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Laguna Brava y Corona del Inca
En La Rioja, entre otras cosas, me sorprendieron dos: la historia de un angelito milagroso y el espectacular viaje hasta un fantasmagórico cráter ubicado a cinco mil cuatrocientos metros de altura
La Corona del Inca es una de las aventuras más ambiciosas y desafiantes para todos aquellos que mueren por llegar con su vehículo bien lejos y bien alto, con una recompensa asegurada: se trata de un lugar remoto, solitario, virginal y sobrecogedor, que se alza a cinco mil cuatrocientos metros de altura.
Para mí, es el premio mayor de una vuelta por el oeste riojano que debe incluir el Parque Nacional Talampaya, con sus formas de arenisca roja que parecen animales, monjes y piezas de ajedrez, y sus laberínticos pasadizos por el medio del gran cañón argentino. No es tan famoso a nivel mundial como el gran cañón del Colorado, pero es igualmente fascinante.
El periplo incluye a Villa Unión como cabecera y, sin duda, una visita al cementerio local, donde tuvo lugar la extraña historia −una metamorfosis, diría− de Gaitán, el niño muerto que parece vivo.
Y anoto también a la Laguna Brava −¡vaya nombre!–, a mitad de camino hacia la Corona del Inca, porque ese viaje, con sus abismos y colores, con sus peripecias, avatares y vicisitudes, es una aventura bien accesible.
Villa Unión, en el oeste riojano, es un pueblo distribuidor; desde allí se puede ir en distintas direcciones, lo que le da características de estratégico.
Sus vinos compiten con los de Chilecito, sobre todo el torrontés, aunque a menor escala, y hasta son más antiguos. Vale la pena demorarse un momento allí: cerca del poblado tiene lugares realmente hermosos como Banda Florida y sus petroglifos; y en Guandacol está aún en pie la casa del último caudillo montonero, Felipe Varela.
Pero la mayoría de los visitantes, sin embargo, privilegia la visita al cementerio, para conocer la tumba del angelito, Miguel Ángel Gaitán.
Antes de avanzar en el relato, es preciso aclarar lo de “angelito”. En el norte argentino, como herencia de la conquista española, y de acuerdo con una antigua tradición cristiana, si un niño bautizado muere antes de haber cumplido los siete años, como su alma está pura y libre de pecados, irá directamente al Cielo como angelito y desde allí intercederá ante el Señor para velar y proteger a la familia y a la comunidad donde vivía de enfermedades, pestes y otros males.
Para los creyentes, esta muerte se convierte en motivo de fiesta de despedida del angelito, una fiesta acompañada con oraciones, cantos, baile, juegos, comidas y bebidas. En ese tenor reza una copla santiagueña: “Cuando muere un angelito, en la tierra santiagueña no se llora, se baila. Las lágrimas podrían mojar sus alitas e impedirle volar hacia las alturas”.
En 1967, quince días antes de cumplir un año, Miguel Ángel Gaitán –hijo de Argentina Nery Olguín y de Bernabé Gaitán− murió de meningitis.
La leyenda empieza a desarrollarse siete años después, en 1973, luego de una violenta tormenta que se desató sobre Villa Unión y que, entre otras cosas, destruyó el túmulo de ladrillos y cemento que cubría el pequeño féretro del bebé.
El cuidador del cementerio descubre los destrozos y, al mirar el interior de la tumba, observa que el cadáver está intacto, como si Miguel Ángel estuviera dormido.
La tumba, por supuesto, fue reconstruida. Al tiempo, un día, el hombre comprueba que las paredes se habían caído misteriosamente, esta vez sin tormenta ni vientos huracanados de por medio.
Hubo una segunda reconstrucción de la tumba, pero los ladrillos volvieron a aparecer desparramados.
Fue entonces que los familiares decidieron dejar el cajón en el exterior.
Sin embargo, notaron que la tapa del ataúd había sido removida por la noche. La volvieron a cerrar una y otra vez, y aunque ponían objetos pesados sobre ella, como piedras y pesas de hierro, cada mañana aparecía removida. “Finalmente decidimos que Miguel no quería ser cubierto, quería ser visto”, me dice su madre, Argentina Gaitán, sin dejar de mirar el cuerpito y la cara como de plástico de su hijito.
Se trata de un bebé que se momificó naturalmente. Lleva más de cuarenta años muerto, pero desde 1990 la gente lo comenzó a considerar como milagroso, exactamente desde que el panteonero de Villa Unión le hizo una bóveda con vidrio. Esa fue la solución que encontró la familia para terminar con las tapadas y destapadas, y según expresa su madre, interpretando los deseos del angelito.
Al poder ser observado, la fama del niño milagroso se difundió por todo el país e incluso el extranjero.
La tumba es una urna de vidrio. Está repleta de flores de papel, de plástico, de estampitas y vírgenes.
El angelito, momificado, parece dormido. Lleva puesto un gorro blanco, que la madre cambia todas las semanas.
Desde aquella tumba que misteriosamente se derrumbaba y el féretro que se movía, todo ha cambiado. Ahora la cripta tiene dos plantas: el primer piso está lleno de juguetes. Y las paredes están repletas de placas de agradecimiento.
He visto cuadernos con anotaciones, diarios de chicas adolescentes. He visto familias que se inclinan ante la urna de vidrio trayendo osos de peluche y que obligan a sus chicos a mirar al angelito.
Todos se sacan fotos… y todos le sacan fotos.
Uno lee las cosas más insólitas. Hay papeles colgados donde un club de fútbol regional le implora que le vaya bien en el torneo, y hasta pide su intercesión un candidato a vicegobernador para que lo ayude en las elecciones.
Los adolescentes le piden por materias que adeudan en el colegio, aún de lugares tan distantes como Comodoro Rivadavia, y para recuperar amores perdidos en Eldorado, provincia de Misiones.
“Las ofrendas −me dijo Javier Reinoso, director de Turismo−, como para hablar fríamente, son como una contrapartida por los favores recibidos. Cuando el angelito hace un milagro o lo que la gente considera un milagro, ellos le dejan un juguete. Eso después va para las escuelas carenciadas de La Rioja; a esos lugares van a parar estos juguetes”.
Ahora, con el obvio permiso de ustedes, mis lectores, voy a apelar a las anotaciones de mi diario para contar mi viaje a Laguna Brava, y un poco más allá, hasta Corona del Inca.
He salido de Villa Unión de madrugada, cuando el sol está empezando a levantarse sobre los cerros del este para cruzarse hacia a las remotas soledades de la cordillera riojana.
La primera etapa del viaje es Vinchina, una localidad del antiguo poblamiento aborigen, que dejó un enigmático testimonio: en las afueras, asoma una enorme estrella dibujada en el piso con piedras rojizas, azulinas y blancas. No hay certezas sobre qué significa, pero muchos prefieren vincularla con cuestiones del más allá.
En ese antiguo sitio ceremonial de los pueblos milenarios, puntual, me espera Walter, el baqueano que va a guiarme en el ascenso, y de paso, me enseña las estrellas diaguitas. Explica: “Son cúmulos de tierra formados con piedra que fueron construidos por los indios: era su manera de agradecerle a la Pachamama por sus cosechas”.
Las estrellas son tres: una grande y dos más chicas. La grande es una figura de once puntas sobre un terraplén, hecha con piedras blancas, grises y rojizas y un diámetro de veintiocho metros.
El ascenso hacia la Cordillera será trabajoso y cansador.
La camioneta suma kilómetros y metros de altura zigzagueando en el imponente marco de la Quebrada de la Troya. Por aquí y allá asoman salientes en ángulo de noventa grados: los plegamientos son colosales. En el manejo hay que tener especial cuidado con los derrumbes que se producen cuando corre mucho viento o cuando llueve.
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