Natalia S. Samburgo - Abre los ojos

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Una ciudad, dos hombres desaparecidos, ninguna pista para encontrarlos, y dos detectives trabajan contra reloj para resolver el enigma.
Iván y Jacinto son amigos y, además, los encargados de resolver los crímenes más difíciles de San Rafael, Mendoza. Sin saberlo, se enfrentarán a uno de los casos más complicados de toda su carrera: deberán encontrar a los sujetos, pero desconocen que hay interesados en ocultarles información y complicarles la búsqueda. Un exjuez decidido a mantener a su hijo con vida y una fiscal que deberá decidir en hacer lo correcto o mantener el renombre de su familia.
El pasado volverá para cambiar la vida de todos y rearmar el rompecabezas incompleto de dos décadas atrás. Nadie es tan inocente como parece.
Crímenes sin resolver, venganza, oscuridad y torturas. Una búsqueda que hará replantear quiénes son los verdaderos culpables.

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Advirtió el sonido, otro baldazo de agua, y supo que estaba haciendo lo mismo con su compañero de desgracia. Le pareció tan silencioso que dudó que estuviera vivo. ¿Hasta dónde llegaría todo esto? ¿Hasta cuándo tendría que soportar las torturas sin saber que más le depararía? Deseaba enterarse por qué estaba allí. ¿Qué mal había hecho? Un sudor frío le corrió por todo el cuerpo al evocar el peor recuerdo de su vida. Pero desestimó que se relacionara en algo con esto que ahora estaba viviendo. Se suponía que no había quedado con vida. Nunca más se supo nada de su paradero. Se le alojó una piedra en el pecho, comenzó a transpirar y a tiritar. ¿Qué había hecho? ¡¿Qué habían hecho?! ¿Cómo habían podido seguir con sus vidas, luego de semejante atrocidad? Se sacudió de manera frenética colgado de las cadenas ante la inminente convulsión. Los espasmos de llanto amenazaban con volverlo loco y fuera de sí. Sintió un golpe en la espalda que lo obligó a arquearse de dolor y a reaccionar. Su captor lo había golpeado con la silla que antes había pateado. Continuó llorando quedamente. ¡Cómo se arrepentía de lo que había hecho! Esto era un castigo divino por no haber pagado culpas en su momento. Haber ido a la cárcel hubiera sido mejor que esta incertidumbre y padecimiento. Pero no se dejaría vencer. Iba a luchar hasta las últimas consecuencias para averiguar por qué estaba allí y para tramar cómo escaparía de ese antro de castigo.

Sintió que la puerta se cerraba. Quedaban otra vez solos. No le había inyectado nada en esta ocasión. Dudó. No le gustó nada ese cambio de rutina. Había percibido que su captor era muy riguroso en cuanto a cumplir con cada paso que realizaba y con los horarios en que los visitaba. ¿Por qué no lo habría adormilado?

Se quedó dormido. La extenuación lo hizo declinar en su intento por mantenerse despierto y alerta. Tuvo pesadillas que lo despertaban a cada momento, pero volvía a quedarse dormido. Horas más tarde, antes de despertar, sintió la misma voz que escuchaba todos los días. No lograba dilucidar si era un sueño o era real, pero siempre lograba despertarlo con un escalofrío. Oyó en su mente la misma frase susurrada: “abrí los ojos, maldito”.

***

Iván se preguntaba qué estaba haciendo, manejando solo por esa ruta desierta. Aún le quedaban quinientos kilómetros para llegar a Buenos Aires. Una vez allí, se hospedaría en un hotel y, al día siguiente, partiría de regreso a San Rafael, pero junto a su hermano. Hacía tanto que no lo veía que sintió nostalgia. Nunca entendió por qué se fue, dejando a su hijo y a su familia. Pero así era Vicente. Aunque en realidad no, un día cambió y nunca supo el porqué. Siempre fue un muchacho honesto, seguro de sí, se llevaba el mundo por delante. Excelentes calificaciones en el colegio y muchas, muchas chicas a sus pies. Él lo adoraba, era su ídolo. Les decía a sus amigos y a su familia que, cuando fuera mayor, quería ser como su hermano, y lo hacía henchido de orgullo y admiración. Vicente le llevaba cinco años, pero eso no era impedimento para llevarse bien. Hasta que un día, cuando Iván tenía quince años, sintió que su hermano ya no era el de antes. Solía encontrarlo llorando y, cuando se percataba de su presencia, lo echaba y cerraba la puerta de su habitación para aislarse. En su casa todo cambió. Las caras de sus padres, fueron, por un tiempo, las mismas que él recordaba de cuando estaban tristes por la muerte de la abuela Esther. Pero esta vez, nadie había muerto y, sin embargo, la desolación cubría esa casa y esa familia. Preguntó, en sucesivas oportunidades, qué pasaba, no era ni tan chico ni tan tonto como para no darse cuenta de que algo estaba ocurriendo. No obstante, sus padres siempre desestimaban la situación y le decían que tenían problemas laborales. Ante la insistencia de por qué Vicente también estaba mal, le respondían que le había ido mal en los estudios y que no quería seguir ninguna carrera. Vicente… ¿irle mal en los estudios? Nunca les creyó. Imposible.

Y así pasaron los años, Vicente se casó y dejó la casa paterna a los veintiún años. Se separó a los diez meses de casado y, al poco tiempo, ya tenía una nueva mujer con quien se casó no bien tuvo los papeles de divorcio del matrimonio anterior. De estas segundas nupcias, años después, nació Lautaro, un bebé hermoso al que Iván adoraba como alguna vez había adorado a su hermano. Cuando Vicente se fue a España, él se hizo cargo de su sobrino y se enamoró de Andrea, la ex de su hermano y madre del niño. Al enterarse, Vicente, dejó de hablar con Iván, pero dos años más tarde, llamó para perdonarlo y contarle que estaba casado y feliz.

Hacía casi un año que Iván había decidido separarse de Andrea. Ya no toleraba sus ataques de celos y, viendo que Lautaro comprendía perfectamente lo que estaba ocurriendo y que tenía su aprobación, decidió irse de la casa y liberarse de esa atadura. Su sobrino estaba grande y entendía que su tío la pasaba mal, y se culpaba por creer que Iván hacía el esfuerzo para no perderlo a él. Un día que salieron juntos hacia la cancha para ver a su equipo de fútbol favorito, Independiente de Rivadavia, Lautaro le explicó y argumentó que él jamás dejaría de quererlo y que sabía que su tío jamás lo abandonaría, como sí había hecho su padre.

Y allí se encontraba, atado a sus pensamientos. Pensando en el reencuentro con su hermano y ansioso porque conociera a Lautaro, su orgullo. El muchacho ya estaba al tanto del regreso de su padre y estaba dispuesto a hablar con él y armar una relación, pero jamás le diría “papá”. Llegó a Buenos Aires pasadas las seis de la tarde. Se hospedó en un hotel céntrico y, como estaba famélico, llamó a un amigo periodista con el que había acordado encontrarse para ir a cenar. Una hora después, se encontraban en la esquina de El Museo del Jamón, para charlar y enterarse de las novedades de la Capital.

***

Una jeringa, dos y una tercera por las dudas. Las colocó en la caja, una al lado de la otra, con el nombre de lo que cada una contenía. Tomó los cigarrillos y los fósforos. Era hora de terminar con las patadas del imbécil que se creía fuerte. El otro estúpido ya no era peligroso, lo dejaría en paz unos días para que se recupere y poder volver a arremeter sin piedad. Violencia, piedad. Violencia, piedad. ¿Para qué la piedad? Bueno, solo para que recobraran algo de vigor y poder volver a quitárselo. Así era más emocionante. No era entretenido doblegar a alguien ya doblegado, necesitaba que se retobaran, que lucharan y que se dieran cuenta de que nada podían hacer. Colocó las vendas para los ojos de ambos, cinta para tapar la boca de uno de ellos y un líquido antiséptico de color rojizo para ocultar las heridas y ver las marcas rojas identificadas para, al día siguiente, insistir en el mismo lugar.

Sentía un hormigueo en las manos y una ansiedad abrumadora. La necesidad de torturar se había hecho carne y era como una droga. Se tuvo que pegar sobre sus propias manos y en los muslos, palma, dorso, palma, dorso. Se sentiría con fiebre hasta que no llevara a cabo su plan, pero debía aguantar, aún no era la hora. Sobre la silla, con la pierna derecha temblando y raspándose los dedos contra la mesa de madera, esperó mirando el reloj minuto a minuto. Cuando se hicieron las ocho de la noche, tomó la caja y bajó con una calma que no había hallado minutos antes. Una vez que el momento llegaba, todo se ponía en orden. Bajó los escalones despacio, sin apuro y abrió la puerta. Uno de ellos estaba despierto, tal como esperaba. Se aproximó al que se hallaba dormido, le tapó los ojos con una de las vendas y le inyectó antibiótico en el brazo sano. El hombre ni se inmutó. Comprobó sus signos vitales y todo parecía normal. Solo estaba durmiendo.

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