciendo que esas dos formas de piratería colisionaran entre sí, obligando a los británicos a barajar la posibilidad de que uno de sus celebrados bucaneros fuera un monstruo después de todo.

* N. de la E.: La identidad del capitán Charles Johnson es desconocida, aunque algunos creen, a partir de la teoría de su alumno John Robert Moore, que se trata de un seudónimo de Daniel Defoe, lo que ha llevado a publicar en ocasiones esta obra bajo su autoría.

27Van Broeck, 1980, pp. 3-4.

28Konstam, 2008, pp. 553-558.

29Johnson, 1999, p. 2.

30Burgess, 2009, pp. 21-22.

31Ibíd., pp. 27-28.

v

Dos tipos de tesoro

surat

24 de agosto de 1608

El galeón mercante Héctor había echado el ancla en la desembocadura del río Tapti, en la costa occidental de la India, a finales de agosto de 1608. Llevaba más de un año navegando. Había zarpado desde Londres y, tras largas escalas de aprovisionamiento en Sierra Leona y Madagascar, había bordeado el Cuerno de África. Para los indios que vivían a las orillas del río, la presencia de un navío mercante europeo en la boca del Tapti no era nada nuevo, pues a apenas catorce millas curso arriba se encontraba la ciudad portuaria de Surat, epicentro del comercio proveniente del mar Rojo. Sin embargo, un observador atento habría notado algo inusual en el Héctor. En una época en la que los portugueses ostentaban el monopolio del comercio occidental con la India –tradición iniciada con el famoso viaje de Vasco da Gama de 1499–, la llegada del Héctor marcó un punto de inflexión importante en las relaciones entre la India y Europa. Era el primer barco británico en arribar a las costas del subcontinente indio.

A bordo viajaba un representante de la Compañía de las Indias Orientales llamado William Hawkins, quien había sido despachado por esta para investigar la posibilidad de abrir nuevas vías comerciales con la India. La atenuación general de las tensiones tras la firma del Tratado de Londres de 1604, que ponía fin a la Guerra anglo-española, llevó a creer a los gobernadores de la compañía que los portugueses tolerarían la presencia de otros comerciantes en los puertos indios bajo su control. Los recientes problemas sufridos en las islas de las Especias empujaron a los dirigentes británicos a buscar nuevos mercados. Hawkins llevaba consigo una carta del rey Jaime dirigida al Gran Mogol Jahangir, solicitando al sultán que concediera “libertad de tráfico y privilegios razonables que garanticen la seguridad y el beneficio económico”.32

En Surat, a Hawkins se le informó inicialmente de que el gobernador local “no se encontraba bien” y no podría recibirlo. (En su diario, Hawkins dice sospechar que la causa de su indisposición no era otra que el opio, y no un problema de salud). En su lugar, fue recibido por el shahbander, el capitán marítimo de ese puerto: “Le hice saber que nuestra intención era establecer una factoría en Surat –dejó escrito Hawkins en su diario– y que tenía una misiva para su rey de Su Majestad el rey de Inglaterra en el que se da cuenta de este mismo propósito, y también Su Majestad expresa su deseo de aliarse y entablar relaciones de amistad con su rey, de manera que sus respectivos súbditos puedan libremente ir y venir, comprar y vender, como es costumbre de todas las naciones, y que mi navío viene cargado con mercancías de nuestras tierras que, a tenor de lo transmitido por viajeros que ya han visitado estas partes, se pueden vender allí”.33

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