Dicen que hay un lugar en Europa, unas fuentes termales, donde en la noche se puede dejar una ramita sumergida en las aguas cálidas y químicas. A la mañana siguiente, la modesta rama amanece convertida en una rara joya multicolor. Se ha transfigurado. Esta historia puede hacernos pensar en cuán semejantes son algunos procesos composicionales, en particular cuando el compositor parte, deliberadamente, de estímulos musicales muy modestos, como si quisiera probar su maestría, demostrándonos que lo que importa no es el origen o la calidad intrínseca de la primera idea, sino que el proceso mismo que la lleva a su consumación.
Todo proceso de composición implica hacer germinar orgánicamente una primera idea y, a medida que avanza el discurso, sea en estado de “posesión” o en lento trabajo de indagación, ir escogiendo entre posibilidades múltiples. También el material musical, como puede ocurrir con un personaje de novela, va desarrollando sus propias exigencias. Cada nueva elección entre alternativas varias, creará una reacción en cadena abriendo un panorama vasto de otras alternativas.
Entre las innumerables perspectivas para analizar el tema de la composición vamos a elegir el procedimiento composicional denominado ”variación”, es decir, nos vamos a detener en ese tipo de obras cuyo punto de partida es un elemento preexistente, propio o ajeno, y que a los ojos de un compositor podría manifestar una potencialidad de desarrollo digna de un trabajo artístico.
Bastaría recordar esas sencillas canciones profanas que estaban en boca de todo el mundo y que fueron utilizadas como cantus firmus para la elaboración de complejas y sublimes misas en el Renacimiento. Ahí está, por ejemplo, la canción de L’homme armé , transfigurada en Kyrie eleison o Credo in unum Deum , actuando como fundamento de intrincados contrapuntos, extendiéndose al máximo de sus posibilidades o comprimiéndose como si se sintiera fuera de lugar, inserta en la urdimbre polifónica como modesta primera piedra de una catedral de sonido.
Y qué decir de las series de variaciones beethovenianas, otro ilustrativo ejemplo. Junto a temas originales –que son los menos– Beethoven recurría a arias de ópera, números de ballets, himnos nacionales, marchas y otros materiales, muchas veces decididamente insulsos. Compositores que pasaron sin pena ni gloria, unieron su nombre al del genio alemán solo gracias a que algunas de sus obras fueron pretexto para que Beethoven demostrara sus prodigiosas dotes de alquimista, convirtiendo el plomo en oro: Haibel, Dressler, Righini, Wranitzky, Diabelli. Este último nombre, de mayor prestancia que los otros nombrados, será recordado como el autor de un vals con el que Beethoven compuso una obra cumbre de la literatura pianística: las 33 Variaciones sobre un Vals de Diabelli, más conocidas como las Variaciones Diabelli.
Con composiciones como esta, nos damos cuenta de que, aplicado a ella, el vocablo español “variar”, refleja muy mezquinamente lo que verdaderamente ocurre, al menos en una obra como la comentada. Los alemanes usan el substantivo Veränderung , que entre otras acepciones significa “mutación”, con lo que estaríamos más cerca de la idea de “transfiguración”, por lo que implica de transformación en otra cosa.
El diccionario nos dice que “transfigurar” es cambiar de figura alguna persona o cosa. Pero en el párrafo destinado a precisar el concepto en relación a materias religiosas, se nos dice que el término, por antonomasia, está referido al pasaje evangélico de la transfiguración de Cristo, cuando con el rostro mudado y sus vestidos resplandecientes, se “ostentó glorioso” a la vista de los apóstoles Pedro, Juan y Santiago. Por ahí nos vamos aproximando a ciertos procesos artísticos, guardando las distancias.
Por lo que al ámbito poético-literario se refiere, pocas veces se ha dicho esto de manera más bella y lúcida que en la novela “La vida está en otra parte”, de Milan Kundera. El protagonista, adolescente y poeta en ciernes, tiene una típica y dolorosa experiencia de voyeur oculto tras una puerta, atisbando a una mujer en la bañera. De esa experiencia, miserable por el estado de ánimo del adolescente, nace un poema, es decir, la vivencia que, como tantas otras, pudo ser estéril, se “cosifica” en un poema. Cuando el joven poeta logra construir su artefacto verbal, comienza a mirarlo con distancia, como un objeto que aunque nacido de su experiencia, se hace cada vez más lejano y distinto de ella: “Leyó y releyó muchas veces su poema con voz patética, declamatoria, y se sintió entusiasmado. En el fondo del poema estaba reflejada Magda en la bañera y él con la cara oprimida contra la puerta; no se encontró, por tanto, fuera de los límites de su vivencia; pero estaba muy alto, por encima de ella; aquí arriba, en el poema, se hallaba muy por encima de sus miserias; la historia del ojo de la cerradura y su cobardía se había convertido en una simple rampa de lanzamiento sobre la cual volaba ahora...”
Eso por lo que respecta a la vivencia. Pero Kundera continúa y nos deja situados en el corazón del asunto, lo esencial, las palabras. “Al día siguiente pidió a la abuela que le dejara la máquina de escribir; copió el poema en un papel especial y resultaba todavía más hermoso que cuando lo declamaba en voz alta, porque había dejado de ser una simple combinación de palabras y se había transformado en una cosa; ...las palabras corrientes vienen al mundo y perecen inmediatamente después de haber sido pronunciadas, porque sirven solo para la comunicación inmediata; están sometidas a las cosas, son solo su denominación; pero en el poema estas palabras se habían convertido en cosas y no estaban sujetas a nada; no estaban destinadas al entendimiento momentáneo y a la rápida extinción, eran eternas… El suceso del día anterior estaba también contenido en el poema, pero moría en él poco a poco, como muere la semilla en el fruto...”. (A propósito, podríamos recordar a Hölderlin, cuando escribía: “Mas lo permanente, lo instauran los poetas”).
Transformación, metamorfosis, mudanza, cualquiera sea la expresión, lo fundamental es que ese cambio es para revestirse de gloria, para adquirir una condición mejor y permanente, una nueva dimensión transmutada. Y así como las vivencias se transforman en categorías universales y las palabras en objetos autónomos, también los sonidos y ritmos de la naturaleza se integran en una nueva realidad a través del proceso de composición musical. Todo lo dicho por Kundera lo podemos hacer perfectamente equivalente en el mundo de la organización de los sonidos musicales. Del caos sonoro, bullente e inagotable que nos rodea y asalta, el compositor extrae el material que considera apto para su trabajo y allí introduce un principio normativo y organizador; de ahí derivará también una “cosa” hecha de música. Y cuando el material original seleccionado es humilde y hasta ramplón, más que nunca se apreciará el poder transfigurador del hacedor de música.
Como Beethoven, los poetas son capaces de transfigurarlo todo. ¿Quién podría creer que las cebollas, los calcetines, las cucharas y las alcachofas pueden ser material estimulante para la poesía? Es cosa de observar lo que hace Neruda en sus “Odas Elementales”. Por ejemplo, cuando propone la nueva realidad poética de una modesta cebolla:
Cebolla, luminosa redoma,
pétalo a pétalo se formó tu hermosura,
escamas de cristal te acrecentaron
y en el secreto de la tierra oscura
se redondeó tu vientre de rocío…
…la tierra así te hizo, cebolla,
clara como un planeta,
y destinada a relucir,
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