Rafael Narbona - Peregrinos del absoluto

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La mística parece un asunto del pasado, pero sigue ejerciendo una poderosa fascinación. Juan de la Cruz, Blake y Simone Weil suscitan admiración y asombro, pues su experiencia vital excede los límites establecidos por el pensamiento científico.Sus vivencias místicas podrían ser despachadas como simples fantasías o embustes, pero lo cierto es que transformaron sus vidas, actuando como punto de partida de una existencia particularmente fructífera. De orígenes judíos y escéptica en materia religiosa, Edith Stein decide convertirse al catolicismo tras una lectura febril del Libro de la vida de Teresa de Jesús. «Quién busca la verdad», escribe Stein, «busca a Dios, sea o no consciente de ello».No obstante, no todos los místicos creen en Dios. Bataille describe la experiencia religiosa como un éxtasis donde trascendemos nuestra dimensión individual, sumergiéndonos en la corriente del ser. Nihilista furibundo, Cioran exalta la Nada como liberación mística de una conciencia atormentada por el sentimiento de finitud. El místico siempre es un artista, un creador. Su voz nos permite ir más allá, revelándonos continentes que la razón no puede atisbar.

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¿Cuál es el porvenir de la mística? Karl Rahner cree que «el hombre religioso del mañana será un “místico”, una persona que “ha experimentado” algo, o no podrá seguir siendo religiosa». Pero ¿en qué consistirá esa experiencia? No será algo inmediato y gratuito, sino el fruto de un largo camino que exigirá bajar hasta lo más profundo, imitando el peregrinaje de san Juan de la Cruz, que se sumergió en el silencio, la soledad y el despojamiento del yo. La experiencia mística no es una grata sensación de unión con lo divino, sino una aceptación incondicional de Dios, que anhela vivir en nosotros. Abandonarse no es suficiente. La experiencia mística no nos pide un quietismo estéril, sino habitar la realidad de otra manera. La historia de Marta y de María no exalta la contemplación en detrimento de la acción. Por el contrario, nos invita a congraciar la praxis y la contemplación. O, dicho de otro modo, nos pide que adoptemos un estilo contemplativo de vida. Es lo que san Ignacio de Loyola llama «contemplativos en la acción». Santa Teresa de Jesús aleccionaba a sus hermanas para que fueran a un mismo tiempo Marta y María. Dado que Dios se halla en el más profundo centro del alma, «el encuentro con Dios puede producirse en todas las circunstancias —escribe Juan Martín Velasco en El fenómeno místico—. […] Todo el hombre es ser teándrico; la Presencia que lo origina y lo atrae es permanente. No depende del lugar en el que estamos; del momento del día que vivimos; de los pensamientos que tenemos; de las actividades que hacemos». Dios interviene en todos los aspectos de nuestra existencia, siempre y cuando vivamos con hondura, sencillez, humildad y confianza. Como afirma san Ignacio de Loyola, la clave de la vida mística reside en «buscar y encontrar a Dios en todas las cosas». No es un empeño irracional, sino otra forma de vivir la razón. El místico aprehende el logos que se halla en el origen del ser. Ese logos no es un principio abstracto, sino el Bien que se transparenta en la belleza del mundo y en ciertas obras humanas, como dar de comer y beber al afligido y al necesitado.

En el siglo XXI, el místico da testimonio de la nostalgia infinita del hombre, abrasado por la sed del absoluto. El místico no es un conquistador, sino un siervo de la noche, como advirtió Teresa de Lisieux. Su visión de Dios nunca es clara y distinta. En la hora de su muerte, Cristo grita revelando su desamparo. Se siente abandonado, pero no niega al Padre. A pesar del dolor y el desaliento, espera. No cree que la muerte sea la última palabra. Dios está escondido, pero nos envía signos que mantienen viva la llama mística de la esperanza. La muerte representa el acontecimiento que cierra el horizonte, un límite en apariencia insuperable. El místico se enfrenta a ese límite y proclama el triunfo de la vida, de lo abierto, de lo que permanece alerta, expresando que la nada no es el fin de la aventura humana. El atisbo de lo sobrenatural nos pone en relación con una lógica de sentido distinta de la de la razón. La mística trasciende lo expresable y lo analizable. Es el umbral de algo que no puede reducirse a evidencias contrastables, pero no se trata de simple sugestión, sino de luminosa teofanía. Si algún día desaparece la pregunta sobre Dios, si realmente deja de tener sentido para las futuras generaciones, la angustia de Antoine Roquentin devorará poco a poco todas las conciencias, abocando al ser humano a elegir entre la náusea y la mueca trivial del libertino.

Todos recordamos el Viernes Santo como ejemplo de injusticia y sufrimiento. La Cruz simboliza el dolor inocente, el fracaso de la humanidad, el triunfo del verdugo sobre sus víctimas. La ignominia del Viernes Santo es transfigurada por el Domingo de Resurrección, el día de la esperanza y de la liberación de todas las servidumbres. El hombre vive entre medias, en la espera del Sábado Santo, en una inacabable vigilia pascual. No pidamos certezas ni evidencias. La fe no se arrodilla ante el altar de la razón; camina por la noche oscura, sin otra lumbre que un amor ciego y una sed inextinguible. La llama mística es ceniza helada; se alimenta del frío y la incertidumbre, pero anuncia una aurora de pájaros cantores y viñas en flor.

Teresa de Jesús. Mística de la felicidad

Edith Stein escribió: «Quien busca la verdad, sea o no consciente de ello, busca a Dios». Nacida en el seno de una familia judía, Stein perdió la fe durante la adolescencia. Feminista comprometida, pacifista nada ingenua, brillante discípula de Edmund Husserl y Max Scheler, y autora de una obra de gran densidad filosófica y teológica, la lectura de san Agustín, Søren Kierkegaard e Ignacio de Loyola la acercó al catolicismo. La fe sencilla de una mujer que entró en la catedral de Fráncfort para un breve encuentro con Dios y la entereza de su amiga Pauline Reinach —católica y, más tarde, benedictina— ante la muerte de su marido en el frente la animaron a seguir aproximándose a Cristo, aunque la experiencia decisiva que determinó su conversión fue la lectura del Libro de la vida de Teresa de Jesús: «Cuando cerré el libro, me dije: “Esta es la verdad”». No se trató de una lectura filosófica y meditada, sino sapiencial, es decir, de persona a persona. Dios siempre aparece en el horizonte de lo humano, no en frías abstracciones. Edith Stein se ordenó carmelita con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, lo cual no impidió que muriera con su hermana Rosa en una de las cámaras de gas de Auschwitz el 9 de agosto de 1942. Pudo huir, pero prefirió solidarizarse con su pueblo y dar testimonio de su fe.

¿Qué hay en las páginas del Libro de la vida? ¿Dónde reside su fuerza, su capacidad de inspirar actos excepcionales? Con una rigurosa formación filosófica, científica y literaria, Stein buscó de manera incansable la verdad, pero no experimentó la convicción de haberla hallado hasta que el Libro de la vida le enseñó que Dios no se revela a la razón, sino al corazón, lo cual hace mediante la Cruz. La mística teresiana que inspiró a Edith Stein, canonizada por Juan Pablo II y nombrada copatrona de Europa, no es un canto al sufrimiento y a la renuncia, sino un camino hacia la dicha y la plenitud. Teresa de Jesús excusó su febril actividad con una confesión que esclarece de manera inequívoca su motivación más profunda: «He cometido el peor de los pecados: quise ser feliz».

Algunos consideran que la reformadora del Carmelo es uno de los símbolos más emblemáticos del franquismo, pero Joseph Pérez ha recordado que la izquierda republicana admiraba a Teresa de Jesús por su espiritualidad sincera, su valerosa iniciativa en una época de estricta hegemonía masculina y su calidad como escritora; un juicio que comparte Rosa Rossi, quien atribuye mucha importancia a su condición de nieta de un judío converso, Juan Sánchez, condenado por la Inquisición de Toledo a llevar durante siete viernes el famoso sambenito de capuz amarillo por «muchos y graves crímenes y delitos de herejía y apostasía». Tras cumplir la pena, Juan Sánchez se mudó a Ávila para iniciar una nueva vida, ocultando su pasado. Su talento para los negocios le permitió trabajar en la recaudación de alcabalas. Gracias al patrimonio acumulado, pudo comprar certificados de hidalguía para sus hijos. Alonso Sánchez de Cepeda, padre de Teresa, continuó con las alcabalas, disfrutando de una vida cómoda y holgada. Era muy piadoso y no poseía esclavos moriscos, pues le apenaba privar de libertad a un ser humano, prefiriendo confiar el cuidado de sus hijos a nodrizas y criados. Es poco probable que Teresa y el resto de sus hermanos conocieran la historia de su abuelo, ya que la prudencia aconsejaba no hablar de estas cuestiones, ni siquiera en familia. Quizás el temperamento de su padre influyó en que Teresa de Ahumada no aceptara el tratamiento de doña y estableciera la igualdad entre todas las carmelitas descalzas, menospreciando la honra y la hidalguía como criterios de excelencia. En ese sentido, apunta Rossi, seguía las enseñanzas de Juan de Ávila, según el cual la limpieza de sangre no era una concepción cristiana. Otros historiadores (Teófanes Egido y el mismo Joseph Pérez) consideran que se ha exagerado el peso de la herencia judeoconversa, tal vez por influencia de Américo Castro, que explica la identidad de la nación española como una síntesis de tres culturas.

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