—Ayuda… a - yu - da… —era la súplica que retumbaba en sus oídos.
Tomó aire y fuerzas para intentar esbozar alguna palabra. Le dolieron los labios al tratar de separarlos, los tenía secos y pegados. Trató de mojarlos con la lengua que poco tenía de humedad y cuando los hubo separado, intentó hablar, pero solo él mismo se escuchó ante ese hilo fino de voz que le salió. Carraspeó…
—¿Quién sos? ¿Quién está ahí? —pero no obtuvo respuesta. Su voz no sonaba, solo él conseguía escucharla. El último grito ante el dolor, si es que salió como grito, le había robado las cuerdas vocales.
El cansancio lo invadió ante el esfuerzo realizado al intentar hablar. Un acto tan simple, el del habla, ahora le provocaba más cansancio que el de una maratón cuesta arriba. Oyó la puerta abrirse y se tensó. El hombre que estaba lamentándose cerca de él, pero que no podía ver, comenzó a pedir auxilio con más fuerza.
—¿Quién sos, hijo de puta? ¡Da la cara!
Se vio reflejado en esas palabras, las había pronunciado tantas veces y nada había logrado. Jamás recibió una miserable respuesta, jamás vio la cara de su captor, de ese Satanás que lo tenía encerrado y resumido a una vida que no se parecía en nada a una normal, jamás sintió que entrara más de una persona en ese espacio. Estaba seguro de que siempre era la misma y la única que sabía que ellos estaban allí. Pensó en su gato y se angustió más que por el lamento e insultos del hombre que no cesaban. Rezó por su alma, para que fuera perdonada por sus pecados y para que su gato estuviera a salvo. No tenía a nadie más por quien rezar. Aunque en el fondo le dio por orar, también, por el hombre que, suponía, correría la misma suerte que él, en breve.
Y así fue. Se oyó el grito desgarrador de quien es lastimado de manera salvaje.
—¡Hijo de puta! ¡Nooo! ¡Me duele, mierdaaa…! ¡Quemaaaa…! ¡Mi brazo!
Y todo era igual. No solo tendría que padecer el dolor y la agonía propia, sino que, ahora, sufriría por escuchar cómo le hacían lo mismo a otro hombre. Sintió los pasos de siempre a su espalda. Sabía que era la hora de la inyección. No tenía idea de qué hora de la tarde era, pero seguramente, le tiraría agua en la cabeza desde donde tendría que estirar la lengua para recoger gotas que saciaran su sed y, luego, recibiría la inyección de vaya a saber qué líquido que, al cabo de unos segundos, correría por sus venas. No podía girar la cabeza para tratar de ver quién era su raptor. Las cadenas estaban colocadas de tal manera que era imposible voltear la cabeza, solo podía estirar, de vez en cuando, el cuello hacia uno u otro costado, pero siempre, se encontraba con las cadenas al lado de sus orejas. Muchas veces dio gracias por tenerlas allí, ya que dormía relajando un poco los músculos del cuello mientras se apoyaba en ellas. Llegó la inyección en el brazo derecho, el sano, aunque lleno de pinchazos; eran dos por día. Supuso que uno era un antibiótico y otro un somnífero, pero todo eran suposiciones.
El agua que caía por su rostro era arrastrada por la lengua hacia la boca. Logró apagar un poco la sed, aunque nada era suficiente. Sintió el rugir de su estómago y comenzaron a caerle las lágrimas. No veía la hora de morir. Sintió que la cinta le tapaba los ojos como era costumbre a esa hora. Luego, llegaría el trozo de pan seco, el que sería obligado a meter en su boca. Ya se había inventado una forma de ir humedeciéndolo para que se deshaga, pero era muy difícil tragar sin que el resto del pan se cayera de entre sus labios. Le había pasado muchas veces y ya no quería perder bocado. Luego, mientras él trataba de comer, y aún con los ojos vendados, vendría el momento de la limpieza. Su raptor le sacaría los pantalones, le tiraría un baldazo de agua fría para terminar poniéndole unos nuevos pantalones sin olor que pronto se mojarían con su orina y sus heces.
***
Iván y Jacinto volvieron al barrio alrededor de las 18:30. El panorama no había cambiado mucho, aunque algunas personas entraban y otras salían de la iglesia, tal como ellos habían supuesto. Unas horas antes, en la oficina, tomaron nota de los nombres de los testigos y de los familiares de D´Angelo. Más tarde, irían a entrevistarlos. Por el momento, estacionaron el automóvil en la vereda de enfrente a la parroquia, porque era donde había mayor movimiento. Bastante gente mayor se acercaba, se persignaba e ingresaba luego de mojarse la frente con agua bendita. El párroco, un hombre alto y serio, de ojos grandes y cara de disgusto, saludaba a los fieles solo tocándolos en el hombro. Parecía que la distancia para él era muy importante. En varias cuadras adelante y atrás, no había cambiado el aspecto solitario del barrio. Algunas personas se asomaban a la vidriera de la santería contigua a la iglesia, pero muy pocas ingresaban a comprar. Solo vieron salir a dos con paquetes de papel medianos, como si llevaran la estatuilla de un santo o algún adorno. Poco a poco, todos ingresaron, y los colegas asumieron que ya sería el horario de misa, por lo que decidieron seguir revisando la zona, que se veía sumida en un halo fantasmal ahora que el sol había caído. Muy pocas casas tenían iluminación en las veredas y, desde algunas otras, se filtraba la luz de la ventana. ¿Vivía gente en ese barrio? ¿Por dónde se habría esfumado D´Angelo?
Sonó el teléfono de Pollastrelli, y resopló al darse cuenta de quién lo llamaba. Era su exnovia, decidió no contestar. Ese asedio continuo ya lo estaba preocupando. Andrea no estaba bien de la cabeza. Él había roto la relación hacía ya once meses, y ella seguía tras sus pasos y se refería a ellos como si aún fueran pareja. El celular volvió a sonar e Iván, una vez más, no contestó. Jacinto lo miraba de reojo, ya no se atrevía a dar opinión. Muchos y variados consejos le había dado a su amigo para que cortara esa relación bastante tiempo atrás. Ya no era momentos de entrometerse.
Regresaron a la esquina de la iglesia y esperaron que terminara la misa, para ver hacia adónde se dirigían los asistentes al regresar a sus hogares. Alguien tenía que vivir por allí. Antes de las 20:00, vieron salir a la vendedora de la santería a barrer la vereda. En opinión de Jacinto, no era horario para dicha tarea, pero Iván desestimó el comentario. La mujer movía la escoba de manera pausada. Se evidenciaba que nada la apuraba, ninguna obligación la estaba llamando para cumplir con una y seguir con otra. Vestía ropas largas, de colores no muy llamativos, aunque en la oscuridad de la noche, no se distinguía bien si eran grises, marrones o azules. La vieron observar hacia uno y otro lado de la vereda. Se mantuvo, por lo menos, diez minutos barriendo. Luego, caminó hacia la puerta, se detuvo antes de entrar, se volteó y se quedó mirando el automóvil donde estaban ellos. El Senda tenía vidrios polarizados, así que nada evidenciaba que había gente dentro, sin embargo, la mujer no quitaba los ojos, y ellos quedaron hipnotizados con esa mirada. De pronto, giró sobre sí misma y entró al negocio, dio vuelta el cartel para que indique “Cerrado”, y se apagó la luz del recinto.
—Qué mujer más rara —afirmó Jacinto sin quitar la vista de la puerta del negocio.
—¿Por qué? —consultó Iván, para tantear si su amigo había sentido la misma extraña sensación que él.
—No sé, sentí un escalofrío mientras la miraba barrer y ni hablar cuando se giró y miró hacia nosotros.
—¿Vos decís que miró hacia aquí, porque sabía que había gente dentro del auto? —preguntó Iván expectante.
—¡Qué sé yo! La vieja esa es tenebrosa, che… Y para colmo atiende una santería. ¡Jaja!
—¿Vieja? Para mí era una mujer joven.
Los amigos se miraron incrédulos. Cada uno estaba seguro de que había visto a un tipo de mujer, pero que no coincidía con la percepción del otro. Supusieron que era la noche, que embargaba la buena visión y la distinción de detalles. Decidieron dar por terminado el día. Dejarían las entrevistas para el día siguiente.
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