Natalia S. Samburgo - Abre los ojos

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Una ciudad, dos hombres desaparecidos, ninguna pista para encontrarlos, y dos detectives trabajan contra reloj para resolver el enigma.
Iván y Jacinto son amigos y, además, los encargados de resolver los crímenes más difíciles de San Rafael, Mendoza. Sin saberlo, se enfrentarán a uno de los casos más complicados de toda su carrera: deberán encontrar a los sujetos, pero desconocen que hay interesados en ocultarles información y complicarles la búsqueda. Un exjuez decidido a mantener a su hijo con vida y una fiscal que deberá decidir en hacer lo correcto o mantener el renombre de su familia.
El pasado volverá para cambiar la vida de todos y rearmar el rompecabezas incompleto de dos décadas atrás. Nadie es tan inocente como parece.
Crímenes sin resolver, venganza, oscuridad y torturas. Una búsqueda que hará replantear quiénes son los verdaderos culpables.

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Cuando se fue a España, había dejado atrás mucho camino recorrido, éxitos y sinsabores, y su anhelo había sido comenzar una nueva vida. Contrajo matrimonio con una mujer demasiado buena para su gusto. La convivencia se extendió por seis años y tuvieron una niña llamada Penélope, a quien, también ahora, abandonaba y dejaba atrás. Desde hacía veintidós años todo lo que emprendía, al poco tiempo, lo abandonaba. Estaba como cerrado a disfrutar de las cosas bellas de la vida. Sin embargo, se mostraba superado, alegre, jovial y ostentoso. Lograba obtener trabajos que le otorgaban buen pasar, pero luego los abandonaba y buscaba uno nuevo. “Inestable”, opinaban todos. Y, más o menos, era así como venía sintiéndose desde aquel nefasto día, aunque él mismo no lo quisiera admitir.

Mientras terminaba de armar la maleta, llamó una vez más a su hermano para asegurarse de que llegara a tiempo a Buenos Aires a recogerlo. Su Mendoza natal no quedaba cerca, y no quería viajar en micro o en otro avión para llegar hasta allí. Prefería que su hermano lo esperara en Ezeiza y, desde allí, partieran lo antes posible hacia San Rafael. Llegaría alrededor de las 9:00 de la mañana del domingo 19 de agosto. Había programado todo a fin de que su hermano no tuviera excusas para ir a buscarlo por el largo viaje. Le había dicho:

—Salís el sábado temprano, dormís en un hotel, descansás y, el domingo, me vas a buscar, y nos vamos para llegar en el día a San Rafael. —Y así se haría.

Cerró la maleta, tomó su mochila, la misma con la que había viajado el día que se fue de su país, y partió hacia el aeropuerto de Barajas. Una nostalgia lo invadió y se abrió un hueco en su estómago ante la anticipación de volver a Argentina. Una mezcla de sensaciones: añoranzas, despedidas, encuentros, recuerdos y momentos para el olvido se hicieron presentes. Cuando fue la hora de marcharse, bajó a la conserjería y realizó el check out . La conserje que le extendía la factura lo miró a los ojos y le sonrió. Era inevitable no posar la mirada en un hombre musculoso de metro ochenta y seis, con dos esmeraldas en la mirada y la barba cortada en perfecto dibujo. La señorita, muy servicial, le ofreció llamar a un taxi, que Vicente aceptó de manera cortés. No escatimó en miradas cómplices y halagos hacia aquella empleada que se sonrojaba a cada comentario de él. Las sonrisas se sucedieron hasta que le anunciaron que el taxi había llegado.

Llegó a Barajas sobre la hora. Aún debía hacer algo de cola para realizar el embarque. En media hora, estuvo arriba del avión y respiró profundo ante lo que estaba por venir. No le gustaba volar. No le gustaba nada que le diera vértigo. Ingirió un somnífero, se abrochó el cinturón de seguridad, que no pensaba destrabar durante todo el vuelo, y se durmió de manera profunda. Se despertó cuando la pasajera que estaba a su lado, lo movió para despabilarlo y comentarle que ya habían aterrizado. Empalideció. La mujer se sobresaltó y comenzó a apantallarlo, mientras llamaba con desesperación a la azafata en busca de auxilio. Pronto se recuperó, pero su estómago seguía revuelto. Tenía que hacer frente a su país. Todavía quedaba tiempo antes de llegar a Mendoza. Aún, el peor padecimiento por los recuerdos, estaba por venir.

***

Sebastián D´Angelo era un hombre corpulento, calvo, muy alto, y con mucha fuerza. Aún no entendía cómo alguien lo había podido apresar de manera tal vil. No recordaba nada. Salió de su casa dispuesto a comprarle un regalo a su mujer. Había recibido un panfleto con una promoción y la quería aprovechar. Pero ¿hasta dónde había llegado? ¿Llegó a entrar al negocio? Solo estaba seguro de que alguien lo había sorprendido y de que no tuvo tiempo de ver de quién se trataba. No quedaban casi recuerdos de ese momento, pero suponía que así debería haber sido.

Y, ahora, se encontraba allí, sujeto por cadenas, a merced de una mente perversa que le infligía dolor. ¿De qué se trataba todo esto? ¿En qué momento la vida se convirtió en una pesadilla? Estaba apesadumbrado por su esposa y sus hijos, que no sabrían dónde se hallaba. Pensarían que los había abandonado y no era así. Comenzaron a caerle lágrimas, solo por pensar en el dolor de su familia y el empezar a vislumbrar que quizás no los volvería a ver. ¿Qué sería de él? ¿Y quién era ese otro hombre que estaba padeciendo lo mismo que él? Aún no sabía quién era. Solo lo oía gritar cuando llegaba el momento de la tortura y, cuando él trataba de hablarle y preguntarle quién era, solo escuchaba quejidos, susurros que no alcanzaba a escuchar, lamentos y llanto. Era hombre, de eso estaba seguro. Estaban en la misma línea y separados por una ancha columna por lo que no podían verse. Se encontraban, por lo menos, a cinco metros. No era tanto el espacio, pero aún así no lo escuchaba cuando intentaba hablar. Sebastián calculaba que hacía una semana que estaba allí y aún le salían con claridad las palabras. Se dirigía al otro de manera, a veces, amable, otras veces, quejosa y, algunas veces, lo insultaba, porque no lograba oírlo. Pasaba por varios estados de ánimo a lo largo del día. Tenía hambre, sed, sueño. Cuando por fin se dormía con el somnífero que le inyectaba su captor o cuando se desmayaba, luego de una tortura insoportable, el sueño era ligero y tenía pesadillas que terminaban por despertarlo. La posición en la que estaba atado por las cadenas hacía imposible el descanso, le dolían los músculos de los brazos y las axilas. Tenía miedo de volverse loco y necesitaba estar alerta y tener coherencia en sus pensamientos para tratar de armar un plan para escapar. Era lo único que lo mantenía con ganas de vivir. Pero ¿cómo salir de esa trampa y cómo desatarse de esas cadenas? Si con las piernas lograra golpearlo en los genitales sabía que lo reduciría, pero ¿qué haría luego? No había manera de soltarse. Ya había intentando todo y solo lograba que le sangraran las muñecas.

Le habló al otro hombre una vez más, contándole de su familia, de su trabajo, de sus amigos. Los de ahora. Porque a los amigos de la juventud ya no los veía. Había existido un acuerdo tácito entre ellos de no volver a verse y de no hablar jamás de lo que habían hecho. Por eso mismo, no se refirió a esa etapa de su vida. Se limitó a contarle a un desconocido sobre lo que le gustaba y algunas anécdotas. Eso lo mantenía despierto, aunque no sabía si la otra víctima lo escuchaba o no: porque del otro lado del muro no había respuesta.

Entró en pánico cuando oyó la puerta abrirse a su espalda. Se sintió el apoyo de jarros y baldes sobre el piso de cemento. Comenzó a rebullirse tratando de soltarse de las cadenas, sin resultados. Sintió la fría tela sobre sus ojos y, luego, todo fue oscuridad. Por un rato, no sintió la presencia cerca, supuso que se ocupaba del otro hombre. Algunos minutos después, escuchó el paso arrastrado acercándose. Lo sintió delante y se preparó para patearlo. El pie se chocó contra una superficie dura, supuso de madera por el ruido. El malnacido le había puesto una silla delante adivinando sus intenciones. Pronto sintió contra su boca el trozo de pan duro. Cerró fuerte la boca, para que no se lo pudiera meter entre los dientes. Una mano le apretó de manera intensa la nariz y no tuvo otra opción que abrir la boca para respirar y, en ese momento, el pan le dejó la mandíbula trabada. Era la primera vez que sentía el contacto de su raptor sobre su piel. Llevaba guantes de látex, por lo que no pudo distinguir el grosor ni la textura de la mano.

El pedazo de pan era grande, y casi no podía mover la boca para masticarlo. Se le caían las lágrimas por esa vejación a la que lo estaban sometiendo. Mientras trataba de que el pan no cayera de su boca, sintió el tirón y sus pantalones cayeron. Temía que le hiciera algo perverso, pero a esa hora simplemente solía higienizarlo. Sintió el agua fría en su trasero, un baldazo sin previo aviso. Comenzó a tiritar, más por la impotencia que por el frío. Luego, se dio cuenta de que le colocaban otros pantalones. Se sentían gruesos y ásperos. La tela absorbió el agua que caía por sus piernas. Ni siquiera el malnacido se tomaba la molestia de secarlo. Aún con el pan en la boca, ahora más húmedo, intentó tragar, y la garganta le ardió. Las lágrimas no cesaban de caer. Se le hizo un nudo en el estómago, y ya no quiso comer ese pan espantoso. Lo escupió y, al instante, se lamentó, porque sabía que más tarde tendría hambre y que, hasta el día siguiente, no habría más pan.

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