Y se llamaban Mahmud y Ayaz Y tenían tan solo 17 años
Silencio. Permanecer en silencio
Y tú siempre me decías:
Morir. Morir. Morir
Y miles de gritos, y miles de silencios
¿Dónde encontrarte, entonces, corazón mío?
Alguien me robó las llaves de casa
Dos jóvenes colgados
Fue necesario que la multitud aplaudiera,
Y tú siempre me decías:
Morir. Morir. Morir
Ayer te vi por la calle
Inventario de una noche:
La sombra mortal de las grúas
Y tú siempre me decías:
Inventario de una noche:
Morir. Morir. Morir
Y se llamaban Mahmud y Ayaz Y tenían tan solo 17 años
Oigo gritar a través de las ventanas
Inventario de una noche:
Morir. Morir
Inventario de una noche:
Estas serán mis últimas palabras
Morir
No lo olvidemos nunca
A modo de epílogo
Y se llamaban Mahmud y Ayaz,
y tenían tan solo 17 años,
y fueron ahorcados un 19 de julio.
No lo olvidemos.
Su historia debía haberse escrito
con otros titulares, con otras fotografías.
Pero no fue así.
Llegaron llorando a la plaza.
En la furgoneta de su angustia,
llorando las lágrimas que no derramarán de viejos.
(Como tantos otros, yo he visto las fotografías).
Y llegaron como dos cachorros asustados,
temblando entre el frío de tantas miradas,
ante el abismo del final de su vida,
antes incluso de haber intentado imaginarla.
“Llegará un día en que nuestras manos
no tengan que esconderse bajo las mesas,
en que no sea necesario mentirse
y quedar encadenados por anillos de bodas
y por contratos forzados y por banquetes de hiel”.
Perseguidos en sus miradas.
Espiados en sus susurros.
Asesinados por su deseo.
¿Por qué se ha detenido nuestro tiempo?
¿Por qué el polvo de las aceras
llena de dudas mis pasos,
esos en los que busco tus huellas,
esas que se evaporan con el soplo
cotidiano de las citas y de los atascos?
Desierto con semáforos y pasos de cebra.
Ciudad sin fronteras ni horizontes.
Semilla sin tierra y tierra sin el mar de tu sonrisa.
Fueron necesarios cuatro brazos
y una soga ajena a su cobardía.
Fueron necesarios dos hombres
que escondieran sus corrompidos gestos
tras el anonimato de un pañuelo.
Fue necesario un juicio
y la rápida sentencia de muerte.
Y nuestro silencio,
no lo olvidemos.
Fue también necesario nuestro silencio.
Caen mientras la puerta se abre.
Lenta. Lenta. Lentamente…
… en caída libre.
Y el estallido metálico
resuena por toda la casa.
No hay nadie. No hay nada.
Los pocos muebles no ahogan el eco
y en el abismo de las paredes
cuelgan las huellas de otras vidas,
de otros cuadros,
la geografía geométrica del polvo
y de la miseria compartida.
En esta misma habitación vivieron
mis padres y mi hermana mayor,
la hermana que nunca encontró marido.
En esta misma habitación te amé
una noche,
siempre desde aquella única noche.
En esta misma habitación te perdí.
Para siempre.
Y se llamaban Mahmud y Ayaz.
Repitamos sus nombres hasta quedarnos sin labios.
Mahmud, Ayaz. Mahmud, Ayaz…
Recordemos su edad: esos 17 años
que no serán jamás la sombra de un recuerdo,
esos 18 que no les dejaron celebrar.
Su historia tenía que haberse escrito
con la tinta anónima de tantas otras vidas,
con el guion ambicioso de la felicidad
que vamos escribiendo en las esquinas
interrogantes con las sorpresas cotidianas.
Pero no fue así.
“Algún día veremos amanecer juntos.
Tu cabeza sobre mi pecho
y mis dedos acariciando tu frente,
y mis labios sobre tus labios,
y los primeros rayos de la mañana
resucitando la silueta de nuestros cuerpos”.
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