¿Qué sabía ella de muchachos y de bailes? Las grandes eran portadoras del arcano saber de con quién bailar y con quién no; en todo caso tenían el valor para negarse, sabían de qué hablar, frente al espejo habían ensayado cómo cruzar las piernas, restituir a su debido nivel una falda renuente, acomodarse con gesto desaprensivo el cabello para lucir los pendientes, limpiarse las comisuras sin correrse el lápiz labial, ¡bueno! Hasta podían, según las había oído decir, provocar que el elegido respondiera como perro faldero al encanto de una mirada o una sonrisa. Pero qué sabía ella de todo esto, nadie la había preparado y jamás había cruzado por su mente que algún día alguien la invitaría a bailar, menos esa tarde. Eso era para las grandes. Para colmo todas lo habían visto y oído; él lo había gritado sin recato desde el otro lado de la mesa. Las miradas, escuchas y chismorreo se clavaban en sus hombros con sofocante peso; todos aguardaban su respuesta. El muchacho, flaco, sonriente y con el copete engomado a la Presley estiró hacia ella la mano por sobre los emparedados.
La tía Hortensia, al ver que uno de los grandes sacaba a una de las menores, arqueó la ceja derecha tras sus lentes de Gatúbela, sus alarmas internas se dispararon cimbrando su elevado crepé. «El demonio —solía decir— brinca cuando menos se espera». Quien brincó fue ella. Se había colocado en el redondel, cual juez de silla, a la mitad del campo de batalla; arreglándose falda y peinado se disponía a fijar la regla de «grandes con grandes y chicos con chicas», cuando Mariana contestó sí. Sus dos cejas se arquearon en pasmo; de inmediato arreó niños y niñas a la pista sin quitar ojo —y cejas— de la primer y desigual pareja.
No supo cuándo contestó. Aturdida rodeó la mesa entre el asombro de las más, los celos de no pocas y un generalizado murmullo. Todas las miradas eran sobre ella. El miedo entumía sus movimientos, su pensar era torpe y distante, el aire denso; respirar le quemaba y sus pasos eran como en pantano. La pareja se detuvo en la pista en silencio, sin saber cómo empezar. Su respuesta había derrumbado en Fermín su viril confianza; pesaba sobre ambos el temor a lo desconocido, la niñez embozada en ostentación y seguridad. Finalmente, tras un homérico esfuerzo, él se le acercó, perplejo, agónico.
Una descarga la electrizó. Por primera vez experimentaba la caricia de una presencia. Con el tiempo llegaría a desarrollar la sensibilidad de descifrar lascivia o cariño, envidia o empatía, indiferencia u odio, amor o codicia en quien entraba en su proximidad. Aquella tarde no sabía explicar lo que experimentaba y ardía en su piel y entrañas. Madre, tías y monjas habían cumplido a la letra la tarea de aterrorizarla en todo cuanto al sexo e incubarle sus histerias. Más esa tarde, en la pista de baile, lo que en su interior bullía no le movía a alarma sino a misterioso deleite y húmeda aprensión. A su mente vino una conversación con el abuelo Mariano:
—Elito —había preguntado hacía no mucho—, ¿qué es el sexo?
El viejo, sorprendido, dejó la lectura, su instinto le decía que la pregunta no obedecía a ninguna preocupación propia de la niña.
—¿Por qué preguntas, Marianita?
—Las señoras del catecismo y mis tías no paran de alertarnos sobre sus peligros, pero ninguna parece saber qué es, ni cómo puede hacernos daño.
«Porque no saben un carajo», pensó el viejo. Dejó el libro, tomó a Mariana, la sentó en su regazo y frotándose la barbilla dijo:
—Verás, hija mía, a veces los adultos queremos ver en los niños nuestros propios miedos. No te preocupes por el sexo. Éste llegará, como llega la viruela y el sarampión, como la primavera sigue al invierno y el despertar al sueño. El sexo es algo tan natural como respirar y nadie le tiene miedo a respirar, ¿verdad? Tú sabrás qué hacer sin que te dañe cuando llegue. Lo importante es no temer a nada, que nada es malo en sí mismo. Nosotros creamos el mal y vemos monstruos y peligros donde no los hay. Pero ¡no se te vaya ocurrir discutir esto con tus tías, las sisters y peor aún con las guacamayas del catecismo! Escúchalas, pero recuerda: «Que nada te turbe…
—…nada te espante, todo se pasa…» —terció Mariana citando las palabras con que el abuelo sometía a sus infantiles zozobras y que exorcizaban por las noches sus pesadillas.
—Las cosas, hija, llegan cuando tienen que llegar y hay que vivirlas a plenitud, sin miedos, sin recelos, entregando todo sin esperar nada a cambio. Sólo hay una vida y es ésta; que los temores de tus tías no te la echen a perder.
Salía Mariana cuando el abuelo la paró.
—Espera.
Al voltear la niña encontró un hombre abatido. Los segundos pasaron, el anciano veía, callado, al piso. Peleaba con él. Finalmente articuló:
—El problema no es el sexo, sino el amor… mejor dicho la ausencia de amor. ¡No, no, no es así, no me estoy explicando! —se interrumpió enfadado.
Nuevamente cayó el silencio, Mariana jamás lo vio tan disminuido. Éste cerró los ojos, tomó un profundo respiro y con cuidada calma continuó:
—El verdadero problema es no saber ver el amor en todo lo que existe. El amor no es algo que se construya y atesore, que se encuentre como un diamante o florezca como un rosal. Casi todos confunden el amor con poseer a la persona amada y sentirse amados; creen que el amor es el deseo de amar y ser amado. Están enamorados del amor, de lo que creen que es el amor. ¿Lo ves?, están enamorados de su engaño, de una idealización, de su idea de amor. Y eso no es amor ni es amar.
Mariana seguía confundida, el abuelo hablaba para sí.
—Algunos piensan que el amor es como ganarse la lotería —continuó don Mariano—, otros, que es como una cuenta bancaria con depósitos, retiros y saldos; para muchos es una cursi película gringa; los más creen que es la costumbre de levantarse, trabajar como bestia, proveer a la casa y mal dormir. Muchos, sin saber que han sido derrotados, lo buscan en el sexo reducido a placer sensual. Se equivocan, el amor es algo mucho muy superior a nuestra mezquina vida y a nuestros distorsionados parámetros. Nunca aceptes someter el amor a la escala humana, menos a explicarlo en función de nuestros ridículos alcances; el amor es la más formidable y la más sutil de las energías cósmicas y los humanos, ilusos, codiciosos, creemos que es algo que está ahí para conquistar, dominar y esclavizar. Así como te digo que no prestes atención a las mojigaterías del catecismo, al menos en lo del sexo, también te imploro de hinojos no le hagas caso a su idea del amor.
»Escucha bien, que tal vez sea lo más importante que pueda decirte en toda mi vida: al amor no hay que buscarlo, porque si lo buscas es que te has prejuiciado sobre qué buscas y cómo es lo que buscas; ya lo has reducido al mezquino alcance de lo humano. Al amor tampoco hay que esperarlo como si fuera un camión con paradas fijas. Al amor no hay que atesorarlo. Sólo los humanos atesoramos cosas, personas o rencores, el resto de los seres vivos sólo toman lo que necesitan para sobrevivir. ¡Ilusos de nosotros! Al final nos vamos de este mundo sin tesoros, sin gloria, sin blasones. ¿Puedes atesorar el aroma de una flor, los colores del crepúsculo, la brisa del amanecer, la luz de luna, el vuelo del colibrí? No, ¿verdad? Pues tampoco puedes atesorar amor.
»El amor no tiene tiempo, sólo el hombre tiene tiempo; el tiempo es una invención humana, el amor es atemporal, por tanto, es sin pasado y sin futuro, siempre nuevo, jamás se repite, es inasible. Cuando alguien te diga «mi amor», sal huyendo tan rápido como puedas que ése no es amor, es posesión, apego, celos y, a la larga, dolor. No quiero decir que no puedas hallar el amor con alguien y hacer tu vida con él, tan sólo te digo que tienen que vivir un nuevo amor a cada instante, sin atarse a paradigmas, sin encadenarse a recuerdos, sin esclavizarse a dogmas y tradiciones. En fin —concluyó con gran suspiro— no busques el amor, vívelo en todo lo que hagas, en el menor de tus esfuerzos, en el mayor de tus dolores, en la más profunda de tus tristezas, en tu alegría más sublime, en toda tu relación con el mundo, con tus semejantes, con las ideas, con las cosas; en tus triunfos y en tus pérdidas. La pérdida es parte del ciclo de la vida, sólo de las cenizas se puede renacer; del pasado que hemos perdido resurge el futuro que anhelamos. Aprende a ver el amor en todo lo que es y, recuerda, jamás trates de buscarlo y aprisionarlo, sólo vívelo con pasión, con el deseo sentido y verdadero de compartirlo con y en todo lo que es.
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