Artemio vio a la niña sobre la silla, haciendo la señal de la cruz sobre su frente preguntó:
—¿De quién es esta bendición?
El silencio persistió. La sosegada y mañanera presencia de Artemio era algo a lo que las pepenadoras no estaban acostumbradas.
Finalmente, Joaquina, como saliendo de trance, adelantó:
—¡Alabado sea el Señor! —Luego, como si algo se hubiese descocido en sus adentros, siguió en hemorragia—: De la Virola, que en paz descanse —se persignó—; la pinche chota apenas la levantó hace una hora; ¡los muy desgraciados!, desde las dos allí tirada y no venían por no mojarse los pinches culeros; inútiles los malditos; allí murió —dijo señalando la mitad del arroyo—; llovía de los mil carajos; se paró en silencio, como loquita, todas la vimos, ¿verdá?, caminó hasta ese pinche charco colorado, allí, ése, ése, ¿lo ve?, y allí se quedó toda la pinche noche tirada como perro atropellado. ¡Verdá de Dios! y nosotras sin poder hacer nada porque nos chingan. Gritó, levantó los brazos al cielo como reclamando. Creímos que iba grifa. Un relámpago iluminó la noche en respuesta y luego cayó como res, ¿verdá? Azotó como si la hubiesen desconectado; no vimos a la niña sino hasta lueguito; de milagro no se nos ahogó en el charco o la aplastó la pinche Virola, ¿verdá?, porque estaba bien marrana la jodida después que le colgaron el ojo; a la niña la levantamos desde endenantes y la escondimos lueguito, lueguito, ¿verdá?, si no la pinche chota se la lleva al tiradero municipal, como de tantas compañeras; ¿a ver cuándo va a darles una misa, padre?; nosotros lo llevamos el día que diga; la mayoría son tiradas allí sin bendición ni sepultura, sólo una virgencita que pusimos y nomás por ser la guadalupana no se la han chingado, que si no ni eso tendrían las pobres desgraciadas, ¿verdá? ¡Mire al angelito!, nomás por eso sabemos que Dios no se ha olvidado de nosotras.
Ahora Artemio era el mudo. La niña, las suripantas, el charco sanguinolento, el calor, el lugar y la retahíla de información lo sumieron en estupefacción. Eran muchas las preguntas que sacudían su mente; una, sin embargo, expresó antes de darse cuenta:
—¿Y quién se va a hacer cargo de la criatura?
—¡Pusss aíííí’ta el cabrón pedo!, ¡perdón, padre!, la bronca —soltó María Guadalupe, aún envuelta en el sopor del tequila—, éste no es un lugar para una niña, digo, y nosotras entre todas semos las menos a propósito, apenas y podemos con nuestra jodida vida, menos vamos a poder con la criaturita, pero… ¿la puede bautizar?
—¡Sí, sí! ¡Hay que bautizarla! —gritaron todas, y siguieron, entusiastas:
—¡No se nos vaya a morir la pobrecita!
—¡Pero necesitamos cambiarnos, que es pecado bautizar a alguien vestida de puta!, ¿verdá?
—¿Y cómo le vamos a llamar?
—Guadalupe, pendeja, como la virgen…
—¿Y como su madre…? ¿Cómo se llamaba la pinche Virola, tú?
—Carmela, ¡pendeja!
—No griten que la van a despertar.
—¿Y quién la va a amamantar?
—Sí, ¿quién? Estas pinches tetas están más secas que el puto de mi padrote.
—¡Por un carajo!, dejen de decir pendejadas —gritó Joaquina—. Perdone nuestro lenguaje, padre, pero no estamos acostumbradas y…
Artemio no requirió decir nada para acallarlas, sólo sonrió.
—La vamos a bautizar de inmediato, que todos son esperados ansiosamente en la casa del Señor y, aunque él entiende todos los idiomas y de nada se ofende, si pueden evitar los chin chun chan, se los va a agradecer, y yo también. El problema, hijas, sin embargo sigue siendo el mismo, ¿quién se va a ser cargo de la criatura, qué van a hacer?
Las pepenadoras habrán sido prostitutas y proscritas, pero no tontas. Refugio, sin levantar la mirada y descubriéndose la cabeza para enrollar y desenrollar entre sus manos el raído trapo que ya no era dorado ni chal, adelantó:
—¿Van… padre?
Así fue como Socorrito creció en la parroquia bajo el cuidado de una familia singular, cuya figura paterna fue el padre Artemio y la materna las múltiples y cambiantes madres, prontas a convertirse en hijas al cuidado y cariño de la propia niña. El tejabán anexo a la sacristía se amplió para dar cabida a Socorrito; meseros, marinos, novios y hasta policías trabajaron para acomodarla junto con doña Leonor.
Socorrito creció entre la sacristía, la escuela y la Pepena. No sacó la belleza de su madre, era bajita, delgada, morena y de pelo ensortijado. Su cara no era bonita, pero sí alegre, sus ojos eran de un gris expresivo y misterioso, irradiaban una melancolía melódica. Su mirada era un adagietto que desgarraba y estremecía el alma.
Socorrito era trabajadora, organizada, práctica y excelente administradora. Al morir doña Leonor, pasó a hacerse cargo, no obstante su corta edad, del padre Artemio, de su casa, de la iglesia, del recién fundado dispensario y de sus múltiples madres/hijas.
Dedicada a ello se le fueron los años.
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